"¿Acaso todo comienza/ donde termina?" M. L. C. (Poeta nicaragüense)

Ahorita estoy sentado en mi silla, la cómoda, la de ovillar. Son cien córdobas por ovillo. Comienzo uno, el primero de diez. Los entregaré apenas dé la mañana.

Pienso en ellos, pues todavía siento la sangre de las venas de mis primos corriéndoles por la cara con desesperación. Yo atiné a bajarme cuando vi que el tren los dejaba, pero Kingston, el mayor, gritó "¡Hágale, hágale bien pueda, Oliver... no bajes, no te bajes!" y Christian me puso en los ojos un gesto de aprobación mientras aflojaba el trote y el polvo amarillo y seco que se desprendía del vagón ya le borroneaba la cara. "¡Vale, pues!" grité.

Era mejor continuar, pues yo había corrido para alcanzarlo y no me intimidaron las ruedas de la Bestia y su chaca‑chaca que amenazaba con robarme algún pedazo del cuerpo. Ya me habían advertido bien sobre esas ruedas, me habían indicado bien cómo montarme al tren, yo creo que mis primos no subieron pues porque les dio ese temor de que la vida se termine en el preciso instante en que debería estarles comenzando la otra, la nueva; esa otra vida que esperaba por nosotros agazapada en aquellas vias férreas que nos llevarían (por medio de la Bestia, más conocido como El Tren de la Muerte) hasta las orillas de ese sueño casi palpable y común, que era cruzar para los Estados Unidos, allí conseguir un trabajo y poder brindarles una mejor vida a nuestras familias.

Sí. Eran como mínimo quince trenes los que tendría que abordar para atravesar todo México, todito así, de punta a punta. Sabíamos bien que no era cosa fácil, pues no era sencillo permanecer encima de la Bestia, que se movía para todos lados dando sacudones. "Pues... no se vaya a dormir", me habían advertido, "Cualquier descuido arriba de ese tren hijueputa puede costarle la vida". Pues, sí... una vida que no valía nada, que era una vida más entre los cientos de nicaragüenses, guatemaltecos, hondureños y salvadoreños que habíamos logrado montarnos en el famoso Tren de la Muerte. "Entre vagón y vagón es mejor, pues hace menos viento y menos frio, pero ten cuidado con las muelas de la Bestia". No supe qué eran esas muelas hasta que vi las coyunturas de los vagones que con cualquier aflojón de velocidad chocaban entre sí masticando cualquier cosa que tuvieran en medio. Yo he visto, pues, a dichas muelas tragarse piernas y brazos de mis compañeros sin saciar su hambre jamás.

Había que estar atento, pero luego de haber estado tantas horas allí arriba, sin dormir, aguantando el fuerte sol, era muy difícil mantenerse alerta. Todos estábamos en la misma situación allí arriba, pero nadie se confiaba de nadie. Apenas dos o tres compañerismos se entablaban sobre la Bestia. Cada uno de nosotros llevábamos la mirada perdida en algún rincón de ese tren. O en el paisaje que nos desfilaba alrededor, amplio y profundo. Esas colinas infinitas que en algún momento derivan en selva, parecían verdes olas inmóviles, petrificadas, aguardando no sé qué cosa. A veces del hambre que llevaba las he visto moverse y casi seducirme con su marea, casi me caigo del tren observándolas mecerse.

"Si el tren se detiene sin razón alguna en medio de la noche, pues brinque inmediatamente de la Bestia y corra lo más rápido que pueda al bosque: Vendrán las Maras." había sentenciado aquel anciano amigo de la familia que subió ya repetidas veces al tren, todas las que pudo, hasta que de un cachimbazo el tren le robó las piernas. Se dice que después del accidente, ya sin dinero, extremidades ni esperanza alguna, volvió a gatas hasta su casa aquí en Nicaragua, y que un año demoró en regresar pues. Regresar desde México a gatas... ¿se imagina usted?.

Cuando me envolvió esa primera noche, el viento frío se empezó a sentir intensamente, saqué un pullover de mi bolsa y me puse boca abajo para tener el pecho al reparo. Tenía mucho sueño, no sabía en qué más pensar para no quedarme dormido. Así avanzaba el tren hacia la completa negrura, dejábamos atrás ya las guatemaltecas colinas, la espesura de esa selva. Veía crepitar un brillo de estrellas en los ojos de los hombres que estaban, como yo, trepados a la Bestia. Y observé durante horas las siluetas de sus cuerpos meciéndose al compás de las vías. Todos teníamos sueños, todos estábamos despiertos y soñando, durante toda la noche, que nos moríamos.

En plena madrugada el tren frenó, sin razón aparente, en mitad del paisaje, junto a unos árboles.

"¡¡Las Maras!!", gritó un hombre.

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