Reunión de familia distanciada más calor más Año Nuevo es la fórmula del desastre seguro, en la vida como en el cine: en Los sonámbulos, la nueva película de Paula Hernández que acaba de pasar por el Festival Internacional de Cine de Mar del Plata, lxs tres hijxs de una mujer de carácter, Memé (Marilú Marini) llegan con sus familias y conflictos a cuestas a pasar las fiestas en una quinta con pileta que la madre, como pronto sabremos, desea vender. Está claro que esta mujer va a hacer lo que quiera: la generación siguiente, compuesta por dos hijos (Daniel Hendler y Luis Ziembrowski) y una hija (Valeria Lois) está demasiado absorbida por sus propios problemas, y Memé —que recorta de las fotos familiares a las personas que dejaron de caerle bien— simplemente no parece una madre a la que se pueda contradecir. A través de lxs hijxs se ponen en escena los avatares de una generación errática, de parejas rotas y vueltas a armar, de adultxs tensionados entre la voz y la autoridad de la madre y sus propios puntos de vista.
Pero Los sonámbulos no es una película coral sino que está centrada en el grupo que componen Emilio (Ziembrowski), su mujer Luisa (Erica Rivas) y la hija adolescente de ambos, Ana (Ornella D’Elía), que padece de sonambulismo y acaba de empezar a menstruar, dos condiciones que en la primera escena de la película se plantean de modo sugestivo con recursos propios del terror. A medida que transcurre la película nos enteramos poco a poco de que Emilio y Luisa están en un mal momento de la relación y de que ellxs, a su vez, están en permanente tensión con la hija de catorce que los desprecia, cuestiona silenciosamente y tironea para reclamar mayores libertades. Quizás el malestar generalizado sea el signo de esta familia, donde además hay una puérpera (Lois) cuyo bebé llora todo el tiempo sin que ella logre calmarlo, y un joven primo viajero (Rafael Federman) que juega a seducir a las mujeres de familia.
El malestar y la incomodidad se construyen en Los sonámbulos de varios modos: desde los diálogos, siempre tensos y al borde de estallar, desde lo físico, el calor agobiante, los interiores demasiado oscuros e inadecuados y el juego con la visibilidad, o mejor dicho la falta de ella, y desde el sonido exasperante de llantos de bebé a medianoche o insectos que chirrían durante el día; la sensación es de que nadie puede pasarla bien, si alguien se toma un trago es para calmarse y si agarra el auto para ir a comprar un postre, es para escapar aunque sea por un momento. De esta manera, aunque La ciénaga de Lucrecia Martel funciona como un referente de peso para la película, Hernández logra diferenciarse y proponer algo distinto, si bien por momentos se tiene la sensación de que los recursos visuales y sonoros se ponen por encima de los narrativos para generar en lxs espectadorxs una sensación de opresión que viene del trabajo con la luz mucho más que del impacto de las historias.
Dentro de este marco general, las situaciones de más peso son la de Luisa, que al parecer después de muchos años volvió a escribir literatura y quiere dedicarle menos tiempo al trabajo de traductora y hacer algo solo para ella, y la de Ana, que rápidamente entabla una complicidad ambigua con el primo. En cuanto al sonambulismo que al parecer en la familia de Emilio pasa de generación de generación, y que ha heredado su hija Ana, es significativo que el momento de mayor peso de este elemento sea en la apertura de la película, en una escena sugerente y ambigua donde se invoca todo el terror potencial de un cuerpo joven de mujer en el que se empieza a hacer visible el sexo; de allí en más se hace alusión en varias oportunidades al sonambulismo pero, al no tener un papel importante en la narración, parecería proponerse una lectura metafórica del mismo; en este como en otros puntos, hay una construcción de lo siniestro en la película que, a excepción del final, se pone por encima del repertorio de intensidades y conflictos que efectivamente se plantea.