“Me dijo ‘boliviano’”, se quejó ante las cámaras el presidente de Gimnasia de Jujuy, Raúl Ulloa, luego de un partido entre su equipo y Argentinos Juniors, en el año 2008. Ulloa acusaba al árbitro Saúl Laverni de haberse referido así a él y a los jugadores de su club. El presidente del Lobo jujeño estaba muy ofendido por lo que consideraba un insulto gravísimo. Decirle a alguien “boliviano” era cruzar un límite.
Sí, lo de Laverni fue insultante. Y sí, la reacción de Ulloa también fue insultante ¿Cómo se construye un insulto? Básicamente con dos protagonistas: insultador e insultado. Si una persona le dice a otra “puto”, seguramente la esté insultando. Ahora, si la persona insultada asume esa condición, neutraliza un insulto.
Fue justamente en el fútbol que se empezó a ver claramente este cambio de paradigma. “Bosteros”, “gallinas”, “cuervos”, “quemeros”, “negros”, tatengues, “triperos”, “pincharratas”, “leprosos”, “canallas” y tantísimos otros términos nacieron como insultos. Pero en un momento las hinchadas se hicieron cargo de esa condición y así el insulto se neutralizó.
En la actualidad, los casos más significativos de cambio de insulto por orgullo se da en los Putos Peronistas y las Putas Feministas. Pero hay muchímos otros. Hoy “puto” no necesariamente es insulto.
En el caso de Laverni y Ulloa, hubo consenso en que “boliviano” es un insulto. Y un insulto grave. Ulloa intentó justificar sus palabras hablando de racismo. Y tenía razón, se trata de un insulto sumamente racista. Pero, ¿no es igualmente racista ofenderse por recibir ese insulto? ¿Qué hubiera sucedido si en vez de decirle “boliviano”, Laverni le hubiera dicho a Ulloa “sueco”, “danés” o “alemán”?
Los mecanismos de construcción de un insulto son de lo más variados. Pero podemos encontrar básicamente dos grandes grupos de palabras injuriantes: las que de por sí son insultantes y las que son insultantes porque quien insulta considera insultante esa condición.
Decirle a alguien “puto” es insultante porque la palabra es de por sí insultante. La elección de ese término implica ya una actitud injuriante. “Puto” es un improperio, una palabra que no define, sino que agravia. Se trata de un término que está encuadrado dentro de aquello que llamamos “malas palabras”, para las que Roberto Fontanarrosa pidió alguna vez un indulto, en su magistral ponencia en el Congreso de la Lengua, en Rosario.
Si en lugar de “puto”, la palabra usada fuera “homosexual” o “gay”, el insulto sólo estaría constituido por el desprecio que tiene hacia los homosexuales quien lo usa. Lo único que sostendría al insulto en ese caso sería la homofobia del emisor. Algo parecido a lo que ocurre con “boliviano”. Un insulto que sólo es insulto a partir del racismo de quien lo utiliza.
Sí, racismo. Y xenofobia. Y clasismo. Y desprecio por los pueblos originarios. Usar “boliviano” como insulto significa además un profundo desconocimiento de lo que es la realidad boliviana. Es pensar que Bolivia es sólo aquello que nos llega de Bolivia a nuestro país. Que Bolivia sólo está integrada por los inmigrantes bolivianos que viven en la Argentina.
No existe en la ignorancia del sentido común la complejidad que representa Bolivia, con su occidente colla y aymara, y su oriente blanco de inmigración europea. No existe ese país partido en dos, donde desde ambos lugares en algún momento se alzaron voces reclamando la independencia del otro.
Entonces el boliviano es morocho, colla y pobre. Pero lo más importante de todo: por ser morocho y colla es necesario que siga siendo pobre. El lugar común racista indica además que el boliviano es laburante y sumiso. Que es capaz de trabajar quince horas por día en una quinta o en un taller clandestino de costura, y que jamás se queja por eso.
El lugar común racista indica que el boliviano no es ladrón o ventajero, como el paraguayo o el peruano, por nombrar a otra gente también morocha, de rasgos indígenas. Según esa mirada simplista, despreciable pero muy instalada en el sentido común argentino, de los peruanos y paraguayos hay que cuidarse porque no son de fiar. En cambio los bolivianos son inofensivos.
Los bolivianos no pueden ni deben tener dignidad. “Privilegios” sería el término utilizado por el sentido común reaccionario. Porque eso sería si los tuvieran: privilegios. Y eso es lo que hay que evitar. Y como son mansos y un poco lentos, es fácil mantener las cosas en su lugar.
Una Bolivia con un presidente indígena vino a hacer tambalear la idea de “boliviano” como insulto. Lo simbólico de la investidura resultó inquietante. Pero mucho más inquietante resultó el hecho de que esa presidencia simbólica viniera acompañada de políticas que trajeran dignidad y movilidad social. Es decir, que se tomaran medidas políticas y sociales que permitieran desarticular la idea insultante del término “boliviano”.
En Bolivia puede existir una clase media. Lo que no puede existir es una clase media colla, indígena. Cholas y cholos hablando por celulares de alta gama, manejando sus autos, yendo de compras o cenando en restaurantes. El insulto está allí para condenar. Condenar la presencia, pero también la posibilidad de movilidad social. Si hay que resignarse a la existencia del otro, que sea con humillación y marginación.
Más allá de cualquier consideración política específica, más allá de las contradicciones de cualquier proceso político, hay un consenso casi total en que el gobierno de Evo Morales le devolvió a los bolivianos el orgullo de ser bolivianos. Y muy especialmente a aquellos bolivianos por los que se constituyó el insulto “boliviano”.
Hoy ese término se utiliza mucho menos en la Argentina que hace una década, cuando sucedió aquel bochorno de Laverni y Ulloa, en la cancha de Gimnasia y Esgrima de Jujuy. Y ese cambio se debe básicamente a la presencia de Evo Morales como presidente de Bolivia. Y a sus políticas.
Las cifras de crecimiento macroeconómico y de inclusión social de Bolivia está avaladas por organismos internacionales como el Banco Mundial, que muy lejos están de ser considerados “nacionales y populares” o partidarios de la “Patria Grande”. Más bien se trata de aquella gente a la que considera “seria” la misma que usaba (o todavía usa) la palabra “boliviano” como insulto.
Hoy Bolivia sufrió un golpe de Estado a manos de gente que utiliza la palabra “colla” o “indio” con la misma violencia con que aquí se utiliza la palabra “boliviano”. Tanto que se trata también de un término descriptivo, que no es insultante en sí, sino por contexto. Más parecido a “gay” que a “puto”.
Como la canción de los Enanitos Verdes, el golpe podría ser considerado un Lamento Boliviano por parte de la inmensa población colla y aymara de ese país. Un lamento que viene a instalar nuevamente la idea de “boliviano” como insulto, con la Biblia como estandarte.
La Biblia y el insulto. O la Biblia como símbolo de esta condición insultante. Porque lo que queda claro es que lo que molesta no es el Lamento Boliviano. Lo que molesta es el Orgullo Boliviano. Eso sí que es, para ellos, un insulto.