Por M.W.

Un lugar común de la Vulgata dominante predica que los presidentes Donald Trump y Jair Bolsonaro son populistas de derecha mientras que su aliado, amigo y homólogo, Mauricio Macri es “republicano”. Extraño, inverosímil, porque comparten ideología, valores, xenofobia, machismo, enemigos. Macri añade el mayor alineamiento de un gobierno democrático argentino respecto de Estados Unidos. La Casa Blanca, el Departamento de Estado, el de Justicia, la DEA son su faro y su conducción.

Otro slogan predica que los sistemas parlamentarios son superiores a los presidencialistas (predominantes en toda América) en particular para prevenir y reparar crisis políticas. La versión hace agua en los últimos años, en especial luego de la perenne crisis capitalista mundial de 2008. Los gobiernos de los países centrales decidieron salvar al sistema financiero en detrimento de la gente común. Sobrevivieron los banqueros, padecen los ciudadanos. La movida impactó en sistemas políticos estables posteriores a la llamada Segunda Guerra Mundial. Los sistemas parlamentarios europeos, con alguna excepción, habían alumbrado liderazgos perdurables. Como enseñó el politólogo italiano Gianfranco Pasquino en el libro “Los poderes de los Jefes de Gobierno”, parafraseado por este cronista, funcionaban como presidencialistas. Líderes de coaliciones amplias, con mayorías propias, perduraban prolongados períodos. Va una lista incompleta, en surtidos países: Margaret Thatcher y Tony Blair (Reino Unido), François Mitterrand y Jacques Chirac (Francia); Felipe González, José María Aznar, José Luis Rodríguez Zapatero, Mariano Rajoy (España). Muchos años al mando. La estabilidad económica propiciaba la continuidad. Los cambios alumbraban otras mayorías.

Italia supo ser excepción por su inconstancia. La canciller alemana, Angela Merkel, por la perduración, aunque ahora está por retirarse.

Pero en los últimos años la inestabilidad y la fragmentación de los partidos políticos, la disconformidad ciudadana o regional, dificultan o impiden formas de gobiernos estables. Ocurre en España, desde ya en Italia, en la otrora hiper estable Gran Bretaña. La oleada llega a Israel.

Estados Unidos sostiene el presidencialismo, pagando el costo (bajo para una superpotencia) de ungir mandatarios en elecciones sospechadas o fraudulentas.

Es la economía política, caramba.

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La oleada neoconservadora que prosperó en América del Sur en años recientes se revela impopular, violenta e inestable. Las reacciones populares son reprimidas sangrientamente. Las Fuerzas Armadas recobran protagonismo, en concubinato con las de Seguridad. La cantidad de asesinados se desconoce, escamoteada por los gobiernos y los medios que los apoyan.

“El mundo” se corrió a la derecha, las socialdemocracias europeas perdieron razón de ser y base social. Los países centrales erigen muros, cierran fronteras, encarcelan a inmigrantes o los hacen morir en el mar. Reinstalan valores inhumanos, prácticas que se suponía preteridas.

El nuevo orden internacional, da la impresión, es ínsitamente inestable y volátil porque colisiona con los intereses de las mayorías y porque casi toda la caterva de sus líderes (como Trump, Macri o Bolsonaro) suele ser ágrafa y binaria.

Hacer balance de lo que sucede hoy en día es temerario, prematuro. Pero algo parece claro. La etapa nacional popular, bolivariana, de izquierda o como quiera llamársela en América del Sur concretó una larga década de progresos, atenuación de las desigualdades, baja de la pobreza y la indigencia. Un lapso sin guerras internacionales ni civiles. Hubo conatos frenados a menudo por la acción concertad de mandatarios de naciones diferentes. Ahora matan manifestantes, se les vacían los ojos, se encarcela a mansalva, el toque de queda se propaga. Nada indica que la barbarie y la violencia estén por cesar.

La era neoconservadora es excluyente y, todo lo indica, incapaz de fundar tan siquiera “su” propio orden. Margaret Thatcher, Ronald Reagan y hasta Carlos Menem consiguieron hacerlo en la primera oleada neo con. Los sucesores no pueden repetir su marcas aunque sí acentuar defectos y capacidad de daño.