Había una vez una princesita bebé llamada Aimée, que llegó cuando la esperanza de tener descendencia de mamá reina y papá rey -longevos a lo Sara y Abraham del Viejo Testamento- menguaba. La mala suerte, empero, quiso que navegando sus progenitores una tarde de verano, arreciara una tormenta inesperada: se ahogó la nanny, se ahogaron los marineros, el rey y la reina se salvaron. Y la cunita de Aimée se fue flotando por los siete mares, depositándose en la orilla de una tierra lejana, donde los humanos escaseaban. Es decir, estaba habitada por una pareja de ogros gigantones, carnívoros eclécticos ellos, que le perdonaron la vida al suculento bocado, decretando que cuando creciera debería casarse con uno de sus vástagos. Y así pasaron los años para la grácil Aimée, desprovista del mínimo confort y toda compañía humana, amén del pésimo destino sellado… Hasta que un día divisó a un guapo náufrago desmayado en la costa, le practicó primeros auxilios y lo escondió en una cueva a fin de que los ogros no lo devoraran. Criada en lengua de ogro, tuvo que comunicarse vía señas, impartiendo órdenes que el muchacho (¡su primo!) acataba. Lo alimentó y mantuvo vivo, y cuando el chico -ya flechado- le pidió un mechón de su lustrosa cabellera, ella le tiró una fruta, más pendiente del arte de la supervivencia que del vacuo coqueteo.
A pesar de las recomendaciones de la chica, un día el primo salió de la cueva, y en un pestañear fue capturado. Con ardides muy convincentes, la sagaz Aimée logró aplazar en repetidas oportunidades que el principito deviniera cena de los ogros. Incluso consiguió por motu proprio robarle la varita mágica a la ogra para darse a la fuga con el muchacho que, a esta altura del partido, poco y nada aportaba. Con la varita se transformó a ella misma y a su enamorado en bote, anciana, caja, retrato…; en fin, una modalidad ídem a la de Los Gemelos Fantásticos, que fue distrayendo a los malvados. La más ocurrente: ella, una abeja; él, un naranjo, metamorfosis que acabó siendo permanente porque transeúntes que por allí pasaban le afanaron el bendito adminículo que les devolvería la forma humana. Sin desatender a su primo, voló con ánimo aventurero la Aimée insecto, arreglando entre viaje y viaje los desaciertos del bobalicón arbolado. Y fast foward hacia el final, consiguió que un hada poderosa los convirtiera nuevamente en personas y los llevara a su reino, donde la persistente heroína pudo ¡por fin! comer merecidas perdices entre sedas, joyas y una muy anhelada calma.
Y colorín, colorado, La abeja y el naranjo se ha acabado, o sea el resumen de un relato fantástico con una protagonista atípica, que nada tiene que envidiarle a la penúltima reinvención del linaje, la empoderada Moana. Aimée, sin embargo, no llega de la factoría Disney ¡Qué va!, ni siquiera es de este siglo, o del pasado. Es una invención de fines del 1600s, de una baronesa gala: la escritora Marie-Catherine d’Aulnoy (1651-1705), que tiene -entre otros- el mérito de haber acuñado el término contes de fées, en inglés fairytales, en criollo “cuento de hadas”.
A ella, precisamente, dedica su flamante libro la autora australiana Melissa Ashley, The Bee and the Orange Tree, biografía novelada que toma su nombre de una de las historias más rompedoras de d’Aulnoy, y que recupera vida y obra de una mujer tan audaz como las princesas que imaginó en sus exitosísimos relatos de antaño. “Marie Catherine fue una autora de best-sellers en vida. De hecho, en menos de un año de ser editada en Francia, muchas de sus obras fueron traducidas al inglés y otros idiomas, impresas en el extranjero. Así y todo, su reputación cayó en el olvido unos 70 años después de su muerte. Y el crecimiento de una industria de cuentos de hadas para peques en el siglo 19 contribuyó aún más a su olvido, con los hermanos Grimm menospreciando sus fairytales, tildándolas de demasiado barrocas, demasiado sentimentales, demasiado complicadas, inapropiadas para un público popular”, explica Ashley.
La biógrafa va más a fondo aún… “El asunto de la recolección de relatos de los célebres germanos -arriesga la documentada señora- es un mito”. “La mayoría de sus cuentos de hadas no fueron unívocamente tomados de la tradición oral del folklore campesino, como se ha instalado, sino que muchos surgieron de textos escritos, deliberadamente estructurados, historias originales creadas por mujeres”. No cualesquiera, retoma M.A., “damas de sangre azul, escritoras francesas del siglo 17 conocidas como conteuses”. Y es que, lejos de ser excepcional, el caso de Marie-Catherine d’Aulnoy es un ejemplo de lo que acontecía en la Francia de aquellos años, donde dos tercios de la producción de fairytales era obra de mujeres. Mujeres como la condesa Henriette-Julie de Murat, Mademoiselle L’Héritier, Madame Charlotte-Rose de la Force, Louise Bossigny, entre otras, que impulsaron y codificaron el género entre 1690 y 1715, recitadas e interpretadas sus piezas en los famosos salones literarios, reunidas luego en colecciones que se vendían como pan caliente.
