El neoliberalismo basado en el capital financiero y la tecnociencia toma por objeto la vida, controlándola y disciplinándola, valiéndose de los medios de comunicación concentrados. Produce así una subjetividad calculada, manipulada por lo mediático que se caracteriza por el imperio de las imágenes. Estas nunca son inocentes, siempre comunican, y van a funcionar como organizadoras de la identidad. El poder neoliberal despolitiza lo social determinando las fronteras de qué entra en la imagen y qué queda afuera, de lo que es vida humana y lo que no lo es, buscando imponer una moral y una estética, apuntando de esta forma a uniformar los modos de goce. En pocas palabras, el poder a través de los medios concentrados decide los modelos normativizantes de identificación.
En esta época en la que se modificó la incidencia de las prohibiciones, algunos ordenadores culturales sostenidos en la ley del padre perdieron el poder y la centralidad que tenían. Por efecto de esa caída se debilitó la función de la palabra, de la que depende la relación con la verdad, así como el valor de la racionalidad. Para citar algún ejemplo, hoy se naturaliza que un presidente mienta sistemáticamente o que un candidato arme su campaña basándose sólo en el marketing político y los asesores de imagen, prescindiendo casi por completo de un relato coherente, consistente y responsable; se puede faltar a la verdad sin que traiga ninguna consecuencia. Con la depreciación de la palabra, el desarrollo de las nuevas tecnologías y la cibernética, se elevó al cenit lo imaginario como el registro privilegiado en donde se buscan referencias y saberes para orientarse. El poder promueve identificaciones universalizantes: los mismos objetos tecnológicos de satisfacción para todos constituyen un aparente “estado de bienestar”. Estar en la foto significa ser y pertenecer al mundo, la imagen funciona como un GPS que dirige, ordena y opera sobre los cuerpos. Lacan afirmaba que el mundo es “omnivoyeur” en tanto que la mirada del Otro se hace presente por todas partes; actualmente ha devenido también exhibicionista: todo se da a ver y excita la mirada. El campo visual, enmarcado en lo que podríamos llamar “el espectáculo del mundo”, devino fuente privilegiada de goce. La vida transcurre entre Internet, blogs, Youtube, instagram, selfies, etc. borrando límites entre lo público y lo privado, lo visible y lo invisible, determinando así el surgimiento de una dimensión siniestra, extraña, que invade el campo de la realidad del sujeto.
En la actualidad, los mensajes comunicacionales se basan fundamentalmente en imágenes que ofrecen modelos identificatorios homogeneizantes que, si bien brindan alguna consistencia, al mismo tiempo hacen desaparecer lo particular de cada sujeto.
El desborde de la tecnociencia, manifestado en las lentes de las cámaras de vigilancia y control, cosifica al sujeto. La televisión, convertida en un panóptico que disciplina, hipnotiza la subjetividad al punto de enceguecer e impedir la visión. La imagen televisiva se convirtió en la principal estrategia biopolítica, y constituyó un modelo para que el ciudadano sea guiado y adiestrado.
El mundo devenido imagen se virtualizó, implicando entre sus consecuencias cierto aplastamiento mental, un pensamiento lineal y superficial, opuesto a la profundidad y multiplicidad de perspectivas. La realidad virtual conduce al imperio del yo y de la individualidad y reduce al sujeto a un funcionamiento de masa. El régimen de lo mismo propio de la dimensión imaginaria, al no incluir la diferencia, tiende al borramiento del Otro como lugar de la palabra, así como a producir una alienación entre el yo y el otro. Tal confusión implica el peligro de la anulación del otro en tanto alteridad, lo que la supuesta completud imaginaria enmascara.
¿En qué radica el poder de la imagen?
La mirada está presente desde el inicio en la escena del recién nacido, aún sin palabra. Lacan sostenía que el humano nace prematuro, con pulsiones parciales desorganizadas, incoordinación motriz, en un estado de indefensión y desvalimiento. El mundo lo mira, lo determina antes de que pueda ver su imagen en el espejo, el sujeto queda desde el inicio entregado al orden de lo visible.
