Desde París
La responsabilidad institucional de la Organización de Estados Americanos (OEA) en la contrarrevolución racial en curso en Bolivia es ya inocultable. La ceguera ideológica de su actual secretario general, Luis Almagro, su insensatez diplomática, su suprema ignorancia de las identidades políticas del país no sólo han validado la pantomima del reemplazo del presidente Evo Morales, sino que, además, ha servido como carta magna para la instauración de un poder cuya única obsesión es neutralizar a la oposición mediante la violencia y expandir como política de Estado una represión étnica.
También, Almagro ha puesto en peligro la seguridad de los funcionarios de la OEA que trabajan en condiciones extremas en la verificación de procesos electorales. La capacidad técnica de la OEA es inobjetable, pero queda reducida a la nada cuando es contaminada por la beligerancia de su actual secretario general. Luis Almagro es cómplice y desencadenante de los crímenes contra la humanidad que se están cometiendo en Bolivia y de la restauración de un poder ilegitimo. La ausencia absoluta de una lectura racional del conflicto boliviano por parte de quien dirige esta institución constituye una de las piezas del desastre. La OEA no enfrentaba un mero antagonismo político surgido de las denuncias de fraude. Había un componente racial que requería de una sensatez diplomática delicada, de una capacidad apostólica para construir consensos y de una regla milimétrica de imparcialidad. Cuando la Biblia aparece en el primer plano de una confrontación política en un país de mayoría indígena, presidido por un presidente indígena e históricamente marcado por el racismo, hay que ser muy ignorante para no anticipar lo que puede ocurrir.
La contrarrevolución boliviana es una restauración del conflicto entre el evangelizador blanco y los pueblos originarios. La postura belicosa de Almagro hacia los gobiernos de corte progresista limitó su compromiso a una de las partes. Una vez más, en contra de la misión que le corresponde a un organismo multilateral, la OEA ha sido partidaria de uno de los actores del conflicto y no un árbitro o un mediador al servicio exclusivo de la estabilidad continental o del derecho constitucional. Ya lo demostró en Venezuela y lo vuelve a repetir ahora: el fanatismo ideológico de su actual Secretario General legitimó una transición cuyos actores no sólo carecían de legalidad institucional, sino que venían, además, con una actitud racial radicalizada. La OEA ha sido un actor de la guerra y no de la paz. En vez de construir adhesiones y puentes con la habilidad y la paciencia diplomática que su misión le confiere ha terminado por ser una columna del andamiaje del conflicto. Prisionera de los intereses de Washington y de los conflictos ideológicos de sus miembros, la OEA no ha sabido izarse por encima de esas presiones para asumir plenamente el mandato que le correspondía en una Bolivia al rojo vivo.
Honduras sirve aquí de espejo de comparación que prueba las predilecciones ideológicas de la OEA y su variabilidad diplomática. Ante una situación similar, un golpe de Estado cívico-militar, el exsecretario general de la OEA, José Miguel Insulza, tuvo la grandeza de redactar y promover una resolución en la OEA contra el golpe de Estado que sacó del poder al presidente Manuel Zelaya en Honduras (2009). En 2017, el presidente hondureño Juan Orlando Hernández hizo aprobar su reelección hasta el año 2022, extensión que le Constitución prohibía. En las elecciones de ese año, la misión electoral de la OEA constató enormes irregularidades, consideró “atípico y estadísticamente improbable” el incremento de la participación y las tendencias que favorecían a Juan Orlando. El presidente continúa en el poder acechado por las denuncias de narcotráfico que lo implican a él y a su familia y denunciado por las falencias intencionales en la investigación sobre el asesinato de la activista indígena y ambientalista Berta Cáceres.
Parece mejor tener a un corrupto tramposo de la derecha que a un presidente indígena progresista. Exceptuando a Washington y a los círculos de analistas de la derecha latinoamericana que elogian el papel de la OEA en la “transición democrática” boliviana, no hay nadie en el mundo que respalde el perfil que adoptó la OEA en esta tragedia. Muy por el contrario, en la Unión Europea, el elemento de lenguaje que más suena es el de “parcialidad irresponsable”. No ha habido en Bolivia una transición sino una traición a la transición y Luis Almagro la legalizó cuando reconoció a Jeanine Áñez como presidenta de Gobierno provisional. La OEA ha comprometido en Bolivia toda su credibilidad como ente multilateral al respaldar, sin buscar otras opciones, la validez de un poder que llegó para recuperar sus privilegios y vengarse. El secretario general de la OEA operó por principio ideológico y renunció con ello a cada una de las esencias de la mediación diplomática. Es, hoy, corresponsable de los crímenes que se están cometiendo. Luis Almagro violó todas las reglas en las que se basa la cooperación internacional y la intervención de los organismos multilaterales en zonas de conflicto. Más aún, no sólo cooperó con el desencadenamiento del desastre, sino que luego dejó al país en manos de una minoría tan irresponsable como él mismo. Una vez que la OEA certificó la existencia de un fraude (su análisis ya ha sido puesto en tela de juicio) y es testigo de lo que empezó a ocurrir no puede, en ningún caso, abandonar el terreno y desparramarse en declaraciones que no han hecho más que exacerbar la violencia.
La OEA es una institución socavada, sin línea moral ni trazo diplomático. América Latina no requiere de un enviado especial suplementario de Donald Trump. Ya hay bastantes espías, empresas, servicios secretos, presiones económicas y chantajes como para que un irresponsable se meta a complicar más la soberanía de las soluciones. América Latina no necesita de esta OEA ni de diplomáticos fanatizados. El secretario general de la OEA ha soplado sobre las brazas de la venganza, el sectarismo y el odio racial en vez de componer una solución política a la altura de las tensiones que atravesaba Bolivia.
La OEA es hoy --y lo será ante la historia-- uno de los principales responsables de un derramamiento de sangre inútil. Antes de que el fanatismo y las hordas trumpistas emprendieran su contrarrevolución racial había en Bolivia suficiente capacidad moral y política como para negociar una salida sin muertos ni represión. Luis Almagro ignoró la naturaleza y la identidad pacífica del poder de Evo Morales, hizo caso omiso de la temática racial que estaba en juego, cerró los ojos ante la re inclusión de los militares y terminó poniendo el sello de “aprobado” a un régimen que vino para matar. La inclusión de este organismo multilateral ha sido la tercera línea de un triángulo mortal. Es imprescindible alejar a esta institución de la resolución de nuestros conflictos. Luis Almagro no puede permanecer en su cargo en un momento de la historia latinoamericana como el que se está atravesando y luego de haber contribuido a precipitar a un país al abismo. La acción política, así como la de las instituciones internacionales, consiste en garantizar la vida y la seguridad y no en provocar la muerte o respaldar a falsos demócratas sedientos de represalias sangrientas. Las Naciones Unidas han cometido muchos errores en crisis como las de Ruanda o la ex Yugoslavia. Su intervención fallida, no obstante, ha sido posterior a las matanzas. No las ha desencadenado. El secretario general de la OEA ha sido en Bolivia el arquitecto que codiseñó los planos del desastre.