Monstruitos absorbentes

“Juguetonas y encantadoras, pero con un costado ligeramente siniestro”: así define el ilustrador Andrew Rae, con sede en UK, a las criaturas de su más reciente proyecto, que emergen de un portal peligrosamente cotidiano: los teléfonos inteligentes. Para la ocasión, el muchacho brit se asoció con el fotógrafo inglés Ruskin Kyle, que capturó a transeúntes con la cabeza enterrada en sus dispositivos móviles. Tomó luego las pics finales y, claro, les dio su toque fantasioso, imaginando cómo monstruitos aceitosos, de bruma cósmica o muchos, ¡muchos! tentáculos brotaban de los smartphones de peatones londinenses. A la propuesta la bautizó Phone Buddies, serie de fotografías intervenidas que ofician de penúltima crítica al idiotizante uso de los celulares, que no sueltan ni varones ni mujeres aún caminando por las aceras, paseando al perro o bebiendo el primer café de la mañana. “¿Cómo reaccionaron las personas cuando Ruskin los retrató en las calles?”, quiso saber un periodista en charla con Andrew. Pues replicó el joven que “estaban tan metidos en su propio mundo que ni siquiera notaron que Kyle les había sacado una foto”. Así y todo, plumita digital mediante, decidió que sus rostros fueran cubiertos por los variopintos seres que brotan de sus celulares, “para mantener la línea de anonimato que esta gente disfruta en sus actividades online”, en palabras del artista. Que tuvo el eureka para su lúdica colección de flamantes piezas mientras daba una vuelta a la manzana: “Trato de dar un paseo todas las mañanas para contrarrestar mi estilo de vida sedentario, y es difícil no toparme con ¡cantidad! de gente inmersa en sus teléfonos cada día. Entonces empecé a pensar en estos dispositivos como pequeñas mascotas que las personas cosquillean en la panza para mantenerlos contentos…”. Monstruosas y coloridas mascotas, tan pero tan demandantes que --como es harto conocido-- en ciudades de China o Europa existen carriles para mensajear, amén de evitar que no colisionen los distraídos terrícolas en tráfico peatonal mientras hacen “cosquillas” a sus pantallas.

Hasta la mofa robótica escuece…

Tan blandito el ego humano que ni las críticas de los autómatas le son indiferentes. Al menos, acorde al reciente estudio de un equipo de investigadores del Instituto de Robótica de la Universidad Carnegie Mellon, en Pittsburgh, Estados Unidos, que decretó que aunque las maquinolas no tengan sentimientos, ciertamente pueden herir los de la gente. Para el estudio, pusieron a 40 sujetos a jugar reiteradas veces un videogame contra Pepper, robot semihumanoide de look afable, amén de ver cómo sería la interacción en un entorno no cooperativo. En el transcurso, el rival sin gota de hemoglobina, programado para ser criticón y levemente hiriente, lanzaba burlas… bastante mansas en comparación a los insultos que son capaces de dispensar personas competitivas, pero igualmente efectivas a los fines del trabajo en ciernes. “Debo decir que eres un jugador terrible”, “Durante esta partida, tu juego se ha vuelto confuso”, “Estás decidiendo tus movimientos de forma extraña”, algunas de las desalentadoras observaciones de Pepper a sus contrincantes de carne y hueso; dichas, eso sí, sin perder la sonrisa, con sus ojitos de LED sosteniéndole la mirada. Así y todo, arribaron los científicos a la conclusión de que “un rival robótico que emite comentarios desalentadores hace que el humano juegue de forma menos racional y perciba al robot más negativamente”. Probaron la fórmula inversa: con Pepper endulzándoles los oídos con frasecitas reconfortantes: “Pareces estar considerando tus movimientos de manera práctica”, “Honestamente, esta partida está siendo una gran experiencia”, “Tu juego se ha vuelto brillante” ¿El resultado? Inflado el ego humano, mejores y más racionales sus decisiones.

Chupasangres: exactos cálculos de supervivencia

“¿Y si los vampiros estuvieran entre nosotros? Esta calculadora te permite comprobar cuáles son nuestras chances de supervivencia en escenarios seleccionados de libros y películas populares”, introduce el polaco Dominik Czernia, del Instituto de Física Nuclear de Cracovia, en su Vampire Apocalypse Calculator . ¿Inutilísima? herramienta online que, con pelos y señales, a partir de las ecuaciones diferenciales de Lotka-Volterra, permite corroborar si la extinción es inevitable de existir las fatales y tan sensuales criaturas de la noche. Permitiendo además customizar la historia de exterminio, amén de manipular las variables, definiendo el usuario cuán rápidos y letales son los vamps, si hay slayers organizados, a qué velocidad crece la población de una y otra especie, entre otros parámetros fácilmente maleables. Pues, aunque el mono se vista de seda, apocalipsis terrícola queda, visto y considerando que -en la mayoría de los escenarios científicamente planteados por Czernia- el resultado es poco alentador para el futuro de la humanidad…

 

“Todo se ha acabado. La expansión de los vampiros es imparable. Los chupasangre han tomado control del mundo, matando al último humano después de 30 meses”, es el corolario del modelo que basa sus variables en Drácula, de Bram Stoker. Malas noticias para los hombres, pero también para los vamps, que sin comidita disponible, entran rápidamente en vías de extinción. El asunto no mejora especialmente con las Crónicas vampíricas de Anne Rice: los depredadores son más gentiles, sí, no se alimentan a diario, sus víctimas no necesariamente fallecen y la conversión rara vez sucede, pero el equilibrio no es sostenible y las personas cesan de existir al cabo de 35 años. “Los únicos escenarios en los que la humanidad tiene alguna oportunidad son aquellos en los que los vampiros pueden encontrar alguna alternativa a alimentarse de humanos de manera que el ciclo depredador-presa no termine colapsando. Series como True Blood o sagas como Crepúsculo son las únicas en las que se alcanza un punto de equilibrio, pero ¿quién querría vivir en un mundo en el que los chupasangres son un Robert Pattinson triste que brilla en la oscuridad?”, se interroga el sitio geek Gizmodo tras probar la exacta calculadora del físico polaco; tan aficionado al terror como a los números, de más está decir a esta altura de las fatídicas líneas.