“Si vas a San Francisco, asegurate de llevar flores en la cabeza”, sonaba el clásico tema de The Mamas & The Papas en San Francisco, donde Beth Elliott cantaba por esos mismos días “Si te gusta la música sexista, la música country es la mejor / Pero si te gusta ser persona / y no sólo un coño-country / entonces te alegrará escuchar que se ha formado el Frente para la liberación de las mujeres en Oklahoma. / Nos llaman “zurdas”, nos llaman “dykes” / Conociendo los bueyes, mejor nos volcamos a Safo y a Marx”.
Era 1971, Beth tenía 21. Había llegado a San Francisco un poco después. Venía de la ultraconservadora Marin, una localidad rural de California, para cantar este tipo de cosas en micrófonos abiertos de sótanos a los que por lo general sólo se accedía con contraseña. Mientras, salía de un placard de doble fondo, como mujer trans y como lesbiana.
¿Cómo llegás al feminismo y al movimiento lgbti?
–Empieza cuando me doy cuenta de quién era y que mi identidad explicaba muchas cosas de mi vida. Era una lesbiana transexual. En el momento de esta salida yo tenía una amiga lesbiana con la que salíamos a buscar y explorábamos el movimiento de la época, que incluía a Las Hijas de Bilitis y no mucho más. Ella me llevó a una fiesta de Las Hijas de Bilitis donde empecé a encontrar un lugar en el grupo como lesbiana trans. Me hacen sentir que “estaba bien” ser quien yo era. Creí que tal vez mi historia pudiera aportarles algo. Si yo había atravesado semejante periplo para descubrirme lesbiana, ellas como mujeres cis la tenían, no sigo que mucho, pero sí un poco más fácil.
El nombre de Beth Elliott aparece en muchos de los libros de la historia del movimiento y los estudiosos relatan casi rutinariamente, como una escena clásica, cómo algunas de las integrantes de Las Hijas de Bilitis –pionera organización lésbica del país–, se arrepintieron de haberla acogido (antes habían votado para ver si le permitía el ingreso siendo trans) y la expulsaron en 1972. Al año siguiente, mientras daba un concierto en una de las mayores convenciones de lesbianas de California, West Coast Lesbian Conference, fue “invitada a bajar” del escenario acusada de “ser un hombre”. Tuvo la oportunidad de hacer pública su propia historia mucho después, en 1996, en su autobiografía Mirrors, cuya primera edición estaba firmada con el pseudónimo Geri Nettick, que se convirtió en un clásico lgbti subterráneo.
¿Qué se extraña de los 70 y qué es lo que no se extraña para nada?
–Todo el movimiento gay era bastante oculto. No existían las posibilidades de encuentro de hoy. Casi no había revistas o libros sobre el tema en las bibliotecas. Había algo llamado “Hippie Switchboard”, una especie de guía de vecinos casera. La hacía una sola persona y se anunciaban desde fiestas hasta niños perdidos. Allí encontré algo de información sobre la movida. Las mujeres trans no estaban en un barrio específico de San Francisco. Encontré una organización que se llamaba The Nacional Transexual Counseling Unit. Ellas me hablaron de un médico que prescribía hormonas. Me hablaron de una clínica en la Universidad de Stanford que trabajaba con el tema. Y un dato poco conocido: resultó ser que si ibas al Departamento de Policía de San Francisco con la nota de un doctor, te daban una suerte de tarjeta de identificación que decía que estabas en un tratamiento médico. Básicamente: no la arresten si la ven vestida de mujer.
Un tip de supervivencia...
–Sí. Suena como un dato pequeño pero tenerlo en esa época podía hacer la diferencia. Luego, fui a ver a este doctor. El decidió que yo era buena candidata para las hormonas. Tenías que postularte. Fui “aceptada” dentro de un programa de la clínica de Stanford. Esto era a principios de los 70. Todavía era un programa experimental. Ahí conocí a más mujeres trans.
¿Y el programa en qué consistía?
