Desde El Alto
No importa si el sol del mediodía pide quitarse el abrigo que se requiere a la mañana, ellos lo reciben igual con el pasamontaña de lana que sólo deja ver los ojos. En las estaciones de la red de teleféricos, en el Prado, en las plazas principales; sobre la capucha cerrada, el gorro con visera y en el piso, ahí donde van a arrodillarse cuando alguien lo pida, el cajón para lustrar zapatos. ¿Por qué este oficio que exige la puesta en escena de una subordinación pide taparse la cara? “Porque nos humillan”, dice Isidro y se levanta un poco el tejido para secarse la transpiración de la boca con el dorso de la mano.
“Porque nos humillan”, tres palabras que resuenan frente a la oferta repetida en las peluquerías de El Alto: “aclaramiento de piel”, anotada entre servicios de manicura, peinados para quinceañeras, tinturas o cortes ejemplificados en imágenes de personas rubias y de ojos claros. El domingo pasado, en las largas horas del bloqueo de la avenida principal de Senkata, donde diez personas fueron asesinadas y muchas más heridas por las balas del Ejército y las fuerzas de seguridad, un grupo de mujeres conversaba: “Si no tenemos pavimento, salimos de casa llenas de tierra, el sol nos pega; así siempre vamos a estar negras”.
La humillación es un corte que nunca se sutura y el filo que lo produce se llama racismo. No viene sólo de afuera, es también lo que se lee en el espejo. En esta geografía donde falta el oxígeno y sobra dolor y en cualquier otro territorio de nuestra América colonizada.
Pero en Bolivia, ahora mismo, el racismo, con toda su carga de violencia, está desnudo.
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Chasquipampa es una localidad al sur de la ciudad de La Paz, trepando hacía las montañas desde la ollada, ahí donde viven los sectores más ricos de la población. Hasta es más fácil respirar en la ollada, la altura sobre el nivel del mar baja más de mil metros en relación a otras zonas de la ciudad. A Chasquipampa se la recorre despacio porque la subida es ardua; hasta su mercado llegan productores de varias poblaciones más cercanas al imponente Illimani, campesinos y campesinas que hasta hace diez años no tenían documentos ni acceso a las escuelas. Pascuala Condori Quispe viene desde Quiliwaya, es madre de 9 hijos y lo que vende en el día es el sustento de todes. Con su delantal de tres bolsillos se seca las lágrimas mientras habla: “¡54 mil pesos nos están pidiendo! ¿De dónde vamos a sacar 54 mil pesos?”, su sobrino está en la terapia intensiva del Hospital del Tórax y esa es la cuenta que les exigen después de diez días de internación. Otras vecinas se reúnen para narrar la jornada en que lo balearon a Oscar Pacheco y le quebraron las manos al papá de Arminda Chura Cocarico y tiraron gases dentro de las casas, en la escuela, “rompieron el vidrio y me gasificaron a los niños”, dice la dueña del kiosco en donde las mujeres van completando el testimonio de una con la otra. Fue en la misma semana en que Jeanine Áñez se autoproclamó presidenta dijo públicamente que dejaba “en manos de dios y de las fuerzas de seguridad” la “pacificación” de Bolivia. “Vinieron los falsos policías a patearnos las puertas, a decirnos que había que salir porque venían los saqueos y sin piedad nos han disparado después. Desde Achumani han venido, nos odian”, dice Pascuala. Achumani está en la ollada. “Y nosotros los odiamos a ellos, a todos los que organizó el Camacho ese”, agrega.
