APURIMAC – EL DIOS QUE HABLA 6 puntos
Argentina, 2018
Dirección: Miguel Mato.
Guion: Miguel Mato y Eduardo Spagnuolo.
Duración: 81 minutos.
Estreno exclusivo en Espacio INCAA Sala Gaumont.
El dron avanza y sube lentamente por la ladera de una montaña, describiendo con imágenes los imponentes paisajes de la cordillera peruana. Allí, a casi cuatro mil metros de altura, en un lugar remoto del distrito de Quehue, departamento del Cuzco, viven los integrantes de cuatro comunidades quechuas, famosos en todo el mundo por la destrucción seguida de una nueva construcción, todos los meses de junio, del último puente colgante inca, una tradición con más de quinientos años de antigüedad. Acostumbrados a la presencia de periodistas y fotógrafos, a pesar de recibirlos todas las temporadas como una visita casi obligada, los hombres y mujeres responsables de la faena sostienen sin inmutarse cada uno de los pasos del ritual. Apurimac – El dios que habla, del realizador argentino Miguel Mato, reprime la ansiedad por llegar al meollo de la cuestión y registra primero las actividades cotidianas de los habitantes del lugar: el pastoreo de llamas y ovejas, la recolección de papas y batatas, el lavado de la ropa en una pequeña acequia.
Y, desde luego, el acto de cortar las largas pajas de q’oya que servirán para trenzar hilos y cuerdas, materia prima del Q'eswachaka, el “puente de cuerda” que quedará suspendido sobre un desfiladero, a unos diez metros del agua. A pesar de la autodescripción como una “experiencia sensorial”, la película de Mato (director de los documentales Yo, Sandro – La película y Espejitos de colores) está más cerca de la inmersión antropológica: sin una voz en off que haga las veces de guía y apenas algunos pocos registros de la voz humana comunicando ideas, es la cámara la única encargada de transmitir formas, acciones, conceptos y tradiciones. De hecho, hay en la película algo de oda a la vida tradicional, sin contaminaciones externas, y apenas un puñado de planos de productos manufacturados –allá abajo, en un mercado del pueblo– confirman que se trata de un Perú en tiempo presente. El culto a la Pachamama, las ofrendas a la Madre Tierra –con sus hojas de coca y semillas celosamente dispuestas sobre el suelo– y los rituales nocturnos a la luz de la luna, no han variado demasiado con el correr de los siglos, más allá de la proliferación de botellas con bebidas alcohólicas y los sombreros de las mujeres quechuas, que no han pasado de moda desde que comenzaran a usarse a finales del siglo XIX.
Cuando parece que Apurimac se contentará con un simple registro y edición de escenas meramente ilustrativas, llega el momento de las ceremonias y fiestas, acompañada por la música en plan fusión de Daniel Bargach Mitre. El viejo Q'eswachaka cae y comienza a erigirse el nuevo. Las mujeres se apartan –ya que, dicen, atraen la mala suerte– y los hombres comienzan a tender las sogas que harán las veces de sostenes de la obra. El sentido comunitario comienza a ser cada vez más evidente, aunque nadie ni nada lo explicite abiertamente: los hilos tejidos por las mujeres de las cuatro comunidades poco pueden hacer de manera individual, pero trenzados en cuerdas cada vez más gruesas son capaces de soportar el peso de una docena de seres humanos. El símbolo es fuerte. El puente también, literalmente.