Desde Río de Janeiro
Desde hace un mes Chile vive la crisis más grave y peligrosa desde el final de la dictadura de Augusto Pinochet, en 1990.
Luego de semanas de violencia y barbarie, el presidente Sebastián Piñera aceptó convocar un plebiscito con vistas a que se llegue a una constituyente para reemplazar la actual Carta Magna heredada de los tiempos de Pinochet.
En la primera quincena de octubre Ecuador enfrentó un gravísimo cuadro de conflictos callejeros. Hay tensas negociaciones entre gobierno, oposición y movimientos sociales, sin ninguna garantía de que se llegue a buen puerto. La tensión persiste, apenas controlada.
Bolivia acaba de sufrir un golpe de Estado que marca la ruptura del orden constitucional, con la destitución de un presidente legítimo – el primer indígena en toda su historia a presidir un país cuya población es mayoritariamente oriunda de los pueblos originarios –, y se instaló un periodo de profunda indefinición sobre lo que vendrá.
Y en estos primeros momentos, lo que se insinúa es puro horror.
Todo eso ocurrió en menos de dos meses.
En la crisis boliviana, el presidente mexicano Andrés Manuel López Obrador actuó, con la contribución del presidente electo de Argentina, Alberto Fernández.
De forma veloz y esencial, se logró preservar la vida del presidente depuesto, Evo Morales, y de su vice, Álvaro García Linera.
En el caso chileno, el mismo Fernández se ofreció como interlocutor a Piñera, aunque no haya todavía asumido la presidencia argentina.
Hubo, mientras, un silencio estruendoso por parte de un país que a lo largo de los últimos 35 años siempre actuó como mediador de conflictos e interlocutor firmemente dispuesto a encontrar soluciones: Brasil, el más poblado y la mayor economía de la región, con un peso político evidente.
Ese vergonzoso y cobarde silencio del gobierno ultraderechista de Jair Bolsonaro, que cumplió diez meses en una presidencia marcada por el mayor desastre de la política externa brasileña en los últimos 130 años, pone en relieve dos características indiscutibles de su visión del mundo y de la vida.
La primera característica es la más profunda ignorancia de lo que se construyó a lo largo de décadas en la política externa brasileña.
En esos poco más de diez meses Bolsonaro diezmó uno de los cuerpos diplomáticos mejor preparados del mundo, eligiendo cuidadosamente lo que de más aberrante existía para puestos de importancia vital para el funcionamiento del ministerio de Relaciones Exteriores, empezando por la elección del actual ministro, un absurdo ambulante llamado Ernesto Araujo.
La segunda característica que salta a los ojos en la actuación de Bolsonaro es su más profunda e irremediable ignorancia sobre qué significa presidir un país como Brasil.
Hubo, es verdad, varios momentos en que él no guardó silencio.
Y en todos y cada uno de ellos, sus manifestaciones no hicieron más que imponer distancias entre Brasil y la misma América Latina a la que pertenecemos todos.
Es como si fuéramos parte de la Trumplandia, y no del continente latinoamericano de todos nosotros.
Y peor: su indecente vasallaje a Trump tuvo como respuesta un profundo y estridente desprecio, empezando por la grotesca escena registrada – y cronometrada – cuando dio su delirante discurso en la ONU, abriendo la nueva temporada de la Asamblea General.
El sumiso Bolsonaro esperó por unos 40 minutos a Trump, luego del nefasto discurso, para saludarlo.
Cuando se cruzaron en los bastidores, Bolsonaro soltó entre una sonrisa tan estridente como delirante un ‘I love you’.
Como compensación, Trump le concedió al brasileño exactos 17 segundos – ¡segundos! – para una foto humillante de un velocísimo apriete de manos.
Desde hace mucho, muchísimo tiempo, América Latina no vivía la coincidencia de un periodo tan especialmente conflictivo, tenso y peligroso, con tres países sudamericanos enfrentando turbulencias concomitantes.
A lo largo de las últimas tres décadas hubo, por cierto, puntos específicos de elevadísima temperatura, pero no coincidiendo en un determinado momento.
Al menos desde 1985, cuando Brasil recuperó la democracia luego de 21 años de dictadura militar – tan admirada y elogiada por el clan familiar Bolsonaro –, en ningún momento el país estuvo tan ausente de las discusiones y negociaciones frente a crisis en América Latina.
Desde la llegada, en 1995, de Fernando Henrique Cardoso al primero de sus dos mandatos presidenciales, esa participación se incrementó. Y con los dos mandatos de Lula da Silva (2003-2010), el país alcanzó su punto máximo de espacio consolidado (y ahora destrozado) en el escenario global.
Con Bolsonaro, las tradiciones son rotas una tras otra.
Por ejemplo: por primera vez en la historia, Brasil se unió a los hasta entonces dos únicos y solitarios votos – los de Estados Unidos e Israel – en defensa de la manutención del brutal embargo norteamericano a Cuba.
Vergüenza, pura vergüenza.
Y con Bolsonaro, lo peor está por venir. Vergüenza, vergüenza.