“Buenos Aires es una ciudad en la que fui feliz. Desde la primera vez que llegué, hace más de cincuenta años, la sentí como un traje a medida, por su música, sus escritores, su aire cosmopolita. Me sentí muy identificado con eso”, dice Enrico Rava al comenzar la charla con Página/12. El trompetista italiano, figura fundamental del jazz europeo de las últimas décadas, regresa a la ciudad que le dio amor, amigos y música, para celebrar sus 80 años. Lo hará con los auspicios del Instituto Italiano de Cultura y la Embajada de Italia en Argentina en el marco del Buenos Aires Jazz 19. Rava, al frente de su sexteto, actuará este sábado en el auditorio de la Usina del arte (Agustín R. Caffarena 1).
Un rosario de nombres, músicas y situaciones ubican el relato de Rava en 1966, el año en que llegó por primera vez a Buenos Aires con el cuarteto del saxofonista Steve Lacy. “Aquello era una locura, la creatividad que se respiraba en la ciudad era desbordante. Nosotros tocamos en varios lugares, uno de ellos fue un club que se llamaba Gotán. Ahí estuvimos varias noches seguidas. Hacíamos la primera parte y Piazzolla con el quinteto la segunda. Yo sabía algo de Piazzolla, que todavía no era conocido en Italia, por lo que allá me había contado Gato Barbieri, pero no tenía sus discos. Cuando lo escuché quedé conmovido”, cuenta Rava, que de pronto baja la voz. “¿Sabés? Para mí no es fácil volver a Buenos Aires. Desde aquel primer viaje y los que siguieron hice amigos entrañables, muchos de ellos ya no están. Ese es el problema de ser viejo”, agrega después de un silencio.
Aunque la animada melena y el bigote abundante estén blancos, resulta difícil relacionar a Rava con la vejez. Su música, como su imagen, a lo largo de años cambió color pero la sustancia vital y el sentido de la sorpresa se mantienen. Sin ir más lejos, en Roma, el disco publicado hace semanas por el sello ECM que recoge un registro en vivo de hace una año junto al saxofonista Joe Lovano, su trompeta muestra el lirismo tenso y el sonido bruñido de quien pareciera haber encontrado el secreto de la juventud eterna. “Es que por el living de mi casa pasa un río en cuyas aguas sagradas me sumerjo todos los días”, bromea Rava y agrega: “No, nunca hubo secreto y ya no hay juventud. No me siento joven para nada. Es más, hay días en los que me siento diez años más viejo de lo que soy. Justo hoy me duele una pierna y camino con dificultad, así que imaginate”, se queja. Pero el gesto le cambia cuando escucha la palabra “escenario”. “Ah no, ahí es otra cosa. Tal vez ahí sí me siento joven”, asegura.
Sin filtros mágicos, para Rava esa sensación de juventud escénica tiene que ver con no quedarse quieto. Su discografía, por la cantidad, variedad y calidad de músicos con los que ha colaborado, es en este sentido una muestra magistral. Lo eléctrico y lo acústico, el Free Jazz y los standars extendidos hasta las baladas italianas y arias de óperas, fueron materiales que supo trabajar junto a nombres como Lee Konitz, Don Cherry, Mal Waldron, Cecil Taylor, Charlie Haden, Carla Bley, Massimo Urbani, Stefano Bollani, Misha Mengelberg, Dino Saluzzi, Pat Metheny, por nombrar sólo algunos. “Tal vez eso tenga que ver con que aprendí a elegir los músicos con los que toco. En Italia hay nuevas generaciones de jazzistas que son formidables y en los últimos años escucho lo que pasa ahí”, agrega Rava, que este sábado encabezará un sexteto que se completa con Giovanni Guidi en piano, Gianluca Petrella en trombón, Francesco Diodati en guitarra, Gabriele Evangelista en contrabajo y Enrico Morello en batería.
“Son muchachos que tocan muy bien, aunque eso no es lo más importante. Lo que me interesa de ellos es la posibilidad de compartir una visión común. En un marco de ideas claras, mi música es muy libre y cada uno puede elaborar lo que escucha en la dirección que sienta necesario, en un ámbito de confianza recíproca, de comunión. Si no logro establecer este tipo de relación con un músico, no puedo tocar con él”, explica Rava. “Yo toqué mucho con Paul Motian, un baterista a quien era inútil decirle lo que yo quería. Tenía tanta confianza en él que cualquier cosa que hiciese sería mucho mejor de lo que le podía pedir. Este es el principio de mi música y por eso necesito establecer una relación muy fuerte con los músicos con los que toco. Tocar es un momento de amor”, sintetiza el trompetista.
