Alberto Roseto tiene 74 años y actualmente está jubilado, pero hizo de todo. Se recibió de médico en la UBA y fue pediatra en el Hospital Posadas. A mediados de los 70’s recibía decenas de chicos con diarrea infantil, así que un día no aguantó más y viajó con la materia fecal al Malbrán. Eran tantas las dudas que acumulaba en la guardia que decidió descubrir las respuestas por su cuenta.
En el Malbrán había un microscopio electrónico que le permitió clasificar la estructura y el comportamiento del rotavirus. Como fue el primer latinoamericano en conseguirlo, lo publicó en una revista prestigiosa y lo invitaron de todos lados. Eligió Francia y se formó en el Instituto Pasteur. Conoció al Nobel Milstein y vivió en su casa. En el camino, desnudó cuanto virus se le cruzó en el camino.
Volvió al país para la reapertura democrática y dio clases de microbiología, pero de nuevo retornó a Europa. Allí tenía su vida, de hecho, sus pergaminos estaban tan extendidos que fue invitado a dirigir el Conicet francés, el Centre National de la Recherche Scientifique (CNRS). Aceptó y siguió haciendo historia del otro lado del Atlántico. Ahora está de visita en Argentina sin pasaje de regreso. Aquí, en diálogo exclusivo con Página/12, hace malabares para sintetizar su riquísima trayectoria marcada a fuego por un interés desesperado: que los resultados científicos lleguen a los consultorios.
-¿Cómo llegó a ser director científico del Conicet francés?
-Soy médico pediatra (UBA) e hice la residencia en el Hospital Posadas. Siempre tuve la idea fija: quería hacer ciencia. Así que durante las noches de guardia, cuando tenía un ratito, me quedaba cultivando bacterias y otras tantas cosas. Tenía que aprender a hacer todo lo que no había aprendido con la medicina y necesitaba saber si mi objetivo era convertirme en científico. Por aquel momento se me puso en la cabeza comprender las bases de una enfermedad viral que me tocaba muy de cerca por su frecuencia, la diarrea infantil. Entonces, coloqué manos a la obra en todo el sentido de la frase. Comencé a analizar materia fecal.
-¿De qué manera?
-Había leído que en el Hospital Malbrán había un técnico, Gabriel Lombardi, que realizaba experimentos con un microscopio electrónico. Leí un artículo en The Lancet (revista médica británica) y supe que investigadores de diferentes países habían hallado un virus de características poco frecuentes para la época y lo habían bautizado rotavirus. De este modo, todas las semanas me iba con los excrementos de los chicos hasta el Malbrán. El problema era que como no tenía coche me trasladaba en colectivo; me tomaba el 46 y la gente me miraba raro porque los paquetes que llevaba conmigo despedían fuertes olores. Una vez me avergoncé muchísimo: una señora que estaba senada al lado se levantó de su asiento y le fue a hablar al chofer. Enseguida me llamó y me preguntó, de manera amable, si había tenido algún problema. Pensaba que no me había aguantado y la verdad es que no iba a explicarle todo, que era ciencia, que necesitaba hacerlo, que era por el bien de los pibes. Preferí excusarme diciendo que era médico, que no me había bañado porque no había tenido tiempo y me bajé.
-¿Qué vio en los análisis que hacía?
-En la muestra número 19 pude advertir los virus de una manera espléndida, bien claritos. Tuve suerte porque fui el primero que vio rotavirus en Latinoamérica; se percibían con una claridad notable, no me olvido más. Junto al virólogo Julio Barrera Oro armamos el artículo en tan solo una semana. Él escribía muy bien y rápido en inglés y en 1975 nos publicaron en The Lancet. Recuerdo con cariño ese período analógico; como antes no había internet, una vez que la investigación estaba publicada, los autores recibían una carta y un mes después te mandaban por correo el artículo. Todavía lo tengo guardado. A partir de ahí cambió el ritmo de mi vida para siempre. Recibí una invitación del Instituto Pasteur de Francia para ir por dos años; ya tenía una familia, hijos chiquitos y tenía que perderme el mundial del 78’. Afortunadamente me fui porque enseguida vino la dictadura, simpatizaba con la izquierda y Argentina dejó de ser un lugar apto para vivir.
-A partir de entonces, obtuvo fama mundial.
