Era 1988 y en pleno coletazo de la onda trash ochentosa, hubo un bar, un tanto insolente se animó y recogió la cola de su vestido de gala les para yirar por Barrio Norte. La dirección: Aráoz 2148. Su nombre: Café de Abril. De sopetón, desafió nomenclaturas de ambiente: Incógnito, Bunker, Experiment, Gaysoline, In Vitro. Y dentro del abanico de esos nombres dramáticos muy under se erigió con un nombre que de pub tenía poco y nada. A las chicas que abrían y que llamaremos las regentoras les pintó poner “Café” (eso fue al principio) y “Abril” por ese mes que gusta y es aullido de inconsciente argento que tintenea a lo hippie, quizás “Como esperando abril” de Silvio Rodríguez. Y sí, lo que esperaba el ambiente era un abril, pero así. 

¿Lugares antes? Sí, había, pero eran más para chicos y los de las chicas solían ser bastante más under, sótanos, casas clandestinas. Uno popular de minas era El Patio, me cuenta Mariela, asidua del Patio y una de las dos que sostuvo el Café durante sus 6 años. Que de repente existiera un lugar como el Café de Abril con una pareja de tortas al frente significó una salida de esos nombres que abogaban por lo subterráneo. El Café se instaló señorial en una casona. Convocó con una fachada al mejor estilo franchute, puerta altísima y de entrada vidriada, adornada con dos ventanas larguiruchas con un petit enrejado. Unas cortinas, apenas, hacían de velo seductor, coqueteando con les transeúntes a ventanas y puertas abiertas. Adentro: pura luz, iluminación por doquier. Darkness au revoir. 

Abril se hizo previa obligada. Mariela cuenta que todo empezó cuando las chicas de El Patio, cansadas de hacer joda casera, les pidieron usar el bar para cachengue torta. Y donde al principio iba casi nadie, se sumaron las tortas, luego putos, luego trans, luego heteroflexible, al final ¡todes! Lo que menos se servía en Abril era el café. Miguel, uno de los mozos que hizo moonwalk en el lugar, cuenta el andar de su bandeja: “vos llevabas de todo, a full todo el tiempo, ¿lo más interesante? Los tragos que se regalaban de mesa a mesa”. ¿Música? Claro, ¡y a fonola! Gusto individual al servicio del placer multi-auditivo: de los 70 al comienzo de los 90. En vivo también, Sandra, habitué del lugar, chusmetea que una de las chicas a cargo tenía un banda llamada Cirrosis, que acaramelaba las medianoches a pura bossa nova mientras también pasareleó por esas tablas Guillermo Cides, primer y talentoso músico de Stick en el país.

“Abierto para el que olfateara otra onda”, me tira entre sorbo y sorbo. Mariela reconstruyendo ambiente. De repente, saca algo de su mochila algo ensobretado, abro: ¡son fotos del café! De primera, cuerpos emperifollados, de camisas estalladas de flores, de mangas infladas, pantalones pinzados y el look estrella: ¡el enterito de jean! Acompañaba el pelo a volumen cien por ciento, onda savage, post brushing, con flequillos partidos en dos. Están también unos custodios, Juan y Mario, que chiflaban al toque cuando andaba cerca la cana. Seguía entonces, en democracia, el gatillo fácil y que un tanto heroicas escondían a cualquiera que se encontrara sin documento o pasado en el VIP (léase el depósito), y que sin aflojarles coima, esperaban que los canas se esfumaran.

¿Cuándo cerraban? A eso de las 2. Algunos se iban a Búnker. Para los que se quedaran, trancaban puertas y el lugar se volvía más íntimo hasta que se largaba un “mis querides, ha llegado la hora del reposo y el recogimiento”. Lo que podía significar cuenta Sandra elastizar la joda para la casa de Mariela y su novia hasta el otro día incluido, claro.

Mariela, Sandra y Miguel entre medialunas y churros me siguen hechizando la oreja con el tema picantón: el levante. Me hablan de cartitas de amor, de los tragos que pirueteaban las mesas, de las delicias de choques, de primerizas miradas desvergonzadas, de una estela de erotismo a flor de piel que habitaba el bar, autorizado, a la vista. 

Busco hoy ese lugar que nació en 88 y naufragó en el 94. Observo la fachada conservada, las ventanas hechas vidriera y un cartel anaranjado que chillonea, sorpresa: un Carrefour Express. Recorro las góndolas, me detengo en detalles, en objetos: petacas, globos, una tira de Rhodesia, que en vano se me hacen atemporales. Del fondo, del depósito me sorprenden, sale alguien, miro fijo y la repositora devuelve la mirada y me arremanga un “¿buscabas algo?”. Arremeto que sí. Salgo con la Rhodesia bajo el brazo y pienso dónde, e imagino un café, dos, tres, mil jardines lilithescos por todo Buenos Aires. Al final  cabo, ¿por qué no?