Mi nombre es… Bueno, no importa eso. Lo importante, lo que desde hace unos años se ha convertido en mi carta de presentación es mi tullidez: cuando empezó a notarse que era discapacitada mi nombre y cualquier otra singularidad quedó eclipsada por el de esa otra identidad que aparentemente me iguala al resto de las personas que pertenecen al grupo de seres humanos mal terminados…
LA MALA TERMINACION
Porque el discapacitado es eso, ¿o no? Es como una persona pero mal terminada. Algo nos falta para ser completos, para ser normales. La discapacidad se percibe como una carencia, como una falta. Hace un tiempo, una mujer que no me conocía juzgó necesario decirme: “todos somos discapacitados” para darme aliento en alguna situación que la tipa no pudo entender. Ante ese comentario no pude más que decirle “Sí, claro, pero a mí se me nota”. Porque ahí está la cuestión: tengo un certificado de discapacidad desde el 2009 pero quienes me veían dejaron de tener sospechas acerca de mi legitimidad como tullida cuando empecé a usar el primer bastón.
Y a partir de mi ingreso oficial en el maravillo mundo del discapacitado (y uso el masculino adrede) un sinfín de situaciones nunca antes experimentadas, comenzaron a suceder (altercados en los colectivos porque me querían obligar a sentarme en los asientos de adelante reservados para gente como yo y viejes, y embarazades, por ejemplo).
Al empezar a usar la silla de ruedas, todo se exacerbó, por supuesto. Porque aparentemente, si usás silla es porque no podés más de tullida, estás zarpada de discapacidad.
Con mi diagnóstico (esclerosis múltiple) te puede pasar de todo. Se ve afectado el sistema nervioso central. Es decir… todo, realmente todo, puede fallar. Sin embargo, el peor destino parece ser la silla de ruedas. Y no sé si es lo peor (apenas puedo estar en el mundo habitando mi subjetividad así que me declaro incapaz a la hora de generalizar) pero cuando usás silla y tenés que andar por la calle, la aventura puede ser una verdadera odisea. Rampas mal hechas, o inexistentes, pozos, veredas inclinadas, colectivos que deberían estar adaptados, que incluso tienen espacio para la silla una vez que subís, pero a los que es imposible subir a menos que, entre tus capacidades especiales, cuentes con la que te permite volar.
Y realmente creo que casi nada está adaptado para personas con movilidad reducida no por desidia o desinterés. Creo que lo mejor que le puede pasar a una persona sin diagnóstico discapacitante, es decir una persona que se percibe como “normal”, es no ver tullidos dando vueltas por ahí, yendo a los mismos lugares que ellas.
NO SE MIRA NO SE TOCA
El cuerpo discapacitado causa desconcierto: casi nadie sabe qué hacer con un tullido.Tampoco se sabe qué hacer con les viejes… entonces, para sacar de circulación a esa caterva de indeseables, se hace como si se tuvieran en cuenta, pero ese “como si” nunca llega a concretarse.
He ido al teatro Cervantes, por ejemplo, y hay baños adaptados y algunas otras cuestiones que lo convierten en tullifriendly. El tema es que, para ingresar al edificio, hay que sortear una rampa que no es accesible para una persona que usa silla de ruedas y quiere manejarse sola. Con la inclinación que tiene esa rampa, si intentara subirla sola probablemente llegaría hasta la mitad y saldría rodando hasta el medio de la calle Libertad donde un colectivo de la línea 39 se encargaría de destruir lo que aún me queda funcionando más o menos bien.
Hacer una rampa, sin que importe cómo debe hacerse, es otra forma de decir “te re tenemos en cuenta, tullido, pero si querés venir a este lugar, obviamente no te va a resultar fácil”.
