Nacido en 1939, a los 30 años Hugo Santiago filmó una película llamada Invasión, que sería una ópera prima mítica del cine argentino. En primer lugar porque no cualquiera tiene a Jorge Luis Borges y Adolfo Bioy Casares como autores del argumento (y a Ricardo Aronovich de director de fotografía, dicho sea de paso). Su estética, que no respetaba en lo más mínimo el modo de representación naturalista que imperaba en el cine local, entrañaba una ruptura mayúscula. Su fábula, en la que un pequeño grupo de resistentes –entre ellos, una columna de jóvenes– intentaba dar batalla a invasores semiabstractos pero poderosos, que no tenían remilgos en recurrir a la tortura, resultaba asombrosamente profética, tratándose de 1969 (además de sorprendentemente semejante a la de El Eternauta, que difícilmente Borges y Bioy Casares hayan frecuentado). Pocos años más tarde Santiago partió al exilio, donde llevó adelante una carrera en cine y televisión, para ya nunca más volver.
Eso, hasta el año 2013, cuando sintió la ardiente necesidad de volver a filmar Buenos Aires, como quien desea volver a ver a su amada. El resultado de ese deseo es El cielo del centauro, su segunda película argentina, realizada cuarenta y seis años más tarde de la primera (y doce después de la previa El lobo de la Costa Oeste, 2003), que abrió el Bafici 2015 y se estrena ahora, tras una espera de un par de años. Como en Invasión, hay en El cielo del centauro una conspiración secreta. Pero mientras allí, asomados a los 70, se escenificaba una tragedia de héroes condenados, por una cuestión de número, a la derrota y la muerte, medio siglo más tarde, en tiempos post, toma su lugar una pura mecánica, un movimiento que tiene lugar en la superficie. Una superficie sin fondo, tramada desde el guión por Santiago y Mariano Llinás, coautor y coproductor de la película, que casi recuerda más a Castro, de Alejo Moguillansky (editor de El cielo del centauro) que a la propia Invasión.
Un barco llega al puerto de Buenos Aires y un tripulante francés a quien llaman El Ingeniero (y que como el Corto Maltés lleva saco azul de marino) baja a cumplir con un encargo del padre, consistente en entregarle un paquete a un amigo. Para ello se mune de un mapa de la ciudad e inicia –héroe arrastrado por el deseo de otros– una aventura laberíntica, de policial negro en clave paródica, en la que deberá vérselas con dos grupos enfrentados, un temido líder del bajo mundo (Roly Serrano), un morocho vestido como cubano (Mustafá Sene), la directora del Museo Histórico Nacional, que falsifica cuadros del genial Cándido López (Romina Paula) y un señor bián llamado Amancio Avellaneda (Carlos Perciavalle). El laberinto lo lleva de un punto a otro de la urbe, como en una búsqueda del tesoro. La intriga, que tiene como mcguffin a un Ave Fénix (¿alguna relación con El Halcón Maltés, tal vez?) y como personaje extraviado de film noir a un tal Víctor Zagros, que también es falsificador, no tiene mucho más espesor que el mapa que El Ingeniero lleva a todas partes.
Es como si El cielo del centauro fuera la falsificación de una intriga. Lo que no es falsificado es la puesta en escena, que Santiago –obsesivo del asunto, tal como El teorema de Santiago expone con claridad– ha orquestado como una larga coreografía visual de una hora y media. La cámara, llevada por Gustavo Biazzi (El estudiante, Castro, La patota), dibuja geometrías incansablemente móviles, de una elegancia que no suele verse en el cine contemporáneo. Con una fotografía que va mutando del blanco y negro al color (y que restituye todos sus lilas a los jacarandas porteños), la Buenos Aires que construye El cielo del centauro está entre lo intemporal y lo abstracto, tal como sucedía en Invasión. Galpones del Bajo, recortes del Parque Lezama, un sector de la Recoleta, una esquina de Palermo, adoquines de la Boca. En términos musicales, el realizador ha querido asociar la ciudad al mito de la ciudad, convocando una vez más a Edgardo Cantón, autor de la banda de sonido de Invasión y de Los otros (1974), invocando en ocasiones el fantasma de Eduardo Arolas, que presidía ya la ficción de Las veredas de Saturno.