El viejo regenteó durante 67 años el bar “Roma”, en la frontera este del barrio del Abasto, pero se llama Jesús y es ostensiblemente español, al igual que su primo Laudino. “Asturiano”, aclara. La contradicción ha sido naturalizada y a nadie le llama la atención el presunto desajuste identitario. Algo parecido le pasó a “Romana”, la mascota que se adueñó del boliche y que, tras una tardía inspección por parte de Don Jesús, se reveló como “Román”, en un insólito caso transgénero-felino.
En las últimas semanas, a Don Jesús le hemos hecho todo tipo de homenajes, porque a los 91 años, casi 92, decidió colgar la ropa de dueño-mozo-encargado del boliche y vender el fondo de comercio a unos emprendedores gastronómicos que prometen proteger “el espíritu y la esencia” del bar Roma.
Don Jesús nunca dice lo que uno quiere que diga, pero siempre tiene razón. Todas las explicaciones sobre este retiro que nosotros, los habitués, hubiésemos querido postergar de puro egoístas que somos, decantan en un simple “estamos cansados...”, que acompaña con un indolente levantamiento de hombros.
Ese mismo gesto se lo vi hacer varias veces, cada vez que le decimos algo que para nosotros es un elogio y para él es una estupidez. Hace varios años, viendo cómo trabajaba a sus ochenta y pico, se me escapó, casi maquinalmente, la expresión “¡Lo felicito...!”
--¿Por qué motivo me felicita? --preguntó Don Jesús, medio enojado.
Como quedaba feo felicitarlo por haber llegado vivo a los ochenta y pico, o por estar activo a esa edad (sobre todo teniendo en cuenta que nunca consideré el llegar a viejo una virtud en sí misma, y tampoco soy un gran entusiasta de “la cultura del trabajo”), se me ocurrió algo peor, guiado por cierta autocomplacencia vintage: lo elogié, finalmente, por haber garantizado durante tanto tiempo la fidelidad del bar al estilo “de los viejos cafés”, por mantener la mística del antiguo barrio de Abasto, etc. El viejo se encogió de hombros una vez más, desvió la mirada hacia las mesas y las sillas “de época”, paseó la vista por esos estantes repletos de botellas de licor tan añejadas --las botellas y el licor-- que ya sería temerario identificarlas como tales, me miró con desgano y dijo, casi disculpándose: “En más de 60 años, nunca tuvimos plata para modernizarlo”.
El bar estará cerrado hasta febrero, por las remodelaciones. Un verdadero problema logístico para el puñado de clientes residuales de un bar que ha ido ganando prestigio a medida que iba perdiendo posibilidades de facturación. Ya tuvimos que “mudarnos” un par de veces a la casa de Rubén y Bea, su pareja, para comer y beber, con Jesús como objeto de homenaje y como excusa. Junto a Miguel, Carlos, Gustavo, Jorge y Gabriela, lo pinchamos al viejo para que nos contara cosas de la historia del bar, de cómo era el barrio antes, pero él prefiere hablar del presente, del desastre que deja Macri, de Bolsonaro, del partido Vox de España, impugnando cualquier apelación a la nostalgia.
A lo largo de los años, de todos modos, algo he podido rastrear de su historia. Sé que vino de España en 1948, a los 20 años. Que toda su familia era republicana y que sufrió la represión del franquismo. Siguió siendo de izquierda aquí, cuando se instaló en el bar de Anchorena y San Luis en 1952. Jesús me ha hablado de un barrio habitado mayoritariamente por italianos que trabajaban en el Mercado de Abasto, pero también de la mezcla de culturas, idiomas y nacionalidades que confluían en esa esquina. Hubo una época en que el boliche estaba lleno desde las siete de la mañana, porque a pocos metros funcionaba una terminal de colectivos. A las doce de la noche había que echar a los rezagados, y muchas veces no alcanzaba con una cordial invitación a retirarse.
Le pregunté el otro día cuál fue el mejor y el peor momento para el bar.
“Yo soy de izquierda, pero tengo que reconocer que nunca vino más gente que en la época en que Perón volvió del exilio en el 73. Porque todos los negocios de alrededor abrían sus puertas y funcionaban: una fábrica de carteras a la vuelta, a los pocos metros una joyería, un taller de planchado. El barrio andaba bien y la gente tenía ganas de consumir”.
--¿Y el peor momento?
--¡Estos últimos cuatro años!
Me entero de que en esta misma silla, la que mira de frente al cuadro de San Martín pero permite asomarse a la ventana y ver cómo el mundo sigue de largo, se sentaron Enrique Omar Sívori, el Flaco Spinetta, Leonardo Favio, entre tantos otros. Uno quisiera que el cafecito se estirara eternamente, pero el tiempo y la materia tienen sus propias reglas.
Dicen los nuevos dueños que en febrero, cuando reinauguren, Jesús y Laudino tendrán asegurada su mesa pegada al ventanal de la esquina. Tengo la idea de que declinarán cortésmente la invitación.
Me voy del bar pensando que, en realidad, lo que menos me interesa es conocer historias viejas, de futbolistas y burreros, de psicoanalistas y cantantes de tango vinculados al bar Roma. Voy a extrañar, en cambio, que Jesús interrumpa mi lectura, o que yo interrumpa la de él, para comentarnos: “¿viste lo que está pasando en Bolivia?” Porque la vida siempre está pasando hoy.