Hace diez años se produjo un golpe de Estado en Honduras. Como se recordará, Mel Zelaya fue sacado en piyamas de su casa, el 28 de junio de 2009, por soldados hondureños que lo condujeron a una base aérea militar. Tiempo después fue trasladado a Costa Rica con prohibición de retornar a su país. Fue un golpe militar con todas las letras, que contó con el apoyo de la oposición al hasta entonces presidente.
En Bolivia acaba de ocurrir algo parecido pero más denso. Los opositores a Morales, encabezados por Carlos Mesa y Luis Camacho, bregaron desde temprano para incentivar la protesta y la movilización sociales con el objeto de desestabilizar a Evo y generar condiciones para su desplazamiento. Fue evidente que estaban a la expectativa de que la coyuntura electoral les proporcionase una excusa. Y la encontraron rápido: la suspensión del recuento electoral provisorio. Sin más elementos que ese, Mesa dio por probado el fraude, calificó a los resultados de amañados y llamó a ocupar la calle. Camacho avanzó por un camino similar desde su posición de líder Comité Cívico de Santa Cruz; entidades como ésta se replicaban en otros departamentos de Bolivia.
Cuando recién comenzaba el escrutinio oficial fueron asaltados y vandalizados los Tribunales Departamentales de Potosí, Santa Cruz y Sucre. Y se desataron agresivas movilizaciones en esas tres ciudades y también en La Paz y Cochabamba. Muy poco después la Misión de Observación Electoral de OEA hizo conocer su descontento sobre la marcha del conteo sin tener todavía ninguna base sólida. No obstante, sugirió la posibilidad de disputar una segunda vuelta sin importar las diferencias entre primero y segundo. Esto fue descartado por los dos líderes de la revuelta (y ratificado posteriormente cuando se negaron a aceptar la intervención de aquella misión para llevar adelante una auditoría electoral, que luego, al conocer los resultados, festejaron).
La insurgencia de la oposición, su propensión a no aceptar ningún tipo de resultados y su interés por promover la salida de Morales quedó expuesta desde muy temprano. Su meta era, sencillamente, el derrocamiento de Evo. Cosa que finalmente consiguieron luego de que se espiralizara la densidad del conflicto y llegaran los militares a la escena para intervenir decisivamente. Fue un golpe militar finalmente. En vez de sacarlo literalmente por la fuerza, como sucedió en el caso de Zelaya, le exigieron que se fuera. Le pusieron un gentil ultimátum.
¿Cómo sigue esta historia? Se organizará un gobierno de transición que convocará a nuevas elecciones. Probablemente se impedirá la participación en estas del Movimiento al Socialismo. Y se perseguirá judicialmente a los dirigentes más notorios de éste en procura de que, si falla la proscripción del MAS, mengüe la posibilidad de éxito de sus eventuales reemplazantes. Hemos vito ya esta película, no hace mucho, en Brasil. Aunque en las condiciones de la actual Bolivia no sería improbable que se atentara contra la vida de algunos de sus más altos directivos.
En el plano económico probablemente se impondrá un retorno al fundamentalismo de mercado y a las privatizaciones. Y en el social se verán retrocesos importantes: el racismo que anida en la mente de los cabecillas de este golpe es intenso.
Pero estos dolorosos procesos suelen tener patas cortas. Sin ir más lejos, ahí está Lula libre para demostrarlo. Y quien sabe, a lo mejor dentro de no mucho tiempo estaremos cantando en la Plaza Murillo esa bella copla que dice: “Pañuelo de tres colores, Bolivia en mi corazón. Bolivia en mi corazón”.