Al parecer, ninguno de los Beatles quería tanto como Paul McCartney grabar esa canción del lado A de Abbey Road –disco en el que además está, incrustada, esa bellecita máxima y también suya que es Her Majesty– de la que robé el nombre para este cuento. La historia que allí se narra es la de un estudiante de medicina devenido asesino en serie, pero todo lo siniestro del asunto se ve absorbido por la melodía y por un tono tragicómico. McCartney dijo alguna vez que no se trataba de un caso real ni mucho menos, sino que había sido un intento simbólico: “Es mi analogía para cuando algo sale mal inesperadamente”. 

Así y todo, al movimiento de reventar cosas (y personas) con un martillo es difícil extirparle su efecto de fascinación atroz. ¿O no miramos con deseo, enardecidos y secretos, a los albañiles romper las paredes? La destrucción ha sido, no pocas veces, la única manera en que la humanidad pudo soportar la belleza. Cuando encontraron el diamante Cullinan, en Sudáfrica -el más grande del mundo, una gema absolutamente pura- se desesperaron. No sabían qué hacer con él hasta que resolvieron trozarlo. Cuentan que el hombre al que se le asignó la tarea no pudo nada al primer intento, y al segundo se desmayó. Alguien habrá podido, si no fue él, porque pronto se convirtió en 150 partes de algo perfecto e irrecuperable. 

Rosina, la chica a la que sigue este relato, es carcomida por una emergencia de ese orden cuando se encuentra, al fin, con el diamante que tanto buscó, enterrado en sus huesos. Para dar con él había tenido que dinamitar su propia montaña. Pero, como supo Spinetta, la montaña es la montaña.   

Si Zenchi Naigu, el protagonista del cuento de Akutagawa, extrañaba su nariz –una nariz de dieciséis centímetros, un colgajo que le llegaba al mentón y tuvo que hervir y pisotear una y otra vez hasta lograr reducirlo–; si Kovaliov, el hombre que persigue su nariz fugada hasta por las iglesias en un cuento de Gógol, seguía extrañándola incluso después de que ella lo desconociera y se negara a regresar a su cuerpo; si nadie puede contemplar una foto de la Gran Esfinge de Guiza sin completar mentalmente la falta pétrea, ¿por qué no iba Rosina a añorar hasta la locura su antigua fisonomía?