La oferta era imposible de rechazar: viajar una semana a Cuba para cubrir el primer show que harían los Rolling Stones en la isla, como cierre de su gira América Latina Olé Tour 2016. El paisaje no solo sería el de un gigantesco e histórico concierto gratuito en la Ciudad Deportiva de La Habana, sino el de una revolución que cumplía 57 años y que recibía a Barack Obama, todavía presidente de los Estados Unidos –y el primero en pisar la isla luego de 88 años–, para comenzar a reestablecer las relaciones entre ambos países. El periodista argentino Javier Sinay, entonces editor de la revista Rolling Stone y hoy corresponsal del diario mexicano El Universal, no podía pensar en negarse. Era cierto que no tenía el tiempo para producir la extensa crónica que le habían pedido. Tampoco conocía en persona a los otros dos autores con los que compartiría el libro en el que se publicaría esa crónica: Jeremías Gamboa, periodista y escritor peruano, y Joselo Rangel, guitarrista de Café Tacvba. Pero la posibilidad era única. Entonces guardó un manojo de noticias impresas de la gira y se tomó el avión a Cuba.
“La noche anterior al recital, sentía que todavía no tenía la historia. Me faltaba encontrar a alguien que estuviera atravesado vivencialmente por lo que pasaba. Eran las tres de la mañana y estaban haciendo cola en el estadio, algo completamente inusual en Cuba. Así que me fui a buscar al primero de la fila”, recuerda Javier Sinay, autor de los libros Sangre joven (Tusquets, 2009) y Los crímenes de Moisés Ville (Tusquets, 2013), y ganador en 2015 del Premio Gabriel García Márquez en la categoría Texto, por su crónica “Rápido, furioso, muerto”, publicada en Rolling Stone. “El primero era Rocky Saldaña, un chico que tenía su banda y solo quería vivir para tocar rock, con un abuelo que había estado bajo las órdenes del Che en Bolivia. El era mi personaje”.
A partir de la vida de Rocky, Sinay traza un recorrido en el que la revolución cubana y el rock se sacan chispazos, a la vez que desnuda ese lado oscuro de un pueblo que bailaba salsa pero se conmovía escuchando a los Stones, Pink Floyd, The Clash y The Beatles en radios clandestinas. Una historia de amor trunco, cercada por un partido revolucionario para el que esas canciones eran “armas del imperialismo”, que se va entrelazando con postales del show de Jagger, Richards y compañía en la isla. En ese recorrido, la mirada de Sinay va buscando los puntos de contacto y de rechazo entre “dos campos de sentido gigantescos” que finalmente se encontraron en Cuba el año pasado, quizá demasiado tiempo después de haber encendido el fuego de sus revoluciones.
“Muchos allá me decían que al final era una pelea geriátrica, los del poder de Cuba y los Stones –recuerda Sinay–. Pero el hecho de que estuvieran ahí también era un símbolo demasiado poderoso, en el que se escondían muchas historias que todavía están vivas”. “El último desafío de la banda más grande del mundo (y un viaje a lo profundo del rock cubano)” es el título de la crónica de Sinay, que retrata este conflicto de armas y canciones, y abre el libro Cuba Stone (Tusquets, 2016).
–A diferencia de las otras dos crónicas de Cuba Stone, usted cuidó mucho de que su relato no expusiera una toma de postura frente a las posibilidades políticas y sociales abiertas por la revolución cubana. ¿Por qué tomó esta decisión al escribirla?
–Tengo una postura y es a favor de Cuba. Igual es un tema complejo y ambiguo, pero si hay que elegir entre sí o no, yo digo que sí a Cuba. Uno va ahí y ve que los chicos no mendigan, no hay miseria, la educación es impresionante. Pero entre las carencias que vi, la falta de internet era muy notable. Se notaba el atraso cultural a pesar de estar tan instruidos. Falta de infraestructura, oscuridad de noche, falta de ascensores, de papel higiénico. El problema es que, si me metía, si dejaba entrever mi opinión, iba a opacar el foco de la nota, que era el rock en Cuba y los Stones. Es tan grande la discusión política que tenía que tenerla controlada. En algunas otras páginas del libro hay opiniones más fuertes que la mía, en contra de Cuba. Jamás diría que existe la objetividad periodística. No existe. Lo que hice fue tratar de no darle mucho lugar a mi opinión política.