El relato coral, desordenado, es una muestra de una violencia sucia por lo confusa que campeó sobre Bolivia hasta que las masacres de Sacaba, en Cochabamba, y de Senkata, en El Alto, periferia de La Paz dejaron claro quiénes tienen el monopolio de las armas letales y sobre quiénes apuntaron, protegidos además por el decreto de impunidad 4078 que se anuló sobre las matanzas consumadas. En Chaskipampa, el 10 de noviembre, la vigilia montada en la avenida principal pretendía defenderse de saqueos que no se sabía de dónde llegarían. Ni siquiera está claro para quienes se amontonan para dar testimonio si los que dispararon eran falsos policías o si los falsos policías amedrentaron primero y los uniformados dispararon después. “Peladas las hicieron caminar a las mujeres, les obligaron a besarles los zapatos; esos eran los falsos, los que venían en moto. Pero no sé si tenían los gases. Aterrorizada ya estoy, y se va a volver peor, porque con la Áñez está el Camacho y nos odian”, insiste Arminda que hizo una denuncia formal por primera vez recién el miércoles pasado, frente a la Comisión de Derechos Humanos del Parlasur. Arminda, como Pascuala y sus familias, habían bajado de sus poblaciones porque ahí corría el rumor de que “los del Camacho” iban a destrozar el mercado. Pero en Achumani vecinos y vecinas también estaban en la calle haciendo vigilias para defenderse de los saqueos. Dina Santander es dueña de una veterinaria en Achumani que, dice, fue quemada el 10 de noviembre: “Las hordas masistas bajaron a destruir la propiedad privada, nosotros, ciudadanos autoconvocados somos los que tuvimos que hacer la resistencia y nadie nos defendió”. Por eso ella quiere que renuncie la defensora del pueblo y ahora que la “pacificación” es un acuerdo para ir a elecciones otra vez en 2020, está plantada frente a la Defensoría y ahí se va a quedar con sus compañeras hasta que lo consiga. Dina, como Judith Flores, que estuvo en la Plaza Murillo el día en que se convirtió en ley el reglamento para las nuevas elecciones, se embandera “con los que defienden la democracia” y denuncian “los crímenes de lesa humanidad de los masistas” ¿Cuáles serían esos crímenes? “Nos quisieron cortar la llegada de los alimentos, dejarnos sin combustible, quisieron matarnos lentamente”, dice Judith.
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El 29 de octubre, Julio Llanos Rojas, sobreviviente de la dictadura militar encabezada por Hugo Banzer hasta principios de los años ´80, fue golpeado mientras un grupo de mineros y ayllus de Oruro marchaban por el Prado hacia Plaza Murillo queriendo resguardar el gobierno de Evo Morales. Murió el 28 de noviembre, después de un mes de internación y negligencias médicas y de atención que fueron denunciadas por sus familiares ese mismo día. Los manifestantes alegaron que Julio se “cayó solo”. Las fotos que exhibieron en la carpa montada frente al Ministerio de Justicia, donde vivía Julio desde 2012 junto con otras víctimas de la dictadura de Banzer que exigen reparación, aunque no son claras, parecen mostrar otra cosa. La marcha fue en esos días en que el gobierno de Evo Morales no daba señales de leer lo que se estaba gestando en torno a las denuncias de fraude y con la cara cada vez más visible del presidente del Comité Cívico de Santa Cruz, Luis Camacho: un golpe de Estado atípico que contaba con el descontento de amplios sectores de la población, pero que se cristalizó radicalmente de derecha, racista, xenófobo y fundamentalista cuando logra la toma del poder y se instala en la presidencia Jeanine Áñez. Esa inmovilidad de Evo Morales la asume él mismo en una entrevista en el diario mexicano La Jornada, el 16 de noviembre, pero también se autocritican como integrantes del MAS -todas en diálogo con este diario- la presidenta del Senado, Eva Copa, la diputada Sonia Brito y la senadora Adriana Salvatierra. “La resistencia la organizamos sin hablar con nuestro presidente, sin hablar con nadie, nos autoconvocamos porque queríamos defendernos de los cívicos y también de los medios de comunicación que primeros nos trataron de maleantes, después de saqueadores, terroristas y ahora narcotraficantes”, dice Lidia Gueiler en el Distrito 8, el mismo día en que la CIDH fue a tomar testimonios de la masacre de Senkata, convertida en una de las dirigentes de una comisión de vecinos y vecinas que no van a dejar pasar la impunidad sobre sus muertos. “Una cosa es lo que dicen los dirigentes y otra cosa lo que dicen las bases, y las bases quieren resistir por eso hicimos vigilias y bloqueos para que no pasen los cívicos”, dice Yolanda Calani, secretaria de juventudes de la Confederación Sindical de Mujeres Interculturales.
Julio Llanos Rojas puede haber sido víctima de esa resistencia autorganizada y azuzada por las demostraciones racistas de los grupos cívicos que bloqueaban buena parte de la ciudad de La Paz exigiendo para el paso cantar el himno u hacer otras demostraciones de nacionalismo, en contra de la plurinacionalidad que devolvió dignidad a los pueblos originarios. Y que no de casualidad empieza en las zonas del sur y el oriente que hicieron en 2008 una asonada separatista que ocasionó, por ejemplo, la masacre de Pando, en la que fueron asesinadas 11 personas. En ese momento también se enfrentaron comandos cívicos contra campesinos, alentados por las autoridades de las localidades separatistas. Leopoldo Fernández, ex prefecto de Pando, fue condenado por esos hechos y ahora la que ocupa el poder ejecutivo, Jeanine Áñez está pidiendo amnistía para él y otros responsables. Ahora, la abogada querellante en esa causa está siendo amenazada y pidió a la CIDH medidas cautelares para su protección.
