Desde Barcelona
UNO De un tiempo a esta parte, pareciera que no importe demasiado el lugar donde se esté o al que se está mirando. Ahora, por ejemplo, Rodríguez frente a noticieros de TV. Y, ahí, postales de gente corriendo entre gas y fuego y pólvora y soldados. ¿Son imágenes de Santiago o de París o de La Paz o de Hong Kong o de Quito o de Teherán o de Bogotá o de Barcelona? ¿Importa o da igual? La sensación, para Rodríguez de que da lo mismo y de que todo es consecuencia más o menos (in)directa de la elección como presidente de Estados Unidos de un hombre cada vez más variadamente desvariante llamado Donald Trump. Allí y entonces, teoriza Rodríguez, se abrió la petarda caja de los truenos y se impuso a nivel global eso que se conoce como suspension of disbelief: forma elegante de resignarse a un todo es posible y nada es imposible y a un vale todo porque ya nada vale algo.
DOS El empuje callejero que debería impulsarse en despachos y congresos, claro, es el de la revolución. La Revolución. Ese mandato ahora más fono que tele dirigido para el rebaño mientras los que mandan rebañan el plato hasta dejarlo limpio y vacío. Ese hit-single planetario de otras décadas (noches atrás, Rodríguez tuvo una pesadilla en la que se estrenaba un nuevo irreal reality show en la que competían diferentes países proponiendo a sus nuevos líderes utópicos y poniéndolos a competir cocinando platillos regionales; y el concurso en cuestión se llamaba Chef Guevara). Canción pegadiza que de tanto en tanto se remezcla y se reedita en flamantes covers a cargo de nuevas voces cantando y prometiendo lo mismo de siempre: para el pueblo lo que es del pueblo (es decir: nada). O todo aquello que nunca se da al llegar al poder. A El Poder. Lo que no es disculpable pero sí inevitable. Porque encontrarse al frente suele equivaler a retirada hacia la realidad. La Realidad. Lo que no tiene perdón de Dios ni del Diablo ni del Hombre, piensa Rodríguez, es perder la oportunidad (por el tiempo en que se tenga la sartén por el mango, antes de quemar lo que allí se cuece, como si se tratase de la versión política del servicial y tan eficiente Manny Manitas) de hacer reformas mucho más trascendentes que cambiar apenas una letra por otra.
Las Reformas
TRES Pero, se sabe, no hay nada más desestabilizante que ponerse a toquetear lo largamente establecido. ¿Para qué perder el tiempo enderezando ese estante si aguanta y si, para hacerlo, hay que sacar todos esos libros que nunca se leyeron pero que se ven tan vistosos e instagramables y retwiteables? Como esa exhibicionista foto de bailarina en el aire, envuelta en bandera, frente a camiones de asalto y tanquetas, piensa Rodríguez. Y --bailoteando antes y después de ella-- todos esos pensadores del arte dando emocionado testimonio con la pluma/iPhone, la espada/pulgar y la palabra/emoji. Todos tan compro/metidos en/con lo que toque y con lo que, en su momento, ya toquetearon tantos otros importados rebeldes con causa más cercana al turismo aventura (un paseíto por las humeantes barricadas y selfie y luego volver a la ahumadas barricas en los perfectamente climatizados sótanos de sus mansiones) que a cualquier odisea ideológica. Y lo bien que hacen teniendo en cuenta lo que suelen deshacer los nativos protagonistas, piensa el apolíticamente incorrecto Rodríguez (y lo aclaro, por las dudas, por si las moscas, por si las incontables poco avispadas avispas siempre dispuestas a clavar su aguijones: lo piensa él y no lo pienso yo, quien, apenas, canalizo al cada vez más peor conservado que mejor conservador Rodríguez; alguien para el que la política se ha convertido en lo mismo que la Navidad para Scrooge; y, ah, cuántos habrá como él, tan sólo deseando ganar una findeañera lotería que revolucione y derroque a sus más íntimas dictaduras; y, oh, nos llegan imágenes de los disturbios lunáticos en Mare Tranquillitatis).
En España, por ejemplo, se viene discutiendo acerca de modificar la Constitución. Pero ni eso. Van y vienen. Y planos que nunca se hacen planes. Y apoyos que ceden. Y paredes maestras. Y consultas. Y vigas del tejado. Y corruptelas. Y cañerías y tanques sépticos. Y Rodríguez, claro, está tan cansado. Y más lo agota aún el tener que informarse día a día de cuál será la performance urbana de los independentistas (la nueva "idea" revolucionaria de los CDR es la de puntuar negativamente on line a los hoteles donde se alojan los policías venidos desde la capital del reino) o acerca de la conexión rusa del Procés. O escuchar ahora a los que se rasgan las vestiduras por el seguimiento por cuatro días a millones de móviles a cargo Instituto Nacional de Estadísticas con data aportada --previo pago-- por las principales compañías de telefonía cuando los usuarios no hacen otra cosa que ceder "gratuitamente" su privacidad cada vez que activan nuevas apps o perfiles sociales donde lo cuentan absolutamente todo mintiendo un poquito demasiado, eso sí. O contemplar el pasmo de los estadistas elegidos democráticamente cuando comprueban que se acabó ese juego que los hacía feliz. (Rodríguez siempre pensó que entonces no estaría mal que, en lugar de tantas inexplicables explicaciones para su caída libre sería tanto mejor que recurriesen a las rengas muletillas de los cómicos catódicos de su infancia y mirar a cámara diciendo cosas como "¡Sorroco! ¡Aulixio!" o "Has frascasado" o "Se me luenga la traba" o "Porque esto es una barbaridad muy bárbara" o preguntar una y otra vez, entre risas grabadas y enlatadas, eso de "¿Cómo están ustedes?".)
O, de nuevo --en este otoño más frío que un invierno-- volver a oír tantas explicaciones de la derecha moderada y de la izquierda progresista acerca de cómo (in)explicar el emplazamiento de Vox como tercera fuerza política en el Congreso. Rodríguez, en cambio, tiene preocupaciones más urgentes e inmediatas: ¿debe ir a ver a los eficientes y expeditivos y auténticamente reformistas y tan políticos gángsters en The Irishman de Martin Scorsese al cine o esperar a verla en casa, en Netflix? Rodríguez opta por la variante doméstica. Pondrá la película y, mientras la mira con un ojo, con el otro intentará desatornillar esto para clavar aquello, se dice. Y después a darle una mano de pintura a esa mancha de humedad marca Rorschach --producto de su propia y privada acqua alta-- a la que mira fijo desde hace meses y a la que cada vez le encuentra formas más difusas y significados más inquietantes. Ahora, sin ir más lejos, cree entrever allí los rostros atemporales de Robert De Niro y Al Pacino y Joe Pesci haciéndole guiños como diciéndole "Ven a vernos al cine". Y Rodríguez obedece intuyendo que, al entrar allí por unas cuantas horas, no saldrá reformado; pero, al menos, ese trío de honestos delincuentes y "pintores de casas" (aunque hablen y hablen y hablen y no dejen de hablar entre ellos en un idioma entre hipnótico e infradotado) no les habrán mentido como todos esos deshonestos atornillados patriotas del apriete les mintieron a todos aquellos que, por las calles de esta ciudad, aseguran querer reformar lo que en verdad apenas rompieron.
Hasta la reforma (hasta que alguien reforme al deformado Rodríguez, por favor), siempre.