TODO EN UNO
Como dije antes o no, pero necesito mantener cierta coherencia discursiva, tener una discapacidad implica tenerlas todas, entones la confusión es mayor. Por ejemplo: aparentemente, escapa a la lógica de mucha gente que yo no pueda caminar pero sí ser elocuente al hablar o hacer un chiste de vez en cuando. Entra en acción todo el tiempo el supuesto de que la discapacidad actúa como totalizadora. Si sos tullido, perdiste la oportunidad de ser cualquier otra cosa. Y todes les tullides somos iguales, es decir, imbéciles…
Un señor dueño de un local al que suelo ir sintió la imperiosa necesidad de decirme que él tenía un hijo que también era discapacitado. Seguramente quiso que yo no me sintiera sola en el mundo, o quiso confirmarme que me seguiría hablando porque ya conocía a uno de mi misma especie.
Le pregunté qué tenía su hijo (qué le faltaba tendría que haberle preguntado). Es sordomudo, respondió. Juro que me moría de ganas de preguntarle qué tengo que ver yo con una persona sordomuda. Lo que tengo en común con su hijo sordomudo es el certificado de discapacidad, ese boleto de ida sin regreso que te expulsa del parnaso de la superioridad moral en el que sólo pueden estar les capacitades, les normales. Y estuve la mayor parte de mi vida ahí dado que no nací tullida sino que llegué a serlo.
¿QUEDAR EN SILLA DE RUEDAS O ANDAR EN SILLA DE RUEDAS?
He afirmado que, al parecer, lo peor que puede pasarte si tenés un diagnóstico médico que te adjudica una patología desmielinizante es quedar en silla de ruedas. Aclaro dos cuestiones al respecto: una, la mielina vendría a ser la sustancia que permite que los impulsos nerviosos circulen libremente entre el cerebro y la médula, y el resto del cuerpo. Cuando esa sustancia se degrada la comunicación se vuelve más lenta o desaparece. Entonces, mirás fijo el dedo gordo de tu pie (como Uma Thurman en Kill Bill cuando sale del coma) pero, a diferencia de ella, la orden no llega y te quedás sin poder moverlo. Parece una imbecilidad, pero si sabés que ese es sólo el comienzo, te angustia un poco el bendito dedo. La segunda cuestión a aclarar se refiere a la expresión “quedar en silla de ruedas”… Quedar, permanecer, yacer, morir… Palabras que funcionan como sinónimos y no lo son. Yo uso la silla de ruedas para moverme, no me quedo quieta en un rincón haciendo fotosíntesis esperando que alguien me reempuje o me riegue. Es más, si alguien a quien no le pido que lo haga, decide reempujarme, me surge el deseo (casi siempre censurado) de insultar minuciosamente a esa persona que quiere hacer la buena acción del día y decide que correrme como si fuera un mueble está bien. No lo hagan. Por su bien se los digo. Pregunten antes de hacer. En serio. La silla tiene partes que puedo sacar y usar como armas.
Aclarado esto, continúo: cuando un neurólogo me dijo cómo funcionaba la enfermedad que yo tenía (en el discurso médico se les sigue llamando “enfermedades” a condiciones que no tienen cura) y me informó muy escuetamente, por cierto (en el discurso médico por lo general no abundan datos ni precisiones. Total, el paciente no necesita información para decidir, sino órdenes claras que acatar) qué consecuencias podría tener, recuerdo que le dije “Ah! Listo, que el cuerpo me lo dinamite, pero que la cabeza no me la toque”. Recordar esa frase logró que empezara a hacerme algunas preguntas y comencé análisis tiempo después. ¿Cómo llegué a separar cuerpo y mente? ¿Cómo se me infiltró esa idea si no soy católica, si el único contacto serio con esa religión lo tuve a mis 4 meses de vida cuando un señor me bautizó? ¿En El banquete de Platón hay algo de eso? ¿Quién se hace responsable, eh? ¿La religión o la filosofía? ¿Quién me dividió? En fin…
Estoy segura de que si preguntara a quién le gustaría ser discapacitade nadie alzaría su mano para anotarse. Les discapacitades ( y les viejes que son como discapacitades pero “naturales”) representamos lo abyecto, lo despreciable, lo que nadie quiere ser. Suponiendo que alguien se atreviera a desear la discapacidad, hay otra pregunta aún más incómoda que podría formular y es la siguiente: ¿preferirías una discapacidad motriz o cognitiva?
Cuando supe el diagnóstico que la medicina tenía reservado para mí, yo me espanté ante la idea de perder alguna función cognitiva. Porque, y vuelvo a la idea de usar una silla de ruedas como el peor destino, para mí había algo que superaba en espanto a cualquier dificultad física y eran los problemas cognitivos que cualquier condición degenerativa del sistema nervioso central puede ocasionar.
Todavía me da miedo susto terror esa posibilidad pero algo aprendí al respecto. Creía (y creo que todavía lo sigo creyendo, no pretendo sacar chapa de tullida superada) que si dejaba de poder razonar, si dejaba de entender, si perdía la memoria, etcétera, entonces ese conglomerado de estupideces al que defino como YO se perdería irremediablemente. Y creía que ese era el peor infierno… sólo para desmentirme y dejarme en ridículo, este cuerpo que he negado pero que también soy (porque somos cuerpo, no es que tenemos un cuerpo como se tiene una licuadora, ¿eh?) se me empezó a desarreglar lenta pero inexorablemente. Y cada vez que me caigo y tengo que hacer proezas para levantarme, me pregunto de qué me sirve, por ejemplo, tener buena memoria. He comprobado que es inútil recordar canciones de Serrat a la perfección, por ejemplo, y cantarlas a viva voz cuando estoy tirada en el piso. Quizá tendría que actualizar mi repertorio musical, lo sé. Pero sospecho que igualmente no podré levantarme. Claramente, yo no estoy en condiciones de decidir qué es lo menos deseable. Creo que nadie podría.
Por suerte, me he cruzado con personas que me dijeron a modo de consuelo “Bueno, pero la cabeza te funciona así que… Miralo a Stephen Hawking”. Esa frase la oí muchas veces cuando él aún estaba vivo. Luego de su muerte, nadie encontró aún con qué personaje darme aliento…
La pregunta que me surgió pensando esto es: ¿si mis funciones cognitivas empiezan a desaparecer podré seguir vinculándome con el resto de las personas, con el exterior? No lo sé con certeza, y sin certeza, tampoco.
Lo que sí sé es que hace unos años algo aprendí de Clara, una nena que en ese momento tenía 9 años. Clara nació tullida, no recuerdo con qué diagnóstico. No puede hablar, no ve mucho, tiene malformaciones (porque los seres humanos, si no encajamos en las buenas formas estamos mal formados, claro…) y me generaba rechazo. Entonces, me pregunté qué era lo que Clara representaba para mí, qué era lo que yo rechazaba de ella, qué era lo que yo no podía entender y qué me pasaba a mí que me había convertido en ese ser tan despreciable. Porque yo sabía que había algo realmente espantoso en mí, Clara no era la del problema.
Finalmente, un día entendí: en Clara yo no veía humanidad, ¿cómo podía ser humana si no tenía las herramientas que yo tengo para vincularse? Por algo puntual que sucedió, pude comprobar que Clara sí puede vincularse con quienes están a su alrededor y habita otros universos distintos seguramente a los que puedo habitar yo. Universos distintos y no por eso degradados, peores, terribles. Todo esto se lo comenté en su momento a Alejandra, la madre de Clara, y le dije que tenía mucho para agradecerle a la pibita.
Lo que aprendí de Clara, gracias a su presencia, no lo hubiera podido aprender de otra forma. No supe qué hacer frente a Clara (porque también he sido una tullida que no sabía qué hacer frente a otros tullidos… esa incomodidad no es sólo patrimonio de les “normales”) hasta que entendí que la forma en la que nos podríamos vincular la dispondría ella. Clara no hablaba pero escuchaba mi voz y sonreía. Entonces, cada vez que eso pasaba, yo me alegraba de que pudiéramos coincidir y compartir un universo en común. Yo era alguien para Clara, y Clara era alguien para mí. Hay una canción que cantaba la Negra Sosa (y sigo refiriéndome a música que delata que soy una señorona mayor) que dice “no quiero más de lo que puedas dar”.
Si cada vez que nos encontramos con otres (sobre todo si son tullides) nos detuviéramos a esperar con qué cartas puede o quiere jugar esa persona en vez de imponer nuestro juego, probablemente todo seguirá siendo la misma porquería, pero por lo menos podremos sacarnos una selfie abrazando al discapacitade y eso garpa un montón en las redes sociales.
Y tengan siempre presente que detrás de una persona discapacitada, siempre existe la posibilidad de encontrar a una vicepresidenta. Nunca se fíen. Ni la discapacidad, ni la vejez ni la muerte nos convierten mágicamente en bellas personas.
NO ME INCLUYAN, RECIEN TIRE
Ahora sería un bien momento para hablar de la inclusión, por ejemplo. Sería un buen momento si no fuera porque cada vez que escucho la palabra inclusión se me suicida una neurona. ¿Adónde me quieren incluir? ¿Alguien me preguntó si quiero ser incluida? ¿No suena prepotente, autoritario, decirle a alguien “yo te incluyo así que vení”? Además, el gesto inclusivo, habla muy bien de quien lo ejerce, ¿verdad? No me anuncies que estás haciendo una actividad “inclusiva”. Mejor, hacé que el lugar donde realizás esa actividad sea accesible para cualquier persona y ya.
Si todos los espacios fueran accesibles, si la discapacidad (como decía Stella Young) fuera la norma y no la excepción el discurso de la inclusión perdería relevancia. Pero como es de vital importancia para quienes se consideran normales tener herramientas que les permitan dejar clara la diferencia entre lo que se considera sano y enfermo, capaz y no – capaz, válido e inválido ese discurso sospecho que seguirá vigente.
¿Y por qué es de vital importancia mantener esa división? Porque nadie quiere ser percibido como discapacitado dado que eso implica que vas a ser valorado negativamente. La discapacidad aparentemente rebaja tu valor como persona. Ahora no se usa tanto porque no es políticamente correcto pero el término minusválido indica que quien es designado así tiene menos valor. Obviamente, menos valor sobre todo dentro de una lógica de producción capitalista: si estás tullida y no podés trabajar, tenés menos valor porque no producís y encima, le generás gastos a la sociedad a la que pertenecés. Ser discapacitada es incómodo, inconveniente no sólo por eso sino también porque el cuerpo percibido como discapacitado está ahí, mostrando lo vulnerable que puede ser la vida humana.
Cuando alguien me pregunta qué me pasó (incluso antes de preguntarme cómo me llamo) al oír la respuesta suelen poner cara de espanto y hacen un gesto que supongo esconde el deseo de darme el pésame. No elegí (al menos no lo hice conciente) tener esclerosis múltiple. Y quizá, si hubiera podido, hubiera elegido no tener esta condición.
Pero debo decir que, entre otras cuestiones que puedo considerar como potencias que esta condición auspició, el hecho de no trabajar y cobrar un retiro por invalidez me ha salvado de la picadora de carne humana que es el sistema capitalista. Si mañana me despertara sin ningún problema físico, me revocaran mi certificado de discapacidad y ya no tuviera excusas para huir del trabajo formal, sospecho que me suicidaría.
Y no exagero. Además, aclaro, no tengo ningún problema con la idea del suicidio. Los estoicos, en la Grecia Antigua (y decir “en la Grecia antigua” es una forma de dar por cierto que todes sabemos a qué período histórico me refiero aunque al menos yo no tengo idea), sostenían que el suicidio era el último acto de soberanía que una persona podía ejercer sobre su vida. Igual, se contemplaba el suicidio de esta forma bajo determinadas condiciones. Pero no voy a explicar nada más porque prefiero que usen wikipedia antes que seguir y sumarme con honores a la legión de imbéciles que hablan sin saber.
SUGERENCIAS PARA TRATAR CON QUIEN NO CONOCEN
Porque, cosa rara, cuando no tengo certezas respecto a algún tema, elijo no pronunciarme. Y eso es algo que sugiero que pongan en práctica; callarse si no saben y preguntar en caso de que quieran aprender. Y con esto vuelvo a una afirmación que hice antes: nadie sabe qué hacer con un tullido. Entonces, como nadie sabe pero suponen que deben hacer algo, actúan dando por cierto que la persona tullida todo el tiempo NECESITA AYUDA. Muchas veces, en mi caso, es así, pero si en vez de preguntarme si necesito esa ayuda para actuar en consecuencia directamente me la imponen, es humillante.
Cuando usaba los dos bastones canadienses viajaba en colectivo y había desarrollado una técnica para bajar. Cuando lo hacía por la puerta delantera, por lo general alguien estaba esperando ascender. En cuanto esa persona me veía, era común que –con el afán de ayudarme- me agarrara de un brazo. El hecho de que me inmovilizara un brazo (que todavía me funciona) me provocaba mayor inestabilidad: solía neutralizar esa colaboración (a veces con amabilidad, a veces con fastidio) diciendo que los brazos me andaban bien, lo que no me funcionaban eran las piernas.
Recuerdo también que en más de una oportunidad, al subir a un colectivo (para lo cual también tenía una técnica segura) alguien juzgara como una buena acción poner sus manos en mi espalda para empujarme. Siempre traté de controlar mi indignación y a lo sumo decía “gracias, pero no me toque”. Recuerdo a una amiga diciéndome “bueno, pero no te enojes, la gente te quiere ayudar”. Si realmente quieren ayudar a alguien, pregunten qué ayuda necesita esa persona. De lo contrario, repito: no es ayuda sino humillación. Si están haciendo la fila en un Rapipago, por ejemplo, e ingresa una persona a la que consideran discapacitada, pregúntele si quiere evitar la espera y pasar antes. He armado algún revuelo en un lugar al que solía ir a pagar cuando un señor por poco me faja para que pase antes que el resto. La frase que usó este ejemplar perteneciente al ejército de la buena conciencia fue “es tu derecho”. Le dije que podía esperar y que lo iba a hacer. Por suerte, una tipa que trabajaba ahí y que me conocía dijo “no le insistan porque se pone violenta”.
La siguiente vez que alguien me quiso obligar a hacer algo que no quería invocando mi derecho respondí “es mi derecho, pero no mi obligación así que espero”. Sé que esta actitud no es la más habitual. Una de mis frases célebres que funciona casi como máxima es “el discapacitado se abusa”. He visto mucho tullido asumiendo con total naturalidad su rol de víctima discapacitada, merecedora no ya de respeto sino de lástima y condescendencia. Y creo que también, debido a esos tullidos que piensan que son superiores porque “han sufrido más”, hay quienes tienen esa actitud ante cualquiera que sea “sospechado de discapacidad”.
Nadie es mejor por haber pasado situaciones terribles dado que podés pasar por un infierno y, si sos idiota, saldrás de ese infierno chamuscado pero con la idiotez intacta. Y les advierto algo: si acaso están pensando “uy, qué grosa esta tipa, qué bien se ha tomado el hecho de tener una patología progresiva que la destruirá lentamente” sepan que esta versión de mí es sólo eso, una versión.
Las reflexiones de Yo, Tullida continuarán la semana que viene. Viernes próximo, rampa mediante, nos vemos en SOY...