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Luis Camacho, el “cívico” de Santa Cruz que llegó al Palacio Quemado protegido por la policía boliviana para dejar una carta de renuncia sobre una biblia exigiendo que la firme Evo Morales, se proclamó candidato a la presidencia ayer y ya cuenta con alianzas declaradas para esa candidatura. El partido de la Democracia Cristiana, por ejemplo, que ya no quiere al evangélico Chi Hyun Chung como candidato, aun cuando posicionó a ese partido como cuarta fuerza política con un discurso fundamentalista que ofrecía tratamiento psiquiátrico para personas lbtiq y decía que la violencia contra las mujeres se terminaría si aceptaran la autoridad de los maridos. Camacho podría tener como vicepresidente a Marcos Pumari, cívico de Potosí, la zona minera donde está la reserva de litio más importante de la región y de buena parte del mundo. Según la entrevista que dio ayer a la radio AM750, uno de los motivos centrales de su derrocamiento fue la nacionalización de la extracción y la explotación “de recursos naturales, especialmente del litio”.
Los comités cívicos de donde salen estas figuras son espacios en los que conviven empresarios, algunas ong junto con familias oligárquicas cuyo título para pertenecer es tener apellido. Camacho se convirtió en presidente del Comité Cívico de Santa Cruz este año. Había entrado en representación de las comparsas de Santa Cruz, donde el carnaval es una de sus tradiciones. Esta zona, conocida como la media luna, concentra casi la mitad del PBI boliviano pero representa un tercio de la población, por lo que el promedio de ingresos de un habitante de la media luna es un tercio más que el promedio nacional.
Cómo llega Camacho a contar con fuerzas prácticamente parapoliciales que lo acompañaron en su camino a La Paz en los primeros días de noviembre es algo pendiente de contestar. Lo que sí es seguro es que su figura como antagonista de Evo Morales se instala sobre un descontento mucho más heterogéneo de lo que Camacho propone -con su biblia y sus manifestaciones racistas- en contra de la cuarta postulación a la presidencia de Morales, aun cuando había perdido el plebiscito del 21 de febrero de 2016 para consultar si se lo habilitaba a un nuevo mandato. En 2016, hacía apenas meses que Evo había ganado las elecciones con el 60 por ciento de los votos ¿por qué se hizo esa consulta cuando faltaban tres años para las siguientes elecciones? Para el politólogo Oscar Vega Camacho, esa consulta, cuyo resultado negativo fue desestimado para buscar una vía judicial para la candidatura de Morales, sólo sirvió para generar desconfianza en una sociedad que no tenía problemas económicos porque Bolivia había salido, en 2010, del grupo de los países de ingresos bajos para pasar a pertenecer a la categoría de los moderados -según el Banco Mundial- y seguía creciendo. “La experiencia evidenciaba -dice el politólogo- que las justas electorales y consultas no estaban contribuyendo a dirimir sus asuntos, ni intereses, y mucho menos horizontes políticos, más bien estaban siendo rehenes de las exigencias por los reacomodos y prebendalismos que suscitaban.”
Pero no es solamente el movimiento del 21-F -día de la consulta- lo único que hizo crecer el descontento contra el gobierno del MAS IPSP; también las demandas de defensores y defensoras de la tierra, movimientos ecologistas que denunciaron en 2011 el ataque contra la biodiversidad del TIPNIS -Territorio Indígena Parque Nacional Isidoro-Secure- para construir una autopista. Y más tarde por los incendios de la Chiquitanía, este mismo año, un territorio protegido en el que se autorizaron quemas controladas para beneficio de los grandes productores ganaderos. Sin embargo, estas demandas que socavaron la autoridad del presidente en el exilio ahora se acrecientan: Jeanine Áñez, aunque se presenta como gobernante de transición para asegurar elecciones, volvió a autorizar las quemas pero en sectores aun más amplios del área que ya no está protegida.
