“En mi cabeza era el clima, las chicas, el surf, los autos y cierta mentalidad juvenil –dice Tom Petty, en su última entrevista frente a cámaras-. Era la clase de lugar adonde iban los grandes soñadores. California era ese paraíso legendario”. Precedido por la certeza de su muerte, la presencia de Petty adquiere un espesor casi oracular y concentra todos los nodos y las líneas de fuga de Echo in the canyon: la película de Andrew Slater que, después de exhibirse a lo largo y ancho de los Estados Unidos, finalmente puede verse online a través de AppleTV, Prime y la opción pay-per-view de YouTube. Una red dorada (de Brian Wilson a Ringo Starr, pasando por Michelle Phillips, Eric Clapton, Stephen Stills, David Crosby, Graham Nash y Roger McGuinn) tendida sobre un valle mítico de Los Ángeles, cuya presa son las canciones y cuyo rastro se pierde en el tiempo. Entre las secuoyas, los estudios de cine y las colinas de Hollywood. Más allá del desembarco de la Generación Beat y el huevo espiritual que dejaron tipos como Aldous Huxley, Allan Watts y Krishnamurti. La pregunta sigue siendo la misma: ¿es el lugar o es la gente? La respuesta está flotando en el viento de Laurel Canyon.
Hechizado por Model Shop (1969), la película donde Jacques Demy puso a su flaneur en las veredas del Sunset Boulevard, Slater desempolvó su colección de discos. “Llegás a un punto en tu vida en el que para mirar hacia adelante tenés que mirar hacia atrás –dijo Slater, en entrevista para Flaunt-. Uno de esos momentos sucedió cuando vi esta película, que retrata a Los Ángeles en un momento de completa inocencia. Capturó mi interés y me llevó hacia atrás, a investigar la música de ese período e incluso el período anterior: la edad de la inocencia de California. Así que viajé hacia el pasado con esos discos que siempre amé, eso me condujo a la idea de hacer un disco con todas esas canciones, y eso a su vez me llevo a hacerme preguntas acerca de esas canciones y las personas que las escribieron. Y eso me llevó a un documental”.
Slater, que es bien conocido como manager, productor y ex-presidente de Capitol Records, jamás había estado ni siquiera cerca de dirigir una película. El primer paso en esa dirección fue poner sobre la mesa su temprano oficio como periodista (en sus comienzos, escribió para revistas como Rolling Stone o Billboard) y organizar un tratamiento para el material: la música, las entrevistas, el archivo. Luego salió a buscar directores, pero encontró otra cosa. Y estaba justo frente a sus narices: Jakob Dylan. “En Model Shop lo vemos a Gary Lockwood en un viaje –dice Slater-. En cierta forma, yo quería espejar ese viaje a través de Los Ángeles, solo que con Jakob como el personaje que recolecta la información. Por su relación con todos estos artistas y porque yo quería hacer algo que fuera un poco más que un documento histórico: quería reinterpretar la música. Pensé que sería una gran voz para hacerse cargo de eso. Después, cuando estábamos investigando estas canciones, interpretarlas en el formato del dúo cambio nuestra percepción acerca de lo que realmente significaban”.
El punto crítico, en ese sentido, fue el concierto que Jakob Dylan ofreció el 12 de octubre de 2015 en el Orpheum Theatre de Los Ángeles . Escoltado por músicos lo suficientemente sucios para sonar como una banda y lo suficientemente versátiles para pasar por sesionistas, recibió a algunas de las grandes voces de su propia generación: Fiona Apple, Beck, Cat Power, Regina Spektor y la adorable Jade Castrinos, ex-cantante de los Magnetic Zeroes. Promediando el show, el propio Slater tomó el micrófono y citó una de las célebres boutades de Warren Zevon: “Si Roger McGuinn solo hubiera tocado las notas iniciales del disco debut de los Byrds y se hubiera muerto, aun así sería la influencia más poderosa del folk rock”. Así, al margen de la vindicación de algunas bandas relegadas como The Turtles, The Monkees o The Association, el repertorio impuso por su propio peso a las cuatro bandas seminales: Beach Boys, The Mamas and the Papas, Buffalo Springfield y The Byrds. Las cuatro patas de esa mesa inestable que es el folk-rock.
