Regocíjense los santos por su gloria

y canten aun sobre sus camas. Salmo 149:5

La tía Cata tenía cara de lechuza, era petisa pero de brazos largos y huesudos, usaba vestidos con flores de colores y llevaba siempre un pañuelo verde brillante en la cabeza. Vivía a media cuadra de la escuela y hacía unas tortas rusas espectaculares. 

Yo pasaba a visitarla cuando salía de la escuela. Me saludaba con su sonrisa de cuatro dientes, me daba un beso y me apretaba los cachetes: “¿quiere torta?”, me decía. Yo contestaba que sí con la cabeza y ella me hacía pasar. 

Entrar a la casa de tía Cata me daba un poco de miedo. Y al mismo tiempo me gustaba porque parecía de película de terror. Era la única casa así que yo conocía por dentro; en el pueblo no había muchas, casi todas eran como la mía y las de mis amigos, casas comunes, de barrio municipal, todas del mismo color, con idénticos jardines y tanque de agua a la vista. En cambio la de tía Cata era enorme, con pasillos oscuros y techos altísimos, puertas desvencijadas que la tía trababa con macetas; los pisos de ladrillo verdoso; las paredes rajadas, ganadas por la humedad y los años. Lo primero que se sentía al entrar era el olor, un tufo rancio, mezcla de humedad, sopa y Flit. El único lugar distinto era la cocina, porque a la hora en que yo solía ir la tía por lo general estaba preparando algo dulce: bollitos, torta rusa o galletitas. 

La casa daba la impresión de estar deshabitada, tales eran la oscuridad y el silencio –no había tele y la radio vieja que la tía tenía sobre la mesa del comedor era apenas un murmullo que acentuaba esa sensación–. Sin embargo, la tía no vivía sola. Era casada. A su marido no se lo veía nunca porque estaba siempre metido en la cama. Tío Difícil, le decían. Yo sabía por mis papás que hacía un montón, no sé cuántos años, ese tío vivía en la cama. “No se levanta ni para ir al baño”, me habían dicho. Y también me habían dicho que tenían un hijo, Adrián, pero hacía muchos años que se había ido lejos, al sur, a trabajar en una petrolera. Algunas veces la tía Cata me hablaba de él: “no es como vos, a él le gustan las cosas saladas” –me decía y esperaba la llegada del cartero con novedades–: “por estos días seguro que recibo carta; él nunca me falla”.

Mamá decía que la tía Cata tenía el cielo ganado; papá decía que a ese viejo haragán él lo sacaría de la cama con un fierro caliente; y para mí, saber que mientras comía en silencio los bollitos que me preparaba la tía Cata, en algún lugar de ese caserón había un tío que, según contaban, nunca salía de la cama –cosa que yo no podía creer, y por eso mismo me parecía que todo el tiempo me podía estar espiando–, me espantaba y al mismo tiempo me retenía ahí, y me llevaba a volver una y otra vez, porque yo lo quería ver pero no me animaba a entrar a su dormitorio. Y no le quería pedir a la tía que me acompañara. Quería entrar solo. En algún momento pensé en comentárselo a mi mejor amigo, de a dos la cosa sería más fácil. Pero me hubiese perdido la exclusividad: este tío era un secreto, mío y de nadie más.

Cuando le preguntaba “¿y el tío, cómo anda?”, la tía Cata reaccionaba de distintas maneras: decía “¡aj!” y hacía un gesto con las manos como quién espanta una mosca; o se acercaba hasta mi oído y susurraba “está más loco que nunca”; o simplementedecía “ahí anda” y cambiaba de tema. Pero había veces, aunque eran las menos, en que me decía: “bien, ¿no querés pasar a verlo?” Y entonces yo, que siempre esperaba esa respuesta, ponía de excusa alguna tarea o examen inventado para el día siguiente y me iba enseguida. 

Hasta que un día me animé. Después de comer torta le dije a la tía que iba a salir un rato al patio a ver el aljibe. Salí de la cocina, pero en lugar de doblar a la derecha por el pasillo ancho que llevaba al patio, me metí en el otro corredor, el que llevaba a los cuartos. Ya lo había intentado antes, pero nunca había llegado hasta el final de ese pasillito oscuro, donde estaba el dormitorio del tío. Pero ese día estaba decidido, así que apuré el paso y llegué hasta el umbral de una puerta de doble hoja, una de las cuales estaba apenas entreabierta. Asomé la nariz y no pude ver otra cosa que parte de un ropero, una silla con unos trapos colgados del respaldo y nada más. Apoyé la mano en la puerta y empujé suave, rezando para que no hiciera ruido; metí la cabeza y miré rápido hacia el otro lado. Entonces lo vi. Es decir, vi una cama, y en la cama a alguien envuelto en una sábana, de cara a la pared. Me vino todo el miedo de golpe; había llegado hasta ahí y ahora no sabía qué hacer, si entrar o no. ¿Le hablo? No, lo miro un rato y me voy. En eso estaba cuando él se dio vuelta y me vio. Me quedé paralizado. Él dijo: “ah, sos vos, pasá y tapame un poquito los pies”. 

Me acerqué pisando despacio. La cama del tío estaba en un rincón y en ese momento me pareció que en esa pieza gigante no había otra cosa. Llegué al pie de la cama y lo miré. Había hablado con voz de viejito, pero no era tan viejo. Hice lo que me pidió y él se acurrucó todavía más. Después dijo: “estoy muy cansado”, y al instante empezó a roncar. Di media vuelta y salí. 

Era imposible que estuviera todo el tiempo en la cama. Seguro que hace trampa, pensaba yo. Se lo iba a decir a papá, pero me lo guardé porque estaba claro que él no lo quería. ¿Cómo podía saber quién era yo, si nunca me había visto? Capaz que la tía le hablaba de mí y le había contado cómo era, pero igual no me convencía. Para mí que me conocía porque espiaba. Sí, seguro el tío Difícil se levantaba y espiaba. Y yo tenía que descubrirlo. 

Empecé a ir más seguido y en diferentes horarios. A veces pasaba unos minutos antes de entrar a la escuela, saludaba a la tía y corría hasta la pieza de él. Me asomaba, lo veía acostado o sentado en la cama. Él levantaba la vista y me decía con su voz pálida: “¿no hay clases hoy?” También me escapaba a la siesta; los domingos, si no iba a la tarde con mis padres, iba solo después de misa. Y siempre lo encontraba en la cama. 

El dormitorio del tío era grande como un tinglado y austero como una celda: en un rincón estaba la cama –de una plaza porque quería estar solo; la tía Cata se había quedado con la cama matrimonial y dormía en una pieza pegada a la cocina–; a la izquierda de la cama había una silla y una mesita con dos cajones; en la pared, sobre el respaldo, una cruz de madera tallada por el tío hacía años; y en la otra punta, un ropero y dos sillas de las que colgaban toallas y algo de ropa. En la pared opuesta a la puerta, medio torcido y ridículamente chico para semejante espacio, había un cuadrito: un paisaje de montañas con un castillo a lo lejos. Del centro del techo bajaba un cable largo del que colgaba una bombita cagada por las moscas. 

A la izquierda de la cama, en la pared sobre la que apoyaba el respaldo, había una ventana de doble hoja con vista a la calle. La tía Cata se ocupaba a diario de abrir y cerrar los postigos, el tío se limitaba a darle la espalda. Yo adquirí el hábito de pararme ahí y, sin que él me lo pidiera, contarle lo que veía: de qué color estaba el cielo, una chica que volvía de la escuela y me gustaba, un árbol de la avenida que un rayo había secado, quizá algún perro asoleándose en la vereda de enfrente. El tío nunca me respondía, ni siquiera me miraba. Escuchaba, eso sí, no me interrumpía, y cuando consideraba que había sido suficiente, simplemente volvía a acurrucarse de cara a la pared. Entonces yo sabía que su atención había terminado. 

Al llegar me gustaba decir “hola tío” bien fuerte para escuchar el eco de mi voz en esas paredes. Después le daba un beso y le preguntaba cómo andaba. Siempre me respondía lo mismo: mal. ¿Y ahora por qué? Con la vista fija en la pared, el tío se quedaba en silencio; nada lo apuraba; cuando volvía, con el poco resto que parecía quedarle a su voz, decía: no sé, ando mal. Yo, que de a poco lo iba conociendo, arrimaba la silla, me sentaba a su lado y me ponía a tararear alguna canción mientras hojeaba las revistas que había empezado a llevarle y que él nunca miraba, al menos cuando yo estaba. Al rato, muy despacio, se iba incorporando hasta quedar sentado. Yo le acomodaba las almohadas para que apoyase bien la cabeza. Entonces él me pedía que le alcanzara los anteojos: “están en el cajoncito de la derecha –decía invariablemente–; te quiero ver bien”. Después se acercaba y me miraba a los ojos; me agarraba la cara, la giraba para un lado y para el otro;me estudiaba: “sos igual a David –concluía–, mi hermano mayor”. La vez siguiente hacía lo mismo y me decía que era idéntico a Ricardo, un amigo de juventud; la próxima me parecía a Samuel; otra, tenía el perfil de Santiago; otra, los ojos de Andrés.

A veces, sólo a veces, me hablaba un poco de alguno de ellos. De nada valía hacerle preguntas; el tío hablaba sólo si tenía ganas y de lo que él quisiera. Quizás llegaba a decirme que de los doce, David era su hermano preferido; o que Ricardo había sido boxeador. Yo empezaba a entusiasmarme, a querer saber, pero cuando menos lo esperaba el tío se quedaba callado y ya no retomaba la charla. Las primeras veces le insistía para que siguiera contándome, pero él no decía nada o decía “no vale la pena”. Y yo aprendí a esperarlo. 

Pero lo que sí hacía religiosamente, después de pedirme los anteojos y mirarme al detalle por un rato, era estirarse para abrir uno de los cajones de la mesita, el de la izquierda; me daba unas monedas y me mandaba al almacén a comprar maní con chocolate, que compartíamos a solas y en silencio. Yo sentía ese momento como el mayor de los privilegios, un código secreto que el tío tenía conmigo y con nadie más. 

Lo que sí me animé a hacer un día de esos raros donde él parecía tener ganas de charlar, fue preguntarle su nombre. Yo lo sabía, se lo había preguntado a papá, pero quería ver qué me contestaba él. Delcio –dijo–, como a los quince me empezaron a decir Difícil y ya nadie me volvió a llamar por mi nombre. Hay gente que cree que me llamo así. ¿Y por qué te lo pusieron, tío? Se encogió de hombros; por un instante me pareció que me iba a contar algo, pero finalmente se quedó callado. 

Sin darme cuenta empecé a olvidarme de por qué había empezado a ir. Había veces que ni siquiera pasaba por la cocina a probar las tortas de la tía Cata. No sé explicar bien qué era, pero había algo que me llevaba a estar ahí y no en otro lado: me gustaba pasar ratos con el tío,no encuentro otro manera de decirlo.


Ese invierno fue muy malo; me enfermé de los intestinos, tuvieron que operarme y casi pierdo el año en la escuela. Durante dos meses me la pasé encerrado comiendo puré de calabazas, tomando remedios y dibujando en la cama. Siempre digo que si hubieran sido tres meses, no me levantaba más, como el tío. 

Cuando llegó la primavera empecé a sentirme mejor y volví a visitarlo. Seguía en la cama, pero lo encontré muy desmejorado, más encogido y escuálido que la última vez. Era un esqueleto con dos bolitas azules en la cabeza blanca. Me parecía que en cualquier momento iba a entrar a su pieza y en el hueco del colchón encontraría sólo los ojos. El cambio más impresionante de esos meses en que dejé de verlo fue la piel: era de una palidez hecha con la borra de varios colores, una especie de collage opaco. A la tardecita, cuando la tía Cata encendía aquella lámpara miserable, la cara del tío Difícil, por falta de contraste, parecía perderse entre el blanco percudido de las sábanas. Fue por esa época que el tío empezó con el capricho de pedir las cosas por repetición. Un día, yo estaba parado en la ventana describiéndole lo que pasaba afuera y de pronto escuché que hablaba. Me callé. Mandarina –decía, muy bajito–, mandarina. Era la primera vez que interrumpía nuestro rito de la ventana. Lo miré. Él seguía repitiendo mandarina, cada vez más alto. Hasta que apareció la tía con una bandeja de mandarinas. Salí con ella y me contó que de un día para el otro había empezado con esa nueva manía: “ahora pide todo de esa forma: genioles, polenta, té con limón, lo que sea”.

Los últimos meses de ese año tuve que estudiar un montón para recuperar en diciembre el tiempo que había perdido por la enfermedad. Por suerte pasé de grado. 

A la casa del tío volví recién para Navidad. En esos días, la tía Cata había recibido noticias de Adrián, una carta y unas fotos que me mostró con los ojos llenos de lágrimas: mirá mis nietos –me decía–, están grandes. Le pregunté si vendrían para las fiestas; ella dijo que no y se puso a llorar. 

Fui a la pieza del tío decidido a preguntarle, pero al final no me animé. Y siempre me quedé con la sospecha de que él tenía algo que ver con que Adrián se hubiera ido tan lejos y no quisiera volver. Conmigo el tío jamás tocó el tema, ni siquiera nombró a su hijo.

Dormía cada vez más. La mayor parte del día. Yo lo despertaba al llegar y él se sentaba en la cama para repetir alguno de nuestros ritos, y si bien nunca olvidó las monedas para el maní con chocolate, ya no era lo mismo que antes. Se quedaba dormido en cualquier momento. Era milagrosa la facilidad que tenía para dormirse. A veces me daba un aviso, como aquel de la primera vez que lo vi: estoy cansado, decía, y ahí nomás se ovillaba, cerraba los ojos y empezaba a roncar. Yo, que ya conocía sus mañas, iba hasta la cocina y ponía agua a calentar: cuando el tío volvía de su siesta, le alcanzaba el mate. 

Tomaba dulces. Separaba las piernas y acomodaba las cosas en la cama. Le temblaba el pulso, y de cada cucharada de azúcar o yerba una parte iba a parar a las sábanas. La tía Cata, que lo cuidó hasta el último día, y a quién jamás escuché levantar la voz ni la vi negarse a ninguno de los caprichos del tío, había dejado de cambiar las sábanas semanalmente. Pero a él eso no le importaba, no se molestaba ni siquiera en sacudir los restos: cuando se hartaba, me alcanzaba las cosas o las apoyaba en el piso, se ovillaba otra vez en el hueco del colchón y se dormía con una sonrisa. 

Al año siguiente empecé la Escuela Técnica en una ciudad alejada de mi pueblo y volvía a casa un fin de semana al mes. A veces me acordaba de preguntar por el tío y papá me decía “ahí está, igual que siempre”; mamá agregaba “igual no, cada día más loco”.


Un día papá me llamó a la escuela para darme la noticia de que Adrián, el hijo de los tíos, había muerto en un accidente. Lo estaban trasladando al pueblo para velarlo en la casa esa misma noche. Así lo había decidido la tía Cata. Yo quería estar al lado de ellos; di el aviso en dirección y viajé enseguida.

Durante el viaje no paré de imaginarme cómo estaría el tío. Hice el cálculo: había pasado los últimos doce años de su vida metido en la cama.

Cuando llegué al pueblo, mis padres me estaban esperando en la terminal y fuimos directo a casa de los tíos. Nos recibió una hermana de tía Cata y nos informó que el velatorio era en la pieza del tío. 

Avanzamos por el pasillo. Se escuchaban llantos y murmullo de rezos. Yo sólo pensaba en él. Me preguntaba dónde estaría, y cómo. La puerta de doble hoja estaba abierta y en el medio de la pieza se veía el cajón, unas velas gigantes y varias mujeres vestidas de negro y llorando como si el muerto fuera hijo de ellas. Mis padres entraron. Yo me quedé un instante parado en el umbral. Después me asomé y miré hacia el rincón, como aquella primera vez, hacía tantos años. Había gente parada en el medio y no pude ver bien. Di un paso adelante y busqué entre las cabezas hasta que lo vi: el tío Difícil estaba sentado en la cama con los ojos cerrados. Todos le daban la espalda. 

Busqué a la tía Cata con la mirada y no la encontré. Debe estar en la cocina, pensé, di media vuelta y salí.