Desde Mar del Plata
Los dos largometrajes presentados el miércoles y el jueves en la Competencia Internacional marplatense no podrían ser más opuestos en sus intenciones, registros y ambiciones. Vitalina Varela, la nueva creación del portugués Pedro Costa –ganadora hace algunos meses del Leopardo de Oro en el Festival de Locarno–, no parece compartir demasiado con la más reciente comedia del actor y realizador estadounidense de origen turco Onur Tukel, Black Magic for White Boys. ¿O acaso haya que dejar de lado el concepto de oposición y entenderlas como opciones complementarias?
Cuando Vitalina Varela baja del avión que la trajo de Cabo Verde hacia Lisboa para enterrar a su marido, las empleadas del aeropuerto le anticipan que ha llegado demasiado tarde. El aviso viene acompañado de una advertencia: lo mejor sería que regrese, allí ya no hay nada para ella. En esa breve escena y aquellas que abren la película, Costa anticipa las rigurosas formas que nunca abandonará a lo largo de dos horas, con la excepción de un final literalmente luminoso: el único momento en el cual la luz del día bañará a los personajes. En Vitalina…, el realizador portugués continúa ahondando en la búsqueda iniciada hace más de dos décadas con Ossos –esto es, en la descripción de la vida en el barrio marginal de Fontaínhas, en las afueras de la capital lusa– y que encontraría en No Quarto da Vanda un corte radical con las formas más establecidas de la narración cinematográfica y con su propio cine previo. Merced a sus imágenes y diálogos tan concretos como abstractos, muchos imaginaron que la anterior Cavalo Dinheiro era el límite autoimpuesto de esa pesquisa estética, pero esta nueva incursión en los dolores y soledades de los inmigrantes caboverdianos, marcada por un evidente artificio audiovisual –que incluye el uso de fondos por efecto chroma– encuentra nuevas posibilidades y bellezas en la más profunda de las oscuridades.
Fontaínhas como se la conocía ya no existe (fue destruida por la planificación urbana hace años), pero su fantasma es reconstruido en locaciones e incluso en un estudio en un film que le debe mucho –aunque de maneras nunca frontales– al cine fantástico: los personajes caminan cabizbajos, hablando en un tono muchas veces neutral, como si se tratara de zombis en busca de algo inasible que perdieron en vida. La protagonista comienza a formar parte del grupo de habitantes de la empobrecida ciudad y la relación con alguno de los colegas y amigos de su difunto marido –quien supo abandonarla muchos años antes para iniciar una nueva vida en Europa– termina enlazando su existencia con un sacerdote que parece haber perdido su fe. Hasta aquí, lo que podría definirse como trama en una película que desea y logra ir más allá de la anécdota narrativa: con ayuda del director de fotografía Leonardo Simões, en un formato de pantalla clásico e imágenes digitales de alto contraste y una definición asombrosa, sumadas a una dirección actoral tan precisa como el bisturí de un cirujano, Costa logra que cada uno de los planos convoque al mismo tiempo el asombro, la empatía y el misterio. Vitalina Varela es un ejercicio expresionista que demanda mucho del espectador y, a cambio de esa paciencia y concentración, le devuelve la posibilidad de que el cine sea un poco (bastante) más que contar bien una buena historia.
Oscar, el protagonista de Black Magic for White Boys (interpretado por el realizador Onur Tukel, autor de las recientes Catfight y The Misogynists), comienza una relación con una mujer durante una visita a un pequeño teatro dedicado a la prestidigitación. Su dueño, un mago profesional cansado de recurrir a los más viejos trucos del oficio (Ronald Guttman), decide echar mano a un libro de hechizos y activar su vida personal y profesional con la más real de las magias. La desaparición y reaparición de personas se transforma en un hecho concreto; en pantalla, el momento mágico está logrado con la misma técnica utilizada por Georges Méliès hace más de cien años. Al mismo tiempo, la novia de Oscar, un slacker empedernido sin ninguna intención de dejar de serlo, queda embarazada, punto de partida para una comedia de situaciones y personajes que le debe tanto al humor de un Woody Allen como a ciertas sagas televisivas contemporáneas centradas en la vida de hombres y mujeres de la gran ciudad, sus encuentros y desencuentros. De hecho, Black Magic… comenzó como un proyecto de serie de tevé y esa estructura algo episódica parece haberse trasladado en parte al producto final. Los mejores momentos de la película enlazan cierta ligereza con la posibilidad de un absurdo casi surrealista y los personajes secundarios –una asistente físicamente parecida a Barbra Streisand, un dealer de pastillas legales con efectos asombrosos, un muchacho enojado con el mundo y un joven enano– logran transformar la película en un ejercicio de comedia existencialista indie moderadamente logrado y usualmente disfrutable.
En la sección competitiva dedicada al cine latinoamericano se presentó la brasileña Um filme de verão, ópera prima en el terreno del largometraje de Jo Serfaty. La realizadora escribe en el catálogo que la historia retrata “las vacaciones de cuatro adolescentes afectados por la crisis y el estado de precariedad en Brasil”, pero su película nunca roza esa estetización de la miseria aborrecida por Glauber Rocha y que, sin embargo, el cine del país vecino muchas veces insiste en explotar en sus producciones audiovisuales. Aquí hay una chica de barrios bajos fanática del j-pop (en realidad, de todo lo japonés), un muchacho amante de The Smiths, otro joven que reconvierte las prácticas religiosas bantúes (la famosa macumba) por una descubierta pasión cristiana y otros personajes principales y secundarios que terminan dándole forma a un tapiz humano tan rico como alejado de los estereotipos, tanto los sociales como los cinematográficos. Adhiriendo a los preceptos del doc-fic –utilizando como material de base la realidad para, desde allí, construir una ficción probable–, Serfaty registra batallas de gallos callejeras y reuniones de centros de estudiantes secundarios como telón de fondo para cuatro relatos de crecimiento entrelazados, dejándole espacio a un sorprendente videoclip “a la japonesa”. Contra las fórmulas, Um filme de verão confía plenamente en sus actores/personas y ofrece una mirada sobre el mundo que, contra todo pronóstico, sólo puede ser descripta como esperanzada.
*Vitalina Varela se exhibe hoy a las 15 horas en Auditorium.