La madera sería Bob Dylan.
DOCE CUERDAS
El rebote o repetición de una idea, sentimiento, estilo o evento. Prologado por la intro de “Turn, turn, turn” y ese epígrafe con la definición del eco, la película abre con Petty y Jakob en una tienda de instrumentos. Entre amplificadores vintage, el panel de herramientas del luthier y un debate sobre la correcta pronunciación de la palabra Rickenbaker. Es un intercambio afable, pero su asunto es fundamental. La historia de la Rickenbaker de doce cuerdas es la serie de robos, equívocos y conversaciones transoceánicas que, sostenida entre Liverpool y Los Ángeles, puso la Piedra Roseta del folk rock. De un lado del océano, estaba George Harrison. Del otro, McGuinn.
“The bells of Rhymney” cifra el revés de la trama. Una canción folk sobre una huelga minera que, montada en la melodía de una nursery rhyme, fue rescatada por Pete Seeger, electrificada por los Byrds y releída por los Beatles con el riff de “If I needed someone”. Así, en uno de los grandes momentos de la película, Beck se apropia del tema y le calza como un guante. Su rendición de “The bells of Rhymney” e incluso “Goin’ back” no solo tira la punta de ese ovillo cultural sino que parece revelar, en el mismo movimiento, el núcleo indivisible del adn del autor de “Loser”.
Desparramados en una recoleta casona del valle, Beck, Cat Power, Regina Spektor y el propio Jakob mantienen una charla sobre esos bueyes perdidos. En la mesa ratona, se apilan los discos y simples. A veces, todo suena un poco forzado (el síntoma: Chan obcecada en su legendaria timidez). Pero, llegado un punto de la noche, los cuatro se entregan al mero goce de la compañía y aparecen las preguntas que jalonan el relato. La película, en ese sentido, pivotea aquí y allá y en todas partes. Entre la historia, el concierto, el estudio de grabación y aquella charla. Si bien cada clímax es estrictamente musical, tiene algunas perlas cinematográficas. Por ejemplo, cuando David Crosby cuenta el momento crucial de los Byrds y se detiene para atusar su bigote con un gesto de astucia. “Y entonces apareció Dylan”, dice. Jakob sonríe: “vas a tener que ser más específico”. “¿Qué? –pregunta Crosby- ¿Hay más de uno?”.
Jakob ocupa un lugar indesplazable. Con su porte de varón tierno y una gestualidad minimalista, logra cargarse la película como un profesional. El punto, precisamente, es que no es un significante vacío. Todo lo contrario. Su propio recorrido como songwriter y la electricidad familiar en cada uno de los huesos de su rostro, liberan cotas altísimas de sentido en cada una de las entrevistas. Así, Tom Petty le habla como un tío (“¿Esa guitarra es tuya, Jakob?”) y Michelle Phillips le cuenta sin pelos en la lengua sus aventuras amorosas. No cualquiera, por otro lado, es capaz de tocar una canción de Brian Wilson frente a su autor y no sentirse intimidado cuando lo reta por usar la clave equivocada. “Brian y Marilyn vivían a unas cuadras –le dice Phillips, la cantante de The Mamas and The Papas-. Un día los fui a visitar y todo el living estaba lleno de arena. No había nada más que arena, el piano Steinway y su banqueta. La miré a ella y le pregunté: ‘¿qué está pasando acá?’ Y me respondió: ‘ya sé que es una locura, pero está escribiendo unas canciones buenísimas’. Bueno, Brian estaba haciendo Pet Sounds”.
