Desde Barcelona

UNO Rodríguez nunca quiso ser escrito: Rodríguez siempre quiso ser escritor. Pero no pudo, no puede y, todo parece indicarlo, no podrá ser ni serlo. Por eso es que desde que tiene memoria, siempre se haya sentido (in)comprendido dentro de esa incómoda situación que es la de "escritor en ciernes". Expresión que a él siempre le recordó al de un animal agazapado, apenas asomando por debajo de la cama o por fuera de la cueva. Listo para, pero parado. De ahí, también, esa especie de raro placer sadomasoquista que lo produce el ver ficciones donde los protagonistas son escritores en problemas y siempre a punto del fitzgeraldiano crack-up crujiendo en el centro de la noche oscura del alma. No son muchos los que lo representan bien porque no es sencillo actuar de escritor. La de escritor (a diferencia de lo que ocurre con la práctica de otras artes más dramáticas y hasta épicas en su actividad física) no es una actitud o actividad o vacación muy filmable: un terremoto estático y estético. Y es que en el escritor, la procesión y el ejército y las multitudes (y ese pobre tipo solo) van por dentro, por más adentro todavía. Tan sólo el bloqueo del espécimen provoca que esa quietud tan creativa se tache como, por lo general autodestructivo hiperkinetismo. Paradoja: cuando nada se les ocurre por dentro, demasiadas cosas les ocurren afuera a los escritores que no escriben.

Rodríguez tiene una pequeña galería de favoritos: Jeff Bridges en The Door in the Floor, Jean-Pierre Léaud en L'Amour en fuite, William Hurt en Smoke, Marcello Mastroiani en La Dolce Vita, Tony Leung Chiu-Wai en 2046, John Gielgud en Providence, John Turturro en Barton Fink, Jean-Hughes Anglade en 37°2 Le Matin, Michael Douglas en Wonder Boys, Toni Servilio en La Grande Bellezza, Jeff Daniels en The Squid and the Whale y --por último pero no necesariamente en último lugar-- el más bloqueado y, seguro, el peor de todos: Jack Nicholson correteando sobre la alfombra del Hotel Overlook en The Shining. Y en muchos de ellos se impone la más terrible de las condiciones: saberse escritores pero no poder escribir. Estar, sí, bloqueados. El más infernal de los paraísos o el más paradisíaco de los infiernos. El poder no poder. La más potente de las impotencias. En ocasiones, Rodríguez sueña (y es un dulce sueño) con que está bloqueado porque eso significaría que, también, es un escritor. Mejor un escritor que no puede escribir que no poder ser escritor, se dice mientras, a su alrededor --mientras se da la noticia que ha cerrado esa institución que fue Círculo de Lectores por "cambio de hábitos en el consumo de los ciudadanos"-- todos escriben todo el tiempo en pequeñas pantallas convencidos de que no existe trama más apasionante que la de sus vidas y de sus luchas. Estar bloqueado es no poder practicar la teoría y es ser y no ser al mismo tiempo, esa es la cuestión. En política --como lo que sucede ahora, como lo que viene sucediendo desde hace ya demasiado tiempo-- estar bloqueado es diferente: es no poder ser lo que se supone se debería ser pero vaya a saber uno si ser eso es finalmente algo bueno. Por lo pronto, es más que probable que eso a hacer se acerque peligrosamente a un deshacer y que esté muy mal escrito. De ahí que a los políticos --a diferencia de lo que ocurre con los escritores-- se los aplaude más cuando empiezan con su obra (la noche en que "ganan" las elecciones) que cuando abandonan su trabajo después de hacerlo muy bien y rematarlo con el más feliz de los finales.

DOS Lo que lleva a Rodríguez a recordar que --en la fría noche electoral de hace dos domingos, luego de una ración de tertulia y pronóstico-- vio el episodio final de la última y quinta temporada de la rashomónica serie de televisión The Affair. Rodríguez pasó allí cinco temporadas y cinco años (las series de televisión duran más que buena parte de las relaciones sentimentales) y no la pasó mal. El enganche fue inmediato. Serie con escritor siempre en problemas: Noah Solloway como una cruza entre Philip Roth y James Salter. Páginas en blanco y sábanas manchadas y culpa y sexo y puntos de vista cambiantes y la volátil realidad como combustible para la inflamable ficción. Allí, Solloway como un Macho Alfa pero sensible (y, ah, se pregunta Rodríguez, ¿dónde están ahora todas esas chicas que desfallecían por Don "Mad Men" Draper y quien ahora, seguro, le escupirían en la cara por acosador y misógino?). Solloway rodeado y acorralado por Hembras Omega (Helen y Alison y, confiesa Rodríguez, la cada vez más apetitosa hija Whitney, a la que vio crecer) quienes, además de tenerlo bajo su pulgar, son las inspiradoras directas de sus libros, incluyendo a ese best-seller de la Literatura del Yo-Yo que es Ascent. Así, Rodríguez envidió a Solloway a lo largo de los 53 episodios de sus idas y vueltas sin excluir sus múltiples erratas (incluyendo a sus tramos más oscuros, como ese paso por prisión con carcelero loco imaginado o, él también, su caída libre en las cámaras de castigo del #MeToo) hasta esa especie de final feliz próximo-futurista en el que nuestro héroe acaba bailoteando en los acantilados de Montauk una geriátrica coreografía de "The Whole of the Moon" de The Waterboys en la voz entre frágil y feroz de Fiona Apple. Rodríguez se emocionó con ese final pero se quedó con una tremenda duda al ver a Noah, tras el mostrador del restaurante Lobster's Roll, anciano y sabio y solitario: ¿siguió escribiendo o ya no pudo hacerlo más?, ¿vivió para contar la historia o se bloqueó para, simplemente, vivirla?

TRES De nuevo, en política la cosa es diferente: estar bloqueado es no ser. Un escritor que no escribe puede leer. Un político que no politiza no es nada. Un escritor suele estar bloqueado por cuestiones internas mientras que un político está bloqueado por asuntos externos. Y si ese político ganó las elecciones pero no puede (una vez más) ser finalmente elegido, bueno, ya la cosa se pone entre angustiosa y graciosamente kafkiana. El caso de Pedro Sánchez. El guapo Noah Solloway de la política española: alguien tan seguro de sí mismo que no puede procesar las inseguridades de los demás en cuanto a su propia persona. Casi un personaje del recién fallecido y genial (y poco reconocido) escritor Stephen Dixon, si Dixon se hubiese rebajado a aplicar su perfecto conocimiento de las marchas y contramarchas y taras y fobias del homo escritor a la figura de un estadista permanentemente desestabilizado por su entorno y por su interno. Y, sí, Pedro Sánchez escribió un libro titulado Manual de resistencia donde cuenta que lo primero que hizo al llegar a La Moncloa luego de haber desalojado a Rajoy fue cambiar el colchón. Está claro que se quedó corto. Y ahora, de nuevo, el baile de pactos y consultas con el Rey para a ver si se consigue investir a la hasta ahora desvestidura. La película continúa, la serie sigue, la historia es interminable.

 

Y así Rodríguez descubre que hay algo aún peor que un escritor bloqueado: un lector que no puede dejar de leer (un lector bloqueado sin poder pasar página) ese libro que le parece espantoso y que, aunque sea una novela histórica, no tiene por qué ser una historia de novela.