El estadio del espejo descripto por Jacques Lacan designa un período comprendido entre los seis y los dieciocho meses de edad, en el que el niño al percibir en el espejo su imagen corporal expresa júbilo, reconociéndose por primera vez en esa imagen completa, y anticipando la coordinación motriz que aún no ha logrado. El infante se identifica asumiendo como propia la imagen que le devuelve el espejo, de este modo se forma el yo como instancia psíquica: una imagen total y unificada captada en un lugar donde el sujeto no está, en contraposición a su impotencia original, cuyo posible retorno constituye siempre una amenaza. En resumen, el yo es una imagen virtual, alienada, una unidad ilusoria porque la completud que observa es imaginaria. Se produce una relación erótica con la imagen, se goza de la imagen que vuelve consistente al cuerpo. La pasión narcisista por la propia imagen tiene el poder de condicionar representaciones, significados, sentidos y cosmovisiones, produciendo toda suerte de ilusiones ópticas que fascinan, entrampan y funcionan como prejuicios.
Un doble movimiento opera sobre las imágenes de identificación: por una parte se produce el reconocimiento del sujeto en ellas, como sucedía con el espejo con un yo ideal no afectado de limitaciones, y simultáneamente en esa imagen algo confronta con la propia enajenación: no es él, sino una imagen separada, que no le pertenece, que nunca es idéntica, que es de diferente talla, y está invertida como todas las imágenes en espejos. Lacan deduce de allí que el yo es otro y que la imagen del cuerpo estructurada en el estadio del espejo funda la categoría del semejante. Esta identificación produce un doble engaño: por una parte el Yo y el otro se confunden peligrosamente y la fascinación y el goce con la propia imagen obstaculiza los vínculos sociales, la comprensión y los intercambios, constituyendo tal “yoismo” una debilidad mental generalizada. Por otra parte, la imagen unificada e ideal vela la incompletud, la limitación constitutiva y la falta estructural del ser hablante. Se puede afirmar que el yo es un lugar de desconocimiento en el que no se quiere saber nada que pueda desestabilizar o amenazar su unidad imaginaria: lo diferente, el límite y la imposibilidad. El miedo a la desintegración favorece el autoengaño imaginario mantiene ilusiones que se defienden como certezas indiscutibles, prejuicios y creencias. La primera identificación ante el espejo, clave para la formación del yo, es fundadora de la serie de identificaciones que le seguirán. Esa identificación se fundamenta en un lugar simbólico privilegiado, el Ideal del Yo, que funciona como sostén desde donde el niño se capta como amado por el Otro, del que se volverá dependiente.
En el mundo devenido imagen virtual, los medios de comunicación de masas, en particular la televisión, ocupan este lugar del Ideal del Yo: son formadores de los ideales sociales y de la moral. Funcionando como Ideal del Yo, estos medios se postulan como garantes de “La Verdad”, y el individuo, llevado por un goce narcisista, cotidianamente avala y confirma esa perspectiva. Desde ese lugar, los medios concentrados estructuran el campo escópico y organizan identificaciones universales que dan lugar a una cultura de masas y a un mundo virtual, que funciona como si fuera la única realidad. Se produce una sugestión adormecedora en la que el sujeto se transforma en un objeto cautivo que, hipnotizado por la televisión, se somete inconscientemente a las imágenes.
En conclusión, la manipulación biopolítica que realizan los medios de comunicación está basada en el poder fascinante que produce la imagen. Esa captura posibilita los actuales fenómenos globales de servidumbre voluntaria y apego a ciertas estructuras de poder, que operan como un orden que va en contra de los intereses de poblaciones enteras. Esta perspectiva tira por tierra la idea de la supuesta libertad que otorgan la información y los mensajes comunicacionales, ya que si bien aparentan ampliar la libertad individual, en sentido estricto se imponen a partir de identificaciones, condicionando elecciones, valores y cosmovisiones. De esta forma operan sobre la subjetividad llegando a disciplinarla, enfermarla y manipularla.
Frente a este panorama, surge el interrogante de cómo franquear los “espejos” identificatorios sociales que producen una identidad uniformada, una cultura de masas. Cómo ir más allá del encierro en las cavernas virtuales, las identificaciones normativizantes que pretenden modelar deseos, aspiraciones, esperanzas y afectos.
La lucha política debe intentar conmover identificaciones y fijaciones, oponiéndose a la cultura que implica un confort imaginario. Se tratará de incluir estrategias de desidentificación con el programa de disciplinamiento neoliberal, filtrando la información de los medios corporativos y deconstruyendo los mensajes comunicacionales.
Es posible otra construcción cultural menos alienada a la imagen, en la que haya lugar para la singularidad. La apuesta es que el reconocimiento del sujeto, de la diferencia radical y del otro como alteridad, puedan funcionar como garantía contra el racismo, produciendo el surgimiento de lazos sociales más solidarios y democráticos.
* Psicoanalista, docente e investigadora de la UBA. Magister en Ciencias Políticas.