Promedia la Competencia Argentina del Festival Internacional Cine de Mar del Plata, y con ello ya es posible extraer algunas conclusiones. La más evidente es una bienvenida apuesta por voces jóvenes en una sección que solía agrupar a varios realizadores experimentados en cada edición. Realizadores que desde la llegada de Cecilia Barrionuevo a la dirección artística mantienen un espacio aunque alejados de la disputa por los premios, tal como ocurrió el año pasado con Fernando Spiner (La boya) y ahora con José Celestino Campusano (Bajo mi piel morena), ambos elegidos para la CA con el rótulo “Fuera de Competencia”.

La segunda conclusión tiene que ver con el rol central de las mujeres, con ocho de los once títulos de este apartado a cargo de directoras y una mayoría de protagonistas femeninas, todo un síntoma de los vientos sociales, políticos y culturales que soplan en la Argentina. Seis de este total ya tuvieron sus primeras exhibiciones en salas costeras: a los tres títulos vistos durante el domingo y lunes –La botera, de Sabrina Blanco; La muerte no existe y el amor tampoco, de Fernando Salem, y Los que vuelven, de Laura Casabé– se sumaron en las últimas dos jornadas Las buenas intenciones, de Ana García Blaya; Angélica, de Delfina Castagnino, y De la noche a la mañana, de Manuel Ferrari.


La ópera prima de García Blaya es una de las películas nacionales más emotivas en mucho, muchísimo tiempo. Esas ganas de moverle el corazón -antes que el cerebro- al espectador hacen de ella una bienvenida excepción en una cinematografía que suele despreciar la emoción para, a cambio, abrazar la solemnidad, el rigor y la exploración etnográfica. A contramano de todo eso va esta película que por su tersura, naturalidad y fluidez –en gran parte gracias a un manejo magistral de las elipsis– no parece una ficción sino el recorte del fragmento de una vida. Las buenas intenciones opera igual que el cine de Richard Linklater; esto es, encontrando lo extraordinario en lo cotidiano, lo universal en una experiencia íntima y personal, en este caso lo vivido en el núcleo familiar de la directora a principios de los '90.

Aquellos años de incipiente crisis económica ponen a unos padres separados contra la espada y la pared, empujando a la madre (Jazmín Stuart) a decidir que lo mejor para ella y sus tres hijos es mudarse a Asunción del Paraguay. Un escenario nada fácil para los chicos y ese exmarido (JavierDrolas) medio adolescente, dueño de una disquería y amante de la música, el fútbol y el hacer nada, casi una versión argenta del personaje de Ethan Hawke en Boyhood, de -otra vez- Linklater. Desde ya que este hombre no se lleva muy bien con los horarios ni las obligaciones, pero es evidente que, a su extraña y sandleriana manera, quiere y cuida a sus hijos con devoción. En especial a la mayor y alter ego ficticio de la realizadora, Amanda (Amanda Minujín, hija del actor Juan, que aquí tiene un rol secundario), de 11 años pero con el aplomo, la madurez y la capacidad resolutiva de una adulta.

¿Película de expiación familiar? Nada más alejado. García Blaya no hace de Las buenas intenciones una sesión de diván ni tampoco reparte culpas o responsabilidades. Pero el uso de grabaciones caseras en VHS –algunas originales, con los García Blaya "reales"- muestra que tampoco le interesa esconder los orígenes autobiográficos del proyecto. De esa mixtura surge una mirada que explora con notable sensibilidad y empatía un vínculo filial entre Amanda y el padre que trasciende lo sanguíneo. Ambos comparten amor por la pizza comprada –recordar que son los ’90, furor de delivery- y la música, lo que da pie a una banda sonora tan exquisita como pertinente que abarca desde Los Violadores y Flema hasta Charly García (Alta fidelidad, de Stephen Frears, es otro título que dialoga directamente con éste). Coming of age melómano y melancólico, Las buenas intenciones alcanza su clímax en la previa a ese viaje que podrá ser muchas cosas, pero no una partida definitiva.

Angélica, de Delfina Castagnino.

A Delfina Castagnino le interesan las mujeres en crisis. Así lo demostraba en su ópera prima, Lo que más quiero (2010), centrada en el reencuentro de dos amigas en la Patagonia luego de la separación de una de ellas. Y así lo confirma en su segundo largometraje. La Angélica del título ronda los 40 años y todavía no se recupera de la muerte de su madre ni de la separación con su ex. A eso se suma la inminente demolición de la casa de su infancia, un espacio cargado de recuerdos que ella se empecina en revivir instalándose en el último piso, a escondidas de esos obreros a los que espiará con una perseverancia inquietante. Al igual que Julia y el zorro, vista en esta competencia el año pasado, la película de Castagnino hace del duelo un sendero ripioso y de rumbo impredecible. Angélica propone un relato que pone a esa protagonista misteriosa en un universo donde conviven las depalmeanas ideas del doble y las identidades difusas con algunos tópicos del cine de terror, en especial cuando el pasado adquiere tonalidades opacas y fantasmagóricas.

Dirigida por Manuel Ferrari, De la noche a la mañana es una coproducción entre Argentina, Chile y España, pero tranquilamente podría ser una película íntegramente uruguaya. Del cine asociado al otro lado del Río de la Plata toma la cadencia suave, la ausencia de volantazos narrativos, el aire melancólico, una comicidad subrepticia y sutilmente amarga y la inseguridad constante de un protagonista desajustado. Ese hombre es un arquitecto llamado Ignacio Roma (Esteban Menis), a quien en una de las primeras escenas se lo ve recibiendo la noticia del embarazo de su novia. El tipo reacciona como ante todo: se queda quieto, no manifiesta emoción alguna, balbucea lo que ella espera que diga. Una invitación a Santiago de Chile tirada al pasar por dos alumnas asoma como una bienvenida posibilidad de escape para digerir la ¿buena? nueva.

El problema es que allí nadie parece saber quién es, ni de dónde provino la invitación, ni mucho menos para qué lo invitaron. Tampoco ayuda que su viaje coincida con un paro en la facultad que paraliza las actividades académicas, situación que adquiere una involuntaria resignificación a la luz de la actualidad. Así que no tendrá otra opción que vagar sin rumbo por la ciudad en compañía de una docente que, más por piedad que por otra cosa, decide ayudarlo, iniciando así una estadía con olor a batalla tanto contra el entorno (no se lleva del todo bien con los temblores) pero sobre todo contra sí mismo. Dueña de una deriva narrativa similar a los recorridos aleatorios de Ignacio, De la noche a la mañana muestra sin estridencias ni subrayados un largo proceso de una aceptación propia, haciendo que quien aprenda sea el protagonista y no los espectadores.