–Hoy hay una vuelta muy fuerte al uso de la primera persona en la crónica periodística. ¿Es un elemento que puede terminar atentando contra el relato?
–Estamos de acuerdo en que siempre hay una mirada personal, y a medida que uno la va haciendo más exquisita y aguda, puede hacer mejor periodismo. Como dice Leila Guerriero, justamente el periodismo está siempre hecho en primera persona, aunque no aparezca la palabra “yo”. A mí me interesa leer la palabra “yo” cuando el que escribe es alguien que me importa. Muchas veces, el periodista se transforma en un don nadie cuando está contando algo realmente grande, y ahí empieza a usarse mal esa primera persona. Creo que es una reacción contra tantas décadas de esa búsqueda de objetividad en el periodismo.
–Desde que comenzó su carrera periodística, ¿cuáles fueron los elementos que ha incorporado y que le permitieron poder contar mejor una historia?
–Esta vez, lo que hice fue trabajar mucho sobre el foco, cerrarlo sobre Rocky y el rock en Cuba. Entonces la escribí con una estructura, y al llegar al final la leí y vi que se iba un poco con las ramas. Agrandé y achiqué bloques, y los cambié de lugar para que las luces alumbren a Rocky y al rock en Cuba. El trabajo fue mucho de estructura. Creo que siempre se trata de un trabajo de foco, de un equilibrio entre luces y sombras. De alguna manera, tratar de ver siempre el bosque, que es la historia, y no solo el árbol del estilo. Si trabajás en un texto largo, es posible que pierdas de vista el tono general. Y hay que cuidar mucho cada palabra. El desafío del periodismo se basa en que no hay ni espacio ni tiempo suficientes para escribir.
–Su primer libro consta de una serie de crónicas basadas en asesinatos entre jóvenes, luego escribió sobre los crímenes en el pueblo de Moisés Ville y casi siempre estuvo ligado a las noticias policiales. ¿Qué es lo que le fascina tanto de ese mundo?
–Son varias vertientes que confluyen en un homicidio. Por un lado, la cuestión social: cómo opera y cómo llega a ese crimen una sociedad. Después hay una cuestión personal, una cuestión íntima que me lleva a ponerme en cualquiera de los lugares de los personajes de esa historia. ¿Qué hubiera hecho yo si estaba en el lugar del asesino, de la víctima, del testigo, del investigador? Y ahí está lo que me apasiona del periodismo: sentarme frente a alguien y preguntarle de primera mano cómo fueron las cosas. Después hay una cuestión filosófica que se trata de la vida y la muerte, de cómo pasa uno en pocos minutos de estar vivo a estar muerto. Es algo que nunca vamos a poder responder y para mí es inquietante. Confluyen muchas vertientes en algo muy breve y espectacular, en relación a la violencia y la pasión –en el peor de los sentidos– que condensa un asesinato.
–Ese instante también está rodeado de dolor, que muchas veces se termina utilizando solo para hacer brillar más la firma del periodista. ¿Cuáles cree que son los límites para escribir y trabajar con el dolor ajeno?
–Eso es lo apasionante del periodismo: suele tener dilemas morales. Yo tengo una colección. Y cuando los vivo me encuentro sin salida, atrapado. Pero a la larga me parecen apasionantes. Es un oficio muy complejo porque trabajamos con personas. Si trabajáramos con números materiales, sería otra cosa. Pero cada una de nuestras notas implica personas. Lo que hay también es que es cierto que, en el periodismo policial, hay un uso, una cosficación del dolor ajeno o de la desgracia ajena. Si estamos informando, le sirve a la sociedad, funciona como denuncia, funciona a las víctimas, que ya pasaron por una pérdida irreparable, pero le sirve la denuncia y ese es un bien mayor a la situación de cosificación del dolor. Pero hay que trabajar con mucho respeto para llegar ahí. Creo que seguir informando es importante para una víctima viva. Es importante que su caso sea conocido. Por eso la víctima contacta al periodista. Ahí está la importancia del periodismo, la verdadera. Aun así, moralmente el periodismo es un laberinto. Y por ahora seguimos ahí metidos.