–Tenían unas sesiones de preparación: nos “enseñaban” a ser trans, cómo arreglar nuestra ropa, el pelo. Todo esto dicho hoy suena tremendo pero en ese momento era “lo último”. Era uno de los pocos espacios en los que podías socializar con otras. Había una grieta entre las que querían cirugía y las que no. Así, se perfilaban dos grupos. Todavía hoy persiste algo de esa división.
¿Y cómo se llevaba el movimiento lgbti con el hipismo por entonces?
–Para 1975 ya estábamos lejos del auge del hipismo. Yo estaba viviendo en Haight-Ashbury, dentro de San Francisco, cuna de la generación beat, así que hice nuevos amigos, grandes amigos, algunos todavía lo son. Yo andaba mucho con hippies y además de la discriminación por parte de algunas lesbianas también había fricciones con mujeres trans que no entendían cómo se me ocurría ser lesbiana, para ellas que no me gustaran los tipos era como traicionarlas. Trabajé en el campo legal, como una paralegal (la persona que investiga para abogados). Agrandé mi radio de amigos, ya diría que más que hippies, ¡algunos eran yuppies! Me compré una casa con mi compañera. Ya no estamos juntas. Hice amigos hetero en el trabajo. La mayoría de ellos sabían que yo era lesbiana pero muy pocos sabían que también era trans.
En 1973, ocurrió lo de West Coast Lesbian Conference: intentaron expulsarte del concierto donde ibas a tocar. ¿Te parece que el episodio marcó un hito con respecto a cómo se abordaba la transfobia dentro de las organizaciones lésbicas?
–Fue un episodio muy famoso, pero no se puede decir que haya funcionado como bisagra para cambiar nada. Mucho después, en 1992, hubo una gran controversia acerca del Michigan Womyn’s Music Festival. La Nancy Burkholder, que era trans, asistió como público y fue echada en la mitad de la noche. Las mismas mujeres la expulsaron como infiltrada por ser una trans no–operada. El festival era en el medio de la nada. Ese sí fue un hito disparador para el movimiento trans. Poco después Davina Anne Gabriel, una activista de Kansas City emblemática de los 90, creó la publicación Transsisters: The Journal of Transsexual Feminism. Yo escribí allí bastante tiempo. Pero empezaron a aparecer divisiones internas entre algunas trans más tradicionales y otras no–binarias. Estas últimas tenían una postura de mayor apertura hacia el lesbianismo trans. Estos dos bandos no se ponían de acuerdo y Davina decidió dejar de publicar la revista. El debate, que parece increíble hoy, era: si la presencia de mujeres trans no-operadas en espacios femeninos o lésbicos “comprometía la seguridad” de las mujeres cis.
¿Qué cosas persisten de ese viejo separatismo?
–Hay aislamiento, hay mucho antagonismo todavía entre lesbianas cis y lesbianas trans. Muchas lesbianas que dicen todavía: está todo bien con vos mientras tengas un cuerpo femenino, que para ellas es un cuerpo que ha pasado por la cirugía. Entonces, podremos ser amigas y podré pasearme desnuda adelante tuyo. Pero no quieren ni por asomo salir con una mujer trans que no ha pasado por la cirugía. Aun hoy hay algunas que piensan que sólo operándote mostrarás un “verdadero compromiso con ser una mujer”.
¿Cómo vivís este momento político de tu país?
–Tenemos una Corte Suprema de Justicia que hasta ahora y en general venía fallando a favor de la inclusión. Pero con la renovación de la Corte que propone Donald Trump (tiene que designar a un noveno juez), es probable que se nivele hacia el lado conservador de tal modo que ésta empiecen a fallar en contra de muchos derechos. Con esta nueva administración y la Corte renovada es muy probable que empecemos a ir en una línea que diga: sexo es sexo, no identidad sexual y punto. Se esperará entonces, como pasa ya en muchos estados, que si querés que te traten según tu identidad de género, te tengas operar. Creo que uno de los grupos más perjudicados van a ser aquellas personas que se identifiquen como no binarias.
En 2003 Beth Elliott publicó No lo llames “virtual”, una novela de viaje satírica donde relata romances sci-fi entre chicas. Y en 2005 salió a la venta Buried Treasure (“Tesoro enterrado”), un disco que compila casi todo lo que compuso a lo largo de su vida.