-Me preocupaba ver al rotavirus en un solo plano y, por el contrario, quería verlo en imágenes tridimensionales para estudiarlo mejor. Lo conseguí y obtuve imágenes que recorrieron el mundo, este hecho me dio fama internacional y publiqué en las revistas más reconocidas. En Francia había hecho una muy buena relación con César Milstein, vino a dar una conferencia al Pasteur y como vi que hablaba inglés igual que yo en Mataderos, tuve una excusa para acercarme a charlar. Por mi parte, al principio era bastante malo con los idiomas y el futuro Nobel me dijo una gran verdad: “Quedate tranquilo Alberto que cuando les interesa lo que hacés entienden todo”.
-¿Cómo fue esa relación con Milstein?
-Él trabajaba en secuenciar la gammaglobulina (anticuerpo que defiende al organismo) y la obtenía de los pacientes con mieloma múltiple (un tipo de cáncer). Me preguntaba con mucho interés si podían ser útiles sus desarrollos en pediatría y para mí dialogar con él era extraordinario. Viví en su casa un buen tiempo. Tan buena amistad tuvimos que los primeros anticuerpos monoclonales que diseñó fueron contra los rotavirus que yo estudiaba. Durante varias décadas exploré las características de todos los virus existentes, habidos y por haber. Detectaba las proteínas y examinaba contra qué estaban dirigidos los anticuerpos. Tal vez, por mi formación como pediatra, siempre tuve la idea fija de llevar soluciones al consultorio. Fui el primer universitario en mi familia; será por eso que recuerdo esta época con tanta emoción.
-Usted intentó develar el comportamiento de una cantidad enorme de enfermedades.
-Es que siempre fui muy inquieto. En los 80’s ya emergía el cáncer de mama como una gran problemática de salud pública y me ocupé de realizar mis aportes al respecto. Lo mismo con el VIH, el Virus de Papiloma Humano (VPH) y retrovirus en cáncer. Así, casi sin darme cuenta, un día me convertí en el director científico del CNRS. En el medio, también fui docente y científico en la Universidad Tecnológica de Compiegne y pude crear la División de Inmunocitología Aplicada (DICA). Si tuviera que elegirlo nuevamente, escogería otra vez ser médico y luego dedicarme a la ciencia. En ese orden, porque solo de esta manera conseguí tener todo el panorama completo. Logré ver la cancha de frente, ser pragmático, ir detrás de la practicidad y las aplicaciones.
-¿Qué enfermedad le gustaría contribuir a curar?
-Suelo decir que hay dos tipos de enfermedades en la vida: las que vienen de afuera y las que provienen de adentro. Para las de afuera hemos encontrado algunas soluciones (vacunas, antibióticos, infecciones), pero las de adentro (cáncer) son mucho más complejas de abordar. Desde una perspectiva darwinista podríamos pensar que el cáncer ha ganado la batalla en nuestros organismos pero la realidad es que también muere con nosotros. Pienso que podría existir la posibilidad de poder mantenerlo a raya y desarrollar terapias no para eliminarlo sino para convivir con él. De esta manera, cambiaríamos la perspectiva sobre una enfermedad que nos aterra y ya no sería un mal irresoluble sino una patología crónica que podríamos monitorear. Algo similar a lo que ocurre con la diabetes. De hecho, los seres humanos estamos hechos de bacterias y coevolucionamos desde hace milenios sin ningún problema. En este momento, incluso, puede que no tenga un cáncer formado pero seguro cuento con células mutadas; en efecto, cuando la enfermedad es detectada clínicamente ya hace diez años que de alguna manera estaba presente.
-¿Nunca antes había regresado a Argentina?
-En 1982. Volví al barrio y di mi primera conferencia sobre los anticuerpos monoclonales en el Posadas. También, con la vuelta a la democracia, fui profesor concursado de Microbiología en la UBA. Estuve en Cuba y conocí a Alberto Granado, médico argentino y compañero emblemático del Che Guevara. Viví experiencias formidables durante algunos meses. Lo cuento y vuelvo a emocionarme. Después regresé a Europa porque ya tenía mi vida armada allá. Sin embargo, sigo muy de cerca lo que ocurre en Argentina, tanto que vine casi exclusivamente para votar. Antes del kirchnerismo, el Conicet era un lugar exclusivo, colmado de una mística elitista que no le hacía bien a los propios científicos ni mucho menos a la sociedad. Luego se proletarizó, el conocimiento se democratizó y fue fantástico. Hoy cuando los jóvenes presentan una investigación médica, lo primero que les preguntan es cuántos pacientes hay con esa patología a la que dedicarán su esfuerzo. Para el neoliberalismo, los clientes más certeros son los enfermos; constituyen el principal negocio para los gobiernos de derecha. La salud mueve millones y millones de dólares, la política y la economía atraviesan la ciencia.