Menos de un mes antes de la asunción del nuevo gobierno argentino, el mapa regional ha sufrido una serie de impactos muy importantes para pensar el contexto en el que se desarrollará ese acontecimiento. En Bolivia hubo un golpe de estado cívico-militar; hay quienes lo niegan tomando como propio el argumento de los golpistas. Todos los golpes de estado que en el mundo han sido fueron explicados por sus autores en nombre de la defensa del bien; la discusión al respecto no tiene ninguna importancia analítica, es pura propaganda a favor de los golpistas y de quienes están de modo muy visible detrás del golpe, es decir la OEA y el gobierno de Estados Unidos.
El golpe contra Evo termina de cerrar la etapa regional abierta con la recuperación democrática argentina en 1983. Más allá de los rasgos originales de la ruptura boliviana –entre ellos el uso de fuerzas civiles lanzadas a todo tipo de acciones violentas sin que ninguna fuerza armada o de seguridad lo impidiera- reaparece en la escena sudamericana el golpe militar. Es decir, la oligarquía nativa asociada con la principal potencia imperial pone en acción el último recurso para defender su dominio político, el recurso de las armas. Es un dato histórico con el que tendrán que contar, de aquí en adelante, las fuerzas democráticas y populares de todos nuestros países: la doctrina democrático-liberal de las “transiciones democráticas” ha sido subordinada a las razones estratégicas de Estados Unidos y sus aliados en cada uno de nuestros países.
Con todo su dramatismo y sus episodios de violencia fascista, los acontecimientos bolivianos no deberían tapar ni disminuir la importancia de otro fenómeno contemporáneo, la rebelión popular chilena. Así como se reabrió la agenda de los golpes de estado, también reapareció la sombra maldita de los años setenta del siglo pasado: la revolución. Parece razonable tildar de exagerada esa afirmación; sin embargo su empleo no es una simple evocación sentimental. El pueblo chileno ha forzado que las élites políticas que gobiernan Chile desde 1990 acuerden un calendario electoral en el que estará en juego la constitución del país. Claro que no cualquier reforma constitucional supone una revolución. Pero resulta que en este caso está en juego un cambio de régimen. Se trataría, en el caso de triunfar la lucha popular chilena, del reemplazo del régimen pos-pinochetista, que mantuvo en pie el orden político emergente de la “constitución” del régimen militar, por uno nuevo cuyo contenido emergería de una disputa política muy vigorosa. El solo hecho de que se abra esta discusión es una conquista revolucionaria en el Chile erigido por los poderosos del mundo como modelo global, como paradigma del régimen ideal de la democracia neoliberal. Así lo recitaba –y sigue recitándolo- el mainstream de la ciencia política de nuestros países: centralidad del parlamento, poca política en las calles, pocos partidos políticos, competencia “hacia el centro”, marginación de los partidos “antisistema”. Todo eso está colapsando en Chile y eso es una muy buena noticia para la democracia.
Claro que mirada desde Argentina, la realidad de este contexto político regional no es lo que se dice tranquilizadora. El presidente electo y la coalición que apoyó su candidatura son los emergentes de una estrategia política que combinó la promesa de un cambio profundo de orientación respecto de la catastrófica gestión macrista con la voluntad de facilitar un diálogo político en el que se disolviera la “grieta” que divide a los argentinos. Como mínimo, el golpe de estado en Bolivia, la prolongada crisis del régimen chileno y la postura propia de la guerra fría adoptada por Bolsonaro en Brasil no parecen ser el marco más propicio para llevar a buen puerto ese objetivo. La distensión política es un objetivo noble y razonable, no lo sería tanto esperar que esa voluntad de diálogo tenga eco entre los sectores más poderosos de nuestra sociedad y sus soportes hemisféricos.
De modo no casual, el centro del discurso del presidente electo y de sus más estrechos colaboradores está en las urgencias que plantea al nuevo gobierno el ominoso saldo de la experiencia de gobierno de la segunda alianza. Enfrentar el hambre, aliviar a los sectores más postergados, “prender” la economía aparecen como prioridades difícilmente discutibles. Ahora bien, a esta situación no se llegó por una fatalidad cósmica. A esta situación nos llevaron determinadas políticas que fueron aplaudidas por algunos sectores durante gran parte del mandato de Macri, justo hasta el momento en que a la figura del presidente se le adjuntó la fecha de vencimiento. Es cierto que los beneficiarios reales del despojo antipopular constituyen un sector muy minoritario de la población. Pero su capacidad de influenciar a sectores sociales muy amplios no debería estar en discusión: es un hecho comprobado en nuestro país y en nuestra región.
Alberto Fernández dijo en estos días que Estados Unidos, bajo el gobierno de Trump “volvió a las peores épocas de los años setenta, avalando intervenciones militares contra gobiernos populares que fueron elegidos democráticamente”. Se trata de una intervención valiente. Pero no solamente eso, también es una intervención sensata. No debería ser entendida como un rapto voluntarista, sino como un gesto de comprensión de la realidad en la que le tocará gobernar. Muchos, en nuestro país y en la región, creyeron que una vez obtenido el gobierno había que darle prioridad a las buenas relaciones con los poderosos porque eso aseguraría su estabilidad. Eso terminó invariablemente mal. Maquiavelo en “El Príncipe” habla de los dos humores que conviven en la patria, “el de los grandes y el del pueblo”. Y sostenía “Quien alcanza el principado mediante el favor del pueblo debe, por tanto, conservárselo amigo, lo cual resulta fácil pues aquél solamente pide no ser oprimido”.
El pueblo argentino está ante una gran oportunidad. La de convertirse en protagonista de un episodio profundamente democrático, socialmente reparador e inspirador para los pueblos de la región. El protagonismo del presidente electo en los sucesos de Bolivia y sus puntos de vista frente a la crisis chilena insinúan una decisión de convertir al país en un punto de referencia regional, en tiempos en que los sudamericanos vamos a tener que luchar para conservar la democracia recobrada hace tres décadas. Y parece que eso solamente es posible sobre la base de una actitud consecuentemente transformadora.