Monseñor nos ofrece lo de siempre; su menú a la carta. Ahi pueden revisitarse sus platos discursivos clásicos: la naturaleza ofendida, la ideología de género, la homosexualidad, la familia cristiana, el aborto, las tradiciones. Y las modas, que son arañas del apocalipsis, porque tejen un enfrentamiento entre Dios y el mundo. Cada tanto busca la ocasión para no perder vigencia en el varieté clerical y nos engrampa con una diatriba que, a esta altura, le debe más a los programas de humor que a la exégesis teológica. Uno siempre espera que se publique alguna columna suya en Infocatólica, para darle cuerda al muñeco. Su lenguaje recuerda al Séneca escandalizado, al articulista decimonónico y al gordito de gafas que corrió a cambiarse los lentes.

Así, conmueve por un rato a los medios masivos que reproducen la regañina-¡tarea cumplida!- justo la semana después de la Marcha del Orgullo. Sabe elegir los enemigos del momento, porque castiga a dos productos televisivos de alto consumo: Tinelli -”el engendro”- y Ángel de Brito,”el demonio de las mañanas”. Debería competir con Jorge Asís por los apelativos más ingeniosos.

Pero sus obsesiones seguramente no terminen en esa arena de comadreo y ficciones verdaderas. Imagino a Monseñor en una canapé mandándose el scon mientras, analista culposo de las costumbres, se entretiene con la novela en la que el clásico romance entre un él y un ella encuentra otra manera de narrarse, fuera de “la bipolaridad de varón y mujer”, porque incorpora la potencia trans. Y, tras cartón, sin anunciarlo taxativamente, interviene en el debate sobre la publicidad de Sprite, la “propaganda gay es apabullante”, en la que la familia modelo no es necesariamente el modelo de Aguer ni el de la difunta Lita de Lázzari, sino el que va incluyendo el mercado en su afán por diseminarse y cautivar (la moda televisiva convertida en enemiga del sentir bíblico, mientras que el Génesis se convierte en moda neopentecostal). Hasta el partido de gobierno se dejó tentar con la franja de colores del arcoiris, se queja.

Todo aquello junto, esto y lo otro, porque Aguer es clásico en su manera de expresarse y barroco en los contenidos que expresa. Sus laberintos mentales, sus asociaciones teologales, sus hallazgos de tesoros de la perversión son síntoma de un cierto goce en espiar por las cerraduras de la sexualidad. ¿Quién de nosotres no es silencioso partenaire y portador de alguna perversión, alguna “impudicia”, según la íntima historia del sujeto; quién de nosotres no ha sido por un instante, sin enterarnos, objeto de disciplina de Monseñor, que nos ha puesto frente a su púlpito sin nuestro consentimiento, en plena desnudez, para recorrernos con mirada inquisitorial y el fuste del Amo, y de inmediato guardar cada manifestación non santa en su archivo de los males del mundo.

Lector de Simone de Beauvoir (al enemigo hay que conocerlo) advierte contra la autonomía del cuerpo y la revolución sexual, cuyo desenlace es la “ideología del género”, ese concepto de alta confección de la derecha religiosa, perteneciente al género del Terror. A Aguer le gustan las novedades; al entrar a la tienda de las teorías sabrá revisar en la pila de “lo que se lleva” en la temporada sexual. No quiere pasar por un curita de pueblo confundido ni por propulsor de la eugenisia, como agún antecesor suyo, promoviendo la expulsión de los réprobos a alguna isla conceptual.

Monseñor -nobleza obliga- me enseño términos en boga de prácticas sexuales, lo digo sin pudor y eso que me considero medianamente informado. Antes de una de sus célebres intervenciones, yo desconocía el término petting, que, como ya muchos sabrán, es algo así como franeleo extremo, todo lo que se puede hacer entre dos cuerpos salvo la penetración. Se lo agradezco. Pero estos días ha redoblado la apuesta de especialista en sexualidad radical y nos ha metido el puño en el medio. El fisting, sí, esa práctica cara a los leather, en el que el ano se deja seducir por el puño ...y, dice Aguer, “por delicadeza me abstengo de explicar en qué consiste”.

El amor verdadero no es atributo de los homosexuales, según Aguer. Ni de los varones trans que esperan el parto (“irrisoria confusión”). Para él nuestra afectividad es meramente física, sin transcendencia. Como alguna vez recordaba asombrado Néstor Perlongher, el discurso heterosexista nos destina el deseo, como marca singular. Incluso el discurso más candidamente libertario. Nada menos que el deseo. “Dejérmosle a ellos su deseo”. Bienvenido sea.

 

Por último, le aconsejaría a Tinelli no cifrar la respuesta en el lugar común de los “curas pedófilos”. Eso, por contraste, deja bien parados a los “curas castos”, y no es el caso. No se trata de sacar a luz un combate de moralidades, sino de tomar el rumbo inquebrantale del humor. De Aguer hay que reírse, como proponia el Marqués de Sade de los oscurantistas de su época. Nada puede ser más extremo. Ni siquiera el puño.