EL BIG BANG DEL CAÑÓN
Después de su estreno, buena parte de la crítica saltó sobre la yugular. No solo porque en la película no hay referencia alguna al rock ácido de la Costa Oeste (The Doors, Jefferson Airplane, Love, Janis Joplin y Big Brother & The Holding Co. o cualquiera de las bandas que Lenny Kaye escogió para sus Nuggets), sino también porque omite a los grandes solistas. Por lo general, cada vez que se habla del Laurel Canyon Sound se tiende a pensar en la obra de artistas como Jackson Browne, Carole King, el primer Warren Zevon e incluso la postergada Judee Sill. Echo in the canyon, sin embargo, detiene su historia precisamente allí: antes del big bang de los solistas. “La era comienza con la idea colectiva de estos músicos y esta fuerza creativa combinadas para hacer algo más grande –dice Beck Hansen-. Y la era termina cuando el camino se vuelve individual y cada uno sigue buscando su propia vida: su propio destino. Entonces todas estas bandas se separan”.
Joni Mitchell, en ese sentido, es el gran fantasma de la película. Al margen del valor de su obra (cuyo peso específico se mide en su propia escala), la canadiense sublimó el valle con Ladies of the Canyon y propició el nacimiento de Crosby, Stills, Nash & Young. Su ausencia, cabe pensar, es completamente deliberada. Como si acaso Slater hubiera creado su agujero negro: un polo magnético para tirar hacia adelante.
El carácter de Echo in the canyon no es completista ni, por usar un adjetivo spinetteano, museificante. Si bien remite todo el tiempo a la historia, advierte que es importante volver a poner toda esa música en estado de pregunta. Como el trabajo fue hecho antes (el largo camino de cada uno de los invitados), su gesto parece no reportar ningún esfuerzo. Simplemente cantar estas canciones con idéntico rigor y la misma libertad. En un extremo y el otro del abanico anímico, las versiones de “Expecting to fly” con Regina Spektor y “Go where you gonna go” junto a Jade Castrinos son buenos ejemplos. Por un lado, el sabor agridulce del spleen; por el otro, la responsabilidad de la libertad. Regina reabrió el corazón de los Buffalo Springfield y la versión de The Mamas & The Papas tomó tanta relevancia para la película que fue escogida como single e interpretada en el late show de Jimmy Kimmel. Para un repertorio tan condenado al viejazo, ¡nada mejor que un paseo por el prime time!
Luego, en el preciso momento en el que la película comenzaba a hacer su camino, se produjo un acontecimiento astrológico: el estreno de Érase una vez en Hollywood. Ambos films, vistos con cierta perspectiva, funcionan como contrapeso. Aunque el uno se concentra en la industria cinematográfica y el otro en la industria discográfica, sus campos de fuerza se rozan permanentemente y producen una descarga de electricidad. No solo en el soundtrack o cuando Mama Cass Elliot aparece en la fiesta del Club Playboy, sino cada vez que Brad Pitt o Jakob Dylan suben a sus coches y recorren el Sunset Boulevard con el brazo dorándose al sol.
Es un espejo estallado por los reflejos de cuarenta años y una valoración casi opuesta de la contracultura. Los dos protagonistas de Tarantino pertenecen a la generación inmediatamente anterior y escrutan a los hippies con un sentimiento que oscila entre el desprecio y la condescendencia. No hay un solo hippie, señaló un colega, que no quede –en el mejor de los casos- como un perfecto imbécil. El documental, sin embargo, defiende la experiencia de Acuario. Aún manchada con la mierda del ego, las drogas pesadas o la sangre del Clan Manson, Echo in the canyon sostiene estoicamente esa bandera. “El poder la música es innegable –dice Graham Nash, genuinamente emocionado-. Realmente creo que la música puede cambiar al mundo. En pequeñas cosas. Eso… no lo voy a dejar escapar”.