Un medio gráfico de alcance nacional publicó el año pasado una nota cuyo título preguntaba si seguía siendo un tema tabú arancelar la universidad. Ese recuerdo, amén de que este año se cumplen 70 años del Decreto 29.337 —por medio del cual el gobierno de Perón suprimió el cobro de aranceles universitarios—, disparó una serie de reflexiones que se asocian a dilemas permanentes de nuestra sociedad.
Comienzo, entonces, diciendo que soy un ferviente defensor de la gratuidad universitaria puesto que en ella anida el germen de una universidad masiva, democrática y puesta en función del desarrollo nacional. No hay aquí tabú alguno, hay principios y concepciones políticas. El problema principal de nuestra sociedad es la desigualdad, pues sobre ella se fundó una cultura de la desintegración, de la desunión y del odio. La gratuidad, por lo tanto, funcionó y funciona como forma de igualación y de promoción del ascenso social; incluso más, ella se mueve en el territorio de la solidaridad y de lo colectivo, mientras los aranceles aparecen profundizando el individualismo y la desigualdad propia de los valores del mercado en un ámbito, la educación, en el que los valores son otros. Por lo tanto, insisto, arancelar la universidad no es un tema tabú es una medida proclive a profundizar la desigualdad, en otras palabras, en revertir aspectos democráticos de nuestra sociedad. La pregunta que hago, entonces, es ¿quién puede estar a favor de arancelar la universidad?
Hace un par de años escuchamos una frase patética: los pobres no van a la universidad. En la nuestra hay 24.682 estudiantes, el 87% de los cuales son primera generación de universitarios. Esa frase, y estudios asentados en metodologías muy precarias cuando no inexistentes, tienen un sesgo más ideológico que otra cosa. Quien pretenda arancelar la universidad confiesa en el fondo estar convencido que no debe combatirse la desigualdad, que el famoso derrame, a pesar de las notorias evidencias empíricas, logrará resultados óptimos. De esta forma eternamente nos solicitan esperar, como si se tratara de una propaganda: “lo mejor está por venir”. No quisiera pecar de un empirismo vulgar pero a veces los hechos hablan por sí. Tengo la absoluta certeza que el arancelamiento, en la Argentina, produciría mayor desigualdad, restringiría el acceso y por ende volvería a situar la universidad en el mismo lugar que se encontraba a principio del siglo XX, en una institución cuya función social era sancionar los privilegios. Una Argentina que se desarrolla necesita más profesionales y situados en diversas disciplinas. Ya que a algunos les gusta imitar otros ejemplos, veamos lo que hizo EE.UU. después de la Segunda Guerra, las políticas universitarias europeas o lo que hoy hace China. Más aún, la masividad es una precondición para lograr la calidad. En esto no inventamos nada. Domingo Faustino Sarmiento ya planteó que las sociedades avanzan con un pueblo educado.
Hoy como ayer necesitamos más universitarios. Esto, de ninguna manera, significa que el nuestro sea el mejor de los sistemas. Y en esto hay que ser exigente. Soy profundamente crítico de las debilidades de nuestras universidades: escasos graduados, pocas becas y mal pagas, presupuestos por alumno irrisorios en relación con Brasil o México, falta de promoción de carreras estratégicas, vinculación deficiente con las demandas de la sociedad. Pero insisto en que la gratuidad es uno de sus mayores aciertos y es una base para pensar los desafíos pendientes. Debemos encarar todos estos desafíos desde la tradición de la universidad gratuita. Por eso digo, a 70 años del decreto de supresión de aranceles, la gratuidad no está en el pasado sino en el futuro.
Ernesto Villanueva: Rector de la Universidad Nacional Arturo Jauretche (UNAJ).