Habilitó el debate y lo clausuró; se ufanó de presunto liberalismo en sangre y salió de paseo electoral por las provincias para abroquelar en torno a él a los sectores más reaccionarios, más amantes de los discursos de odio y antidemocráticos. Mauricio Macri pudo dejar como legado una garantía para los derechos humanos de las mujeres, pero eligió (otra vez) el papelón y la vereda de la clandestinidad.
Podemos suponerlo poco informado, pero el veto no lo hizo en la ignorancia. Al contrario. Lo hizo a sabiendas de que la ley se viola (la violan, no olvidemos que hay sujetos en cada acción: la violan funcionaries en distintas provincias, y no solamente, porque también sucede en Ciudad de Buenos Aires), de que hay interferencias vergonzosas de particulares y organizaciones fundamentalistas para evitar que se cumpla, de que hay zonas enteras (no hay que ir muy lejos: San Miguel, por decir algo), de que hay personas que se aprovechan de sus posiciones de poder para torturar a niñas y personas gestantes y obligarlas a llevar adelante embarazos no deseados, a parir.
¿Cómo sabemos que lo sabe? Porque decidió erigirse en campeón antiderechos y pescar en ese río fundamentalista revuelto, y necesitado de líderes.
Ningún blindaje a los derechos sobra. Nunca está de más que la letra del Estado sea explícita, garante, detallista. En el Protocolo que la Secretaría de Salud publicó en la madrugada y el Poder Ejecutivo anunció que vetaría a la tarde, había paraguas para todos los derechos.
Son 77 páginas en las que el Estado parecía escuchar los reclamos que el movimiento de mujeres lleva adelante hace años, hacerse cargo de ellos. El texto tiene apartados y aclaraciones que parecieran tener nombres y apellidos: los de las niñas y mujeres cuyos derechos a no parir el producto de una violación fueron vulnerados; los de médicos que abierta, arteramente se aferraron a presuntas objeciones de conciencia para no interrumpir gestaciones que eran tortura; los de personas que nada tenían que ver con las víctimas y que, sin embargo, se dedicaron a interferir (en algunos casos, con apoyo de gobiernos locales); los de pretendidas organizaciones no gubernamentales que sólo buscan bajar al territorio el discurso de odio contra las mujeres y los derechos. También están allí, pero de manera explícita, LMR y Ana María Acevedo, una de las cuales llegó a pagar con su muerte (dolorosa, por cáncer sin tratar, forzada a gestar, a parir) las faltas del Estado.
Apenas despuntaba la mañana, el Protocolo sorprendía. Lamentable como resulta, la sorpresa estaba bien orientada.
Pero todos los nombres y apellidos, todas las estrategias para evitar y desarmar las trampas antiderechos, también siguen allí. Y siguen necesitados de paraguas, de un Estado. Y esa nunca, después del papelón, va a ser su ganancia política.