La lectura de Las malas me agarró justo el Día de la Madre. Ese día, cada año, las personas más impensadas, incluso las que más se desvían de la norma, pueden sorprenderte en las redes con algún homenaje: a una maternidad lesbiana o disidente, o a alguna xaternidad. Hacía unos meses nos habían convocado junto a Facundo Soto al stand Orgullo y Prejuicio de la Feria del Libro a hablar de “xaternidades disidentes”. En ese momento advertí que de ninguna manera nos convertiríamos en el show de ningún público cis que estuviera esperando que desnudáramos nuestra intimidad para contar cómo les dijimos a nuestros hijes que somos putos/trans/lesbianas, etc, o “a qué colegio les mandamos para educarlos en la diversidad”. En esa charla comenté que la maternidad femenina para mí implicaba dos cuestiones: para cuerpos con vagina, la necesidad urgente de que el aborto sea legal. Y para las maternidades travestis y trans la necesidad de que la población travesti y trans deje de ser aniquilada por acción u omisión. Y en ambas cosas el Estado era responsable. Este año, el Día de la Madre, volví a recibir la misma pregunta: que qué pienso del tema, siendo un padre trans. Mi respuesta fue: no pienso pronunciar la palabra madre hasta que el aborto no sea legal y dejen de morir personas por aborto clandestino y hasta que dejen de matar a travas y mujeres trans (que forman parte de comunidades en las que se materna comunitariamente). Después de eso, podemos empezar a preguntarnos si “madre” y “padre” son palabras correctas. Falta mucho.
La gente suele pensar que el futuro se puede cambiar a través de la imaginación. Pero la imaginación es abstracta. Para mí lo que cuenta es la experiencia en firme de que una vida feliz es posible. Y para eso la literatura es útil, porque nos acerca escenas en que una vida feliz y diferente a la “normal” puede ser posible. Las malas es un ejemplo de esto. En la tapa de este libro se ve la imagen de dos travestis andando a caballo en una calle de tosca, en un barrio de casas bajas. Tienen blusa, pollera, chatitas. Parece que fueran a una fiesta. La de atrás se asoma. La de adelante se ríe, divertida. Por el movimiento del cuerpo parece que estuvieran andando a caballo por primera vez. Adónde van, no lo sabemos. Simplemente, andan juntas. Así, durante la novela, se cuidarán mutuamente mientras puedan.
Una de las escenas más bellas, que bien podría ocurrir en un barrio como el de la foto, sucede en Navidad, en un barrio como el de la foto de tapa. Las travestis van a la casa de una amiga. Se sienten felices. La mesa es grande. La madre de su amiga les regala pañuelos bordados con sus nombres. Es, en ese momento, madre de todas. Una de ellas muestra su flamante vagina reconstituida. Todas celebran y terminan la noche pidiendo deseos. Al final, Camila, la protagonista, que es trabajadora sexual, se va con un cliente. Luego, mientras desayunan, ella le confiesa que esa noche se ha separado de Dios para siempre. Él responde: “Hiciste bien”. Esa noche, mientras los malos celebran “el nacimiento del hijo de Dios”, (fecha modelo de la maternidad si las hay), Camila se separa de Dios, porque encuentra en el mundo una cobertura que no viene de arriba sino que viene de sus compañeras: las que están en las buenas y en las malas.
En un ambiente urbano hostil, Camila narra la vida de una comunidad de travestis en Córdoba. A medida que avanza la historia, la muerte las va rodeando. El miedo y el dolor se alternan con la ternura y la risa, y también el deseo de ser madres. Una de ellas, la Tía Encarna, adopta un bebé que encuentran en una zanja en el Parque, y lo cuidan entre todas. Y después de que el Parque, su lugar de ronda, es clausurado por la policía y las políticas de persecución y muerte, la comunidad se desmembra. Ya no tiene un espacio para estar juntas. Muchas mueren enfermas, las matan, o se suicidan. Ya no pueden cuidarse.
El comienzo de esta novela, uno de los más bellos y perfectos que he leído, nos mete de lleno en esta idea de espacio compartido. “Es profunda la noche. Hiela sobre el Parque. Árboles muy antiguos, que acaban de perder sus hojas, parecen suplicar al cielo algo indescifrable pero vital para la vegetación. Un grupo de travestis hace su ronda”. Desde el principio, estamos adentro de un ambiente en el que la protagonista, Camila, nos hará conocer las andanzas de las travestis de esa comunidad. Como en la foto de tapa, en que dos travestis van a caballo, esta será una historia de caballería: la historia de un desplazamiento por el espacio público y la batalla colectiva por la vida. Una batalla en la que la picardía quijotesca, el amor y la ternura son ingredientes fundamentales en la vida de esta comunidad que se cuida mutuamente.
La novela también nos da una lección acerca del lenguaje. Creemos que llevamos el lenguaje a nuestros hijxs, como si el lenguaje que “les enseñamos” fuera puro. Sin embargo, el lenguaje fluye con vida propia, nos dice Camila: “Todo puede ser tan hermoso, todo puede ser tan fértil , tan imprevisible, cuesta creer que sea obra de un dios. El lenguaje es mío. Es mi derecho, me corresponde una parte de él. Vino a mí, yo no lo busqué, por lo tanto, es mío. Me lo heredó mi madre, lo despilfarró mi padre. Voy a destruirlo, a enfermarlo, a confundirlo, a incomodarlo, voy a despedazarlo y a hacerlo renacer tantas veces como sean necesarias, un renacimiento por cada cosa bien hecha en este mundo”.
Hubiera querido decir todo esto el Día de la Madre, mientras leía este libro, pero, como dije, preferí no tocar el tema. Por suerte, la buena literatura no tiene agenda. Es bueno poder decirlo en esta ocasión.
I Acevedo nació en Tandil el 9 de abril de 1983. Vive en Buenos Aires. Publicó los libros de cuentos Trilogía canina (los-proyectos, 2015), Jajaja (Mansalva, 2017) y Late un corazón (Rosa Iceberg, 2019); las novelas Una idea genial (Mansalva, 2010) y Quedate conmigo (Editorial Marciana, 2017) y el ensayo Horas robadas al sueño (Eloísa Cartonera, 2018). Este año reeditará Una idea genial en edición cooperativa de La libre y Cruz editorial. Trabaja como editor y profesor de español y literatura.