En los últimos días circularon en las redes sociales las fotos de Alberto Fernández rodeado de pañuelos verdes y abrazado a las compañeras de la Campaña Nacional por el Derecho al Aborto Legal, Seguro y Gratuito. Ciertamente es un gesto para celebrar, sin olvidar que son décadas de marchas, encuentros y paros nacionales de mujeres los que crearon las condiciones para que esa imagen sea posible.
Las grandes movilizaciones y el debate legislativo por la legalización del aborto de 2018 no sólo lograron instalar ese reclamo histórico en la agenda pública, permitieron también evidenciar el fracaso de un sistema de salud que sostenido en una jerarquía del saber y con una concepción biologicista, binaria y heteronormativa de los cuerpos, ha sido incapaz de garantizar el acceso a la salud como bien social y satisfacer las necesidades (no) reproductivas de las mujeres y de las personas con capacidad de gestar.
Si bien es cierto que durante el kirchnerismo el sector salud recogió las demandas de los colectivos feministas, lo hizo sumando políticas y programas que mejoraron el acceso a insumos y servicios, pero sin transformar las lógicas patriarcales, capitalistas y coloniales que lo organizan.
Actualmente las dialécticas de transformación y las disputas acerca de los sentidos de la salud y la soberanía se desarrollan en un contexto de avance neoliberal, expresado por sectores religiosos conservadores y racistas que reponen la familia patriarcal al centro de la organización social. En el ámbito sanitario, las políticas de los organismos internacionales sostenidas en la neutralidad de la “evidencia científica” han producido un desplazamiento discursivo que convirtió a la salud en un catálogo de productos y servicios que es necesario adquirir como condición de acceso a la misma. La revuelta chilena es quizá la expresión más brutal de este modelo.
En nuestro país, todo parece indicar que a partir del 10 de diciembre Salud volverá a ser Ministerio y es urgente preguntarnos qué ministerio queremos y sobre todo, para qué lo queremos. La construcción de un modelo de salud con justicia social requiere de algo más que el aumento presupuestario o la creación de nuevos programas o servicios sanitarios. Porque no alcanza con reducir el precio de los medicamentos -que sigue siendo una fuente de ganancias extraordinaria para las corporaciones farmacéuticas- ni se resuelve mejorando el acceso a servicios de atención. Una salud colectiva, democrática y libertaria sólo es posible si encuentra su anclaje en la comunidad, si es capaz de orientar sus acciones en función de las contingencias locales y si renuncia a su afán moralista y disciplinador para reconocer los deseos y los vínculos que alojan nuestras cuerpas.
Llegó la hora de construir una salud feminista como política de cuidado, que reconozca la vulnerabilidad humana y garantice la libertad y la autonomía necesarias, no sólo para que todas las vidas sean dignas de ser vividas, sino para asegurar la sostenibilidad de la vida misma en el planeta.
*Trabajadora de la salud, rondera feminista de la Fundación Soberanía Sanitaria, compiladora y autora del libro La salud feminista.