Gaspar tenía seis años, casi siete, el 25 de septiembre de 2014, día en que Racing y Boca debían completar en la Bombonera los 34 minutos de un partido suspendido por lluvia once días antes. El local ganaba por uno a cero y toda la experiencia indicaba que darlo vuelta sería imposible.
—Papi, me parece que soy de Boca —me dijo Gaspar entrando a la habitación donde yo me acomodaba para ver el partido.
Con ese rechazo, mi hijo, con una frialdad que solo la ingenuidad brinda, cerraba una tradición de tres generaciones, profundamente enraizada y cimentada por cientos de idas a la cancha en los '90 hasta que llegó un desgaste insostenible. Aún así, contra mi propia racionalidad que me decía que el fútbol es solo un negocio, el equipo de mis amores seguía siendo parte constitutiva de mi identidad. Que mi hijo no me acompañara me hacía sentir más solo.
—No seas chancho —contesté sin más argumentos que mi propio rechazo—. No te podés hacer de Boca.
Sabía que en no pocas casas los niños se rebelan al mandato futbolero paterno, generalmente influidos por algún otro familiar, un compañero de escuela o el equipo de moda. También tenía claro que las presiones serían contraproducentes con mi hijo. Intenté algunos argumentos tibios más, pero me supe en un camino sin salida.
—Bueno: si hoy gana Racing me hago hincha —concedió magnánimo.
Si esa era la condición, supe que la lucha estaba perdida. La sentí casi una provocación, un desafío a mi esfuerzo irracional por condenarlo, probablemente, a una vida de sufrimientos. Sin embargo, no podía poner en evidencia mi poca fe en el equipo que le ofrecía para el resto de su vida. Comenzó el partido y para mi cardíaca sorpresa un hasta entonces poco querido Gustavo Bou hizo dos goles. Hasta el final seguí preparado para lo peor, pero no: Racing ganó con autoridad. Sabiendo de la volatilidad de una promesa infantil, le recordé diariamente la suya. No hizo falta: Racing comenzó una racha ganadora hasta salir campeón y permitió que mi hijo compartiera esa pasión tan existencial como inexplicable. Buzo, camiseta, festejos y un par de victorias vividas en la cancha sirvieron para hacer irreversible la decisión.
“¿Qué tiene esto que ver con el big data?”, debe estar preguntándose el lector. A primera vista nada, a menos que, justamente, tengamos muchos datos. Es entonces cuando una anécdota menor se suma a miles de otras similares para cobrar una nueva dimensión y, tal vez, detectar fenómenos de escala social invisibles desde la perspectiva humana. ¿Es posible saber a qué edad un niño se hace hincha de un club y qué pesa más en sus decisiones? Hay indicios de que al menos pueden establecerse ciertas correlaciones apoyadas en datos. Eso es lo que hizo un periodista y economista llamado Seth Stephens-Davidowitz, especializado en el análisis de grandes cantidades de datos (o big data) en su libro “Everybody lies” (“Todos mienten”), William Morrow, 2017.
Davidowitz, gran fan de baseball en general y de los New York Mets en particular, nunca entendió por qué su hermano, cuatro años menor que él, tenía tan poco interés por ese deporte: “¿Cómo es posible que dos niños con genes tan parecidos, criados por los mismo padres, en la misma ciudad, tengan sentimientos tan opuestos acerca del baseball?”. Para elaborar algún tipo de hipótesis creó una base de datos con personas que apoyaran (o “megustearan”) distintos equipos y sus años de nacimiento. Así pudo deducir que el número de fans de un equipo aumenta entre aquellos que tenían cerca de ocho años de edad cuando el equipo finalmente elegido ganaba un campeonato: “vemos que el año más importante en la vida de un hombre, en cuánto a cementar su equipo favorito de baseball como adulto, es cuando tiene más o menos ocho años. En total, de cinco a quince años es el período clave para conquistar a un niño”, concluye Davidowitz.
Más allá de lo pintoresco (y “tribunero”, si se me permite) del ejemplo elegido, lo relevante es cómo miles de pequeñas informaciones, algunas de ellas graciosas, pintorescas o, simplemente irrelevantes a nuestros ojos, registradas en las redes sociales, sensores, cámaras o plataformas en general, al ser agregadas en una base de datos y analizadas, pasan de meras anécdotas a radiografías de fenómenos antes invisibles. Desde la perspectiva individual resulta muy difícil comprender cómo lo que era un detalle sin importancia, junto a otros miles o millones similares, se transforma en un patrón relevante, un indicador sobre comportamientos actuales y también futuros, además de en un gran negocio.
Como veremos a lo largo de este libro, una correlación dista mucho de ser una explicación causal, pero puede ser un buen comienzo para, aplicando el método científico, contrastar algunas hipótesis. ¿Qué dirían los psicólogos por ejemplo acerca de este fenómeno? ¿Qué pasa en la etapa de los ocho años para que tiendan a definir el equipo de sus amores? O, incluso, ¿el fenómeno es realmente similar en países como la Argentina y con el fútbol como deporte en lugar del baseball? Además de ser simpática y, posiblemente, relevante para entender los fenómenos de formación de la subjetividad, estas conclusiones podrían resultar vitales para un equipo de fútbol campeón que debe decidir dónde invertir en publicidad. De esa forma podría garantizarse por varias décadas un mayor número de fans.
Se ha repetido hasta la náusea que el tsunami tecnológico de las dos últimas décadas produjo (y sigue produciendo) un cambio drástico en casi todos los aspectos de la vida, tanto económica o social como individual: cómo nos comunicamos entre las personas, averiguamos cómo llegar a otras partes, nos ofrecen productos, nos informamos, decidimos a quién votar; pero también la forma en la que nos construimos como personas, los límites de la intimidad o a qué llamamos “amistad”. Las tecnologías se han metido en la profundidad de las relaciones sociales y de los procesos de producción de la subjetividad de una forma tan vertiginosa como naturalizada.
¿Cómo hacer pie entre tantos cambios? ¿Cómo entender la forma en la que Cambridge Analytica segmentaba la personalidad de los votantes a partir de sus gustos musicales? ¿Cómo es que Uber se plantea como una simple aplicación pero está valuada en más de 100.000 millones de dólares y su tasación sigue creciendo? ¿De dónde sacará el dinero para compensar semejantes expectativas (si es que alguna vez lo logra)? ¿Cómo es que Google factura miles de millones si nos da (o parece darnos) todo gratis? ¿Por qué los precios de los billetes de avión varían según quién los mire y desde dónde se conecte?