Ubicándonos en tiempo y espacio…
“En los últimos años del reinado de Luis XIV, la sociedad francesa se había vuelto peligrosamente religiosa y conservadora. Clérigos prominentes abogaron por la prohibición de obras de teatro en Versalles, y otras manifestaciones artísticas -en especial las novelas de autoras femeninas- estaban cada vez más en la picota”, contextualiza Ashley en un reciente artículo de The Guardian. Cuenta además que, durante este período, las libertades de las mujeres estaban profundamente limitadas. Eran casadas siendo aún adolescentes en uniones arregladas para proteger la propiedad familiar, a menudo con hombres muchos años mayores que ellas. No podían divorciarse, trabajar ni controlar sus herencias. Y mientras a los esposos se les permitía tener amantes, ellas podían ser enviadas a un convento por dos años como castigo por el mero rumor de infidelidad…
“Fue en esa represiva y atribulada última década de la Francia del siglo XVII que los cuentos de hadas se cristalizaron como género. En La Mercure Galant, la revista literaria más en boga de París, estas nuevas historias y sus autoras eran celebradas como la última moda. Y eso que el género era satírico y subversivo, abordando motivos como el mito clásico, los códigos de la caballería medieval, las fábulas de La Fontaine, tomando ideas de novelas protofeministas de Mademoiselle de Scudéry y Madame la Fayette”, recalca la autora australiana. Sin dejar de destacar cómo la perspicaz d’Aulnoy y sus pares usaron la exageración y la parodia para torcer las costumbres y convenciones que limitaban las libertades de las mujeres…
Una vida de novela
De familia noble normanda, “Marie-Catherine fue obligada a casarse con solo 15 años con François de la Motte, 30 años mayor que ella. A los 19, ya había dado a luz a cuatro hijos, de los cuales solo dos sobrevivieron. Hay un vacío en su registro histórico, pero en 1690, a los 40 años, irrumpió en la escena de los salones parisinos, y durante la siguiente década publicó 13 libros, incluidos 26 cuentos de hadas originales”, repasa Ashley. El primero es La isla de la felicidad, conte de fées que se edita 7 años antes de que Charles Perrault lanzase Cuentos de la mamá ganso (1697). Allí, la heroína es Felicité, hada soberana de un esplendoroso reino, que corteja con dones, óperas y artes a su amante, el príncipe Adolph, para luego ser abandonada por el señorito, que opta por la fama y la gloria antes que la mutua felicidad. El poder político y la vara moral, evidentemente, las detenta la reina hada.
Volviendo a la línea biográfica, el vacío que la australiana menciona puede completarse, a partir de diversas fuentes, del siguiente modo: a los pocos años de contraer nupcias con el barón d’Aulnoy, hombre de carácter volátil, bebedor, derrochador e infiel, Marie-Catherine urde un plan para deshacerse de su marido. Logra que sea denunciado por traición a la corona, un crimen penado con guillotina. El hombre se libra del complot pero permanece en la cárcel, y ella escapa temiendo que la acusen de conspiración. Pasa largas temporadas en España, en Ámsterdam, en Inglaterra; escribe, en el ínterin, bitácoras de viaje. Y al parecer, oficia de espía para el rey de Francia, que acaba por perdonar sus pecados, permitiéndole el retorno a una d’Aulnoy que, por aquel entonces, ya había enviudado.
Entonces París, sus salones, los cuentos, la fama. Y otro escandalete en el que se vio involucrada: la escritora gala habría ayudado al -fallido- intento de fuga de su amiguísima Madame Angélique Tiquet, socialité carismática, de gran belleza, que -habiendo quedado huérfana a tierna edad- fue obligada a casarse con un aristócrata abusivo, que la golpeaba. Tras pedir en vano que le habiliten la separación, trató de asesinarlo, pero el marido sobrevivió al tiro. Mientras él reclamaba los confiscados morlacos de su esposa, la chica Tiquet era decapitada en 1699.
Leitmotiv
Considerando su historia personal, no es de extrañar que uno de los temas recurrentes de la obra de Marie-Catherine fuera la crítica a los matrimonios arreglados. En piezas donde, además, solía haber subrepticia inversión de roles: a contramano con lo socialmente aceptable, eran las heroínas las que cortejaban a los príncipes, otorgando favores extravagantes, magníficos regalos como un pequeño perro encerrado en una nuez, que bailaba y tocaba las castañuelas. En sus petits royaumes, los monarcas, padres, gobernantes eran insensatos, pasivos, inoperantes; hadas y brujos ocupaban el rol eclesiástico; y para flirteo, mejor una conversación entre iguales que joyas (para pruebas, El pájaro azul, donde un príncipe convertido en ave conquista a la princesa, encerrada en una torre por su madrastra villana, dándole charla desde la ventana).
“En Francia, no se podía publicar sin el visto bueno del Censor Real, que no permitiría crítica alguna al régimen. Pero Marie-Catherine pudo eludir las restricciones disfrazando -a través de la fantasía- sus críticas a un soberano en quiebra, a una iglesia corrupta o a las costumbres patriarcales de la época. Sus cuentos estaban dirigidos a adultos más que a niños, acaso pensados para muchachas de 15 años, a punto de casarse. Una y otra vez, ofrecían arquetipos de heroínas ingeniosas, amables e inteligentes, que a base de artimañas subvertían el futuro que les era impuesto”, destaca Ashley. Tan aguerridas, por cierto, que la escritora feminista Germaine Greer recordaba hace unos años la versión de la Cenicienta de la mentada gala, Finette Cendron, donde la protagonista -valiente e ingeniosa- se las apaña para sobrevivir en el bosque tras ser abandonada junto a sus dos hermanas (de lo peor) por papá rey y mamá reina. Y tiene éxito en sucesivas hazañas, llegando a cortarle la cabeza a una ogra bien, bien pérfida. “Cuando su pie se ajusta a la zapatilla, se casa con el príncipe y su carrera aventurera está terminada, casi nos sentimos decepcionadas”, esgrimía sobre el fin del relato deliciosamente siniestro.