Los comités cívicos volvieron a tomar fuerza nuevamente, después de 2008, justamente por su discurso antipolítico, por autoproclamarse ciudadanos comunes, sin partido, sólo unidos por el amor a la democracia. Palabra devaluada, si las hay, que ahora en Bolivia se repite para naturalizar el golpe de Estado, que aun atípico porque no son las Fuerzas Armadas las que están literalmente en el poder y hasta hay un Congreso que sigue funcionando, fue un militar el que le puso la banda presidencial a Jeanine Añez, quien ya cuenta con una medalla al mérito otorgada por el ejército.
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En la semana que acaba de terminar, familiares y víctimas de la represión que se desató con la autoproclamación de Jeanine Áñez contaron sus historias a modo de denuncia al menos tres veces: frente a la CIDH, frente a la Comisión de Derechos Humanos del Parlasur, y frente a la delegación argentina de movimientos sociales, sindicales y de Derechos Humanos que entró a Bolivia a pesar del hostigamiento y las amenazas manifiestas por el ministro de gobierno, Arturo Murillo, que acusó a las 40 personas integrantes de esa delegación de terroristas a quienes la policía estaba lista para perseguir. La CIDH dijo, a través de su representante, Pablo Abrao, que no existen garantías en Bolivia a los Derechos Humanos y que habría que formar un conjunto de expertos para investigar lo sucedido al menos en Sacaba y Senkata.
La delegación argentina dejó de lado la burocracia técnica. Ayer volvieron al país después de un informe doloroso en el que recopilan las muertes, las heridas, las denuncias sobre acoso sexual, la promoción del racismo y discursos de odio, la persecución selectiva de militantes del MAS y de ex funcionarios y funcionarias públicos, la restricción a la libertad de prensa y el hostigamiento estatal y parapolicial sobre esa misma delegación. Evo Morales agradeció lo hecho por la comitiva en la misma AM750: “El pueblo argentino y los de todo el mundo ahora pueden ver cómo es vivir en un gobierno de facto y al estilo de las dictaduras militares”.
Mientras familiares y sobrevivientes siguen contando su historia en busca de verdad y Justicia, el discurso de la pacificación sigue alentado por una inmensa propaganda que busca hacer eco en ese terror que describen las mujeres de Chasquipampa y que se percibe viajando en cualquier minibus o en la inmensa red de teleféricos que conecta zonas que estaban aisladas, como El Alto del sur de la ciudad. Zonas que siguen aisladas aunque ahora a las barreras las levanta el odio, las levanta el miedo. La derecha en el poder y los cívicos en las zonas más ricas hacen actos por la paz, levantan banderas blancas y la bandera boliviana tricolor después de haber quemado públicamente la wiphala, un símbolo de la plurinacionalidad que es uno de los valores más grandes de la gestión de Evo Morales. “La plurinacionalidad, nuestra constitución plurinacional, la hemos construido nosotros y nosotras; ese proceso no es propiedad de Evo. Mucho menos del conjunto de mestizos arribistas que han hecho del Estado un papá y le han hecho creer a la gente que Evo es el sol y la luna. La gente ha perdido fe en su fuerza”, dice la intelectual Silvia Rivera Cusicanqui, atravesada por el dolor de estos tiempos políticos aunque confiando en los ciclos de la cosmogonía aymara y en la posibilidad de volver a tender puentes que derriben las barreras que ahora parecen inexpugnables.
La sensación de orfandad después de la renuncia y el exilio de Evo Morales también es algo que se recoge como piedras dejadas para marcar un camino en las conversaciones con habitantes del Alto, con simpatizantes del MAS, con dirigentes o dirigentas políticos incluso; muchos y muchas de elles sin querer dar su nombre por temor a las amenazas o a la persecución judicial. Y lo cierto es que esa inmensa estructura que es el MAS está buscando reorganizarse sin cabeza visible, poniendo a funcionar la bancada mayoritaria en el Congreso, que logró con el daño menor de no volver a contar con la candidatura de Evo y de Álvaro García Linera un llamado a elecciones que funcione como salida política, por un lado. Por el otro, volviendo a reunir a las organizaciones sociales, indígenas, sindicales, de mujeres para darle voz a las bases, también heridas por la falta de conducción y por ese racismo enardecido que funciona como terror de perder la dignidad que los pueblos originarios recuperaron en los últimos diez años.
Pero la derecha se organiza demasiado rápido y aun cuando parece conceder una exigencia como la anulación del decreto de impunidad para las Fuerzas Armadas y de Seguridad para la represión, al día siguiente forma una fuerza militar de elite antiterrorista que funciona en Santa Cruz, en la cuna de Luis