Desde Río de Janeiro
No se puede negar que en la mayoría de las veces Jair Bolsonaro cumple lo que dice. Miente todo el tiempo, es verdad. Pero jamás ocultó los blancos de sus odios, y también en ese aspecto es coherente.
¿Hay una contradicción en decir que un mentiroso contumaz suele cumplir lo que anuncia? A ver: cuando se trata de alguien que sufre evidentes disturbios de equilibrio, no.
A lo largo de sus largos y estériles 28 años como diputado, en los cuales presentó dos y nada más que dos proyectos de ley – ambos derrotados en las votaciones –, Bolsonaro en ningún minuto de ninguna hora de ningún día dejó de elogiar las dictaduras, la tortura y los torturadores. Y de despotricar contra las artes y los artistas, los homosexuales, los negros, las mujeres en general, los indios y los fanáticos defensores del medioambiente.
Como prueba de su coherencia, al asumir nombró para el ministerio del Medioambiente a una aberración llamada Ricardo Salles, cuyo punto máximo en el currículum es haber sido condenado en primera instancia por falsificar documentos de protección ambiental cuando era secretario en San Pablo para favorecer construcciones en áreas preservadas.
Su gobierno estimuló desde el primer momento acciones de mineros ilegales, disminuyó al mínimo la fiscalización y control del medioambiente, incentivó movimientos organizados a actuar libremente en su saña destructora en la región amazónica.
Apenas asentado en el sillón presidencial, trató de desacreditar el INPE (Instituto Nacional de Pesquisas Espaciales, en su sigla en portugués), institución de prestigio internacional, exoneró a su director-general, y en pocos meses desmontó la estructura de control de devastaciones construida a lo largo de años y años.
En diez meses su gobierno debilitó la fiscalización, dudó del resultado de investigaciones científicas serísimas y las alarmas disparadas, encogió lo que había de protección ambiental.
Lo peor, sin embargo, está por venir. Las mediciones oficiales se hacen a través de dos sistemas: uno, mensual; y otro, de mayor precisión, anual. En este caso, se mide el primero de agosto del año al 31 de julio del año siguiente. Ese es el resultado divulgado este lunes y que muestra un crecimiento de 29,5 por ciento con relación al mismo periodo en el bienio 2017-2018.
Ocurre que en el pasado agosto, octavo mes del gobierno ultraderechista de Bolsonaro, se registró una expansión explosiva en las quemadas ocurridas en la región amazónica brasileña. Sus resultados aparecerán en el informe anual de 2020.
Las quemadas fueron seguidas por camiones y tractores y motosierras que se encargaban no solo de los troncos quemados, sino principalmente de los árboles que sobrevivieron a las llamas.
Intentando detener el desastre, las Fuerzas Armadas fueron accionadas contra los incendiarios, y lo hicieron con éxito. Demasiado tarde, pero al fin y al cabo los incendios intencionales disminuyeron de manera drástica.
Lo que no fue reprimida ha sido la labor de los asesinos de árboles, que siguen siendo tumbados sin pena ni gloria frente a la ausencia de fiscalización y control.
Bolsonaro criticaba la ‘fábrica de multas’ de los agentes del IBAMA, el instituto de medio ambiente.
Bueno, la ‘fábrica de multas’ desapareció. Y vastas regiones de la selva amazónica también.
Bolsonaro muchas veces muestra coherencia total con sus anuncios.
Y un Bolsonaro coherente es un peligro para la humanidad: su coherencia es tan estúpida como todas sus iniciativas.