“Una cosa así se dio en Buenos Aires en 1974, cuando hicimos un disco maravilloso con Rodolfo Mederos, Néstor Astarita, el Negro González, Ricardo Lew, el ‘Chino’ Rossi en percusión, Finito Bingert, que era un saxofonista y flautista uruguayo, y un pianista chileno, Matías Piazarro. Todos los músicos tenían ganas de tocar, había un gran espíritu, mucho amor y una gran comunión”, recuerda Rava. “Eso se editó luego como Quotation Marks, un disco que incluyó también lo que había grabado en New York con John Abercrombie y dos temas que cantaba Jeanne Lee sobre texto de un gran amigo Mario Trejo”, continua. “Esa música la escribí en Buenos Aires. Yo vivía en un departamento muy pequeño en Callao y Libertador, cerca de donde vivía Carlos Tarsia, uno de esos personajes maravillosos de Buenos Aires, que estaba siempre entre nosotros, tomando un whisky. Él me dejaba abierta la puerta de su casa, donde de noche se hacían grandes Jam sessions, para que de día vaya a toca el piano. Así compuse la música para lo que recuerdo como uno de los discos que grabé con más placer”, asegura Rava, que al año siguiente volvió a grabar en Buenos Aires. Aga Taura Confab, más tarde editado como El convidado, se llamó el disco que contó con Astarita en batería, Fernando Gerlbard en piano, Adalberto Cevasco en bajo eléctrico y Chango Farías Gómez en percusión, con la producción, como el anterior, de Nano Herrera.
Antes de Conocer Buenos Aires, Argentina entró en la vida de Rava a través de los relatos de Gato Barbieri, amigo y ejemplo de música y de vida. “A Gato le debo el ser músico. Nada Menos. Lo conocí en Turín, él había llegado hacía muy poco a Italia y todavía no era conocido. Yo era un amateur. Pasaron casi sesenta años y todavía me acuerdo el primer tema que tocamos: “Noche en Túnez”. Lo dijo así, en castellano, y a nosotros eso nos causó mucha gracia. Cuando hizo su primer solo entendí que era un músico de otro planeta. Nunca había escuchado algo así, salvo en los discos de Coltrane. Aquella vez nos quedamos charlando toda la noche. Alabó mi sonido, le gustaba mi feeling y me preguntó por qué no me decidía a ser músico”, recuerda Rava. “Dos meses después me llamó para tocar con él en Roma y ahí dejé el trabajo de mierda que tenía en una oficina y me fui con él. Durante nueve meses tocamos todas las noches en un club y eso para mí fue como ir a la universidad. Cada solo de Gato era una lección de historia de jazz. De ahí él se fue con Don Cherry y enseguida explotó su fama y yo me fui con Steve Lacy, primero por Argentina y más tarde a New York”, dice Rava y agrega: “Gato me enseñó una vida hermosa, la del músico de jazz. Y al jazz le debo la vida”.
Rava nació en Trieste y pasó su infancia en Turín. Sus primeros recuerdos con el jazz tienen que ver con su niñez y el final de la guerra. “Soy del ’39, cuando terminaba la guerra yo tenía seis años. Me acuerdo de los vidrios rotos por las bombas, las casas destruidas, los alemanes que escapaban y los norteamericanos que llegaban. Llegaban con comida, con los vidrios para las ventanas, con tela para hacer ropa. Y con jazz”, cuenta el trompetista. Más tarde llegaron los discos y dentro la música de Bix Beiderbecke, Armstrong con los Hot Five, Duke Ellington, Jelly Roll Morton. “No exagero si te digo que todavía hoy no pasa un mes sin que yo vuelva a escuchar esa música”, asegura Rava. Después apareció el cuarteto de Gerry Mulligan con Chet Baker, para de ahí remontar hasta Charlie Parker, Thelonious Monk, Dizzy Gillespie. “La pasión me fue llevando y me convertí en un fanático, casi un integralista. No me importaba otra cosa en la vida que el jazz”, cuenta Rava. “El impacto definitivo fue escuchar en vivo a Miles Davis, en Turín. Era el ‘56, Miles estaba en un gran momento, tenía un sonido impresionante y un carisma increíble. Era una especie de Marlon Brando. Empecé a tratar de tocar sus solos, que son muy claros, como los de Chet (Baker). Ambos fueron influencias muy importantes para mí. En el sonido y en la expresión y sobre todo en la dramaturgia que trazaban en cada solo, entendido como la posibilidad de contar una historia”, confiesa.
Los blancos, los negros, los tradicionales, los modernos, los buenos y los otros, entran en la idea de jazz de Rava, que más que en los discos de la colección Jazz at the Philharmonic, –“Ahí está la música más fea del mundo”, dice– para él está custodiada en el alma de algunas grabaciones de Parker, el Bill Evans de Motion y La Faro, en todo Miles Davis y casi todo Chet Baker. “Esa es una idea personal, pero hay muchas más. El jazz es una música hecha de encuentros, de equilibrios en los que cada uno ofrece y toma lo que necesita. Al final de cuentas podría decir que el jazz es todo lo que uno piense que pueda ser jazz. Lo que por definición no acepta definiciones”, concluye Rava.