Bella, no hay dudas, aunque sin exagerar; tal vez algo hierática, sigilosa, misteriosa: nadie, quizás ni su marido, sabe qué piensa ni hacia dónde va; se mantiene en suspenso, como si no importara. Y ha sido, en verdad, un tanto etérea, en su distanciación, en su recato, en su poca y limitada participación e intervención, en su neutralidad, en su estudiada y controlada normalidad.
Contrasta, notoriamente, quieren que contraste, desde el principio la hicieron contrastar, con la otra; la esgrimen como ariete, como espada, como disímil espejo, con la que ya sabemos, con la seria y apasionada, con la compulsiva, con la frenética, la fanática, la militante, la desbordada, la desatada, esa que dice las cosas en la cara, a boca abierta, esa que parece (es) una fiera. Más joven, más serena, sonriente y apacible que ella, claro que más callada, puesto que menos tiene por decir, salvo de la familia, del esposo, de las hijas, tal vez de la ropa, que es su especialidad, aunque tampoco de eso habla demasiado; prudente, silenciosa, discretísima.
El de la discreción es, justamente, uno de los atributos que, casi de inmediato, se le ha descubierto. Y no han faltado encomios. Frente a los modos rústicos de aquélla, contra la veneración popular o populista, bullanguera, de ciertos ambientes que no son los suyos, contra los emblemas e íconos plebeyos, es la imagen misma de la moderación, de la retenida distinción.
“No para de sorprender con su estilo elegante, chic y femenino”, dijeron las asépticas tribunas de doctrina. Las que destacaron en ella no menos de doce (¡) características (siempre vestimentarias o de aspecto) de su original personalidad: el minimalismo, el jean (“su prenda preferida para los look más casuales /.../ los prefiere tipo chupín y muchas veces con roturas, que le dan un toque más actual y descontracturado”), “los tapados y blazers holgados /.../ blusas con mucho vuelo, que la dejan moverse cómodamente sin marcar demasiado sus curvas”, los tonos neutros, “piernas en primer plano” (“tiene un físico envidiable y sus largas piernas son uno de sus mejores atributos”), “cabello muy cuidado” y, en fin, entre otras características de “su buen gusto”, los pocos accesorios y el maquillaje natural. Finalizando (¡ay! debe de ser inevitable) con el toque autóctono y un poquitín condescendiente: “el diseño nacional”, algún ponchito norteño.
Otros medios de prensa están embelesados. Noteros y sobre todo noteras, grandecitas, ya señoras, que mueren de admiración, de envidia, de deslumbramiento. Lo escriben, lo confiesan, con estas mismas palabras. Aquí y en el extranjero. Afuera, los que son socios o afines, le dedican sus tapas, coberturas, entrevistas de supuesta extroversión. En vano. Ella no dice nada de su intimidad, ya que probablemente no la tenga, o no tenga nada qué decir de extraordinario, aparte de lo más común, y así transcurren los días, las semanas, los medios de los días y de las semanas, y también ella y su vida, en el vastísimo horizonte de cierta nada hecha historia.
Así, algunos, bañados de entusiasmo y de exaltada adjetivación, se exceden con los ditirambos y se deslizan hacia lo vulgar, hasta rozar (¡horrores!) el lunfardo, como faltando una pizca a las normas lingüísticas de seriedad y tradición del género y la clase: “Durante su visita al norte Argentino, con un look descontracturado y muy canchero”, reza el epígrafe de algunas fotos en que se la muestra, siempre abundantemente. En los altísimos ambientes que frecuenta, en los encuentros con personalidades femeninas del mundo verdadero, el que no es de aquí, se mueve con el aplomo de quien ha nacido, como si fuera, entre ellos. Sus contactos, por ejemplo, con Máxima (otra dama argentina, verdad, de quien nosotros estamos tan orgullosos y tan cerca): cuando se vieron, todo fue “distendido y ameno”, ya que con ella “existe una relación de cariño y afecto", como registró ¡Hola! argentina. (Justamente, Máxima, cuyo esposo, el rey de Holanda, Guillermo de Orange, en una entrevista concedida durante su visita a Alemania, tuvo la gracia de referirse a las hijas como su “Triple A”, ya que se llaman Amalia, Alejandra y Ariadna, lo cual es de notable buen gusto para el yerno de un alto funcionario, muy cuestionado, aun en Holanda, de la dictadura…).
Estas actitudes y, una vez más, a milímetros del tedio, su vestimenta, “con su estilo chic sin estridencias que ya es su marca registrada /…/ llevó a la revista Vogue a compararla con Jackie Kennedy, Eva Perón y Michelle Obama”. Lo que, por encima de alguna que otra ínfima penuria cotidiana de nuestras mujeres argentinas (del tipo violencia familiar y sexual, ocupación laboral, costo de la comida, tarifas de electricidad, del agua y del gas, transporte, pibes apaleados o muertos), nos tiene la mar de felices. N’est pas?
Uno de esos cronistas, que ignora la vergüenza en su firme vocación de servicio, la cual lleva hasta en el apellido, abanderado siempre de la objetividad y del rechazo a la obsecuencia (de otros), escribe estas acuosas líneas: “…adquiere su máxima potencia en actos oficiales y, particularmente, en las giras presidenciales al exterior. Entonces se transforma en una virtual mannequin (nunca fue modelo, aunque tiene el porte para serlo porque todo le queda bien) de lo mejor de la moda argentina, al punto de ser comparada por Vogue con Jackeline Kennedy. Pero para la vida diaria prefiere un suéter, un jean y unas cómodas zapatillas, como vistió el último miércoles para sentarse en el césped de la residencia con medio centenar de chicos humildes”.
Como parece ser que lo único concreto y material que verdaderamente posee son sus ropas, van y vienen las formas, los colores, los modelos. ¿Dónde desembocarán? ¿Y ella? ¿Pensará que todo culmina aquí? Pero estas son nada más que peripecias del destino. Los que tenemos más años, sabemos que la historia jamás se repite, aunque lo haya afirmado célebremente el pensador de Tréveris, ni como tragedia ni como comedia, sólo se las ingenia para encontrar nuevas y originales formas de manifestarse. Y ello vale por Jackeline, por Michelle, ni qué hablar por Evita… En el caso de Madame, probablemente no pase nada grave, ni se lo merece. No concita odios, tampoco amores ni pasiones ni lealtades ni fidelidades personales, más bien silencios, y si continúa así, pocos lo advertirán cuando abandone, discreta (discreta y algo tristemente), la escena.
Mario Goloboff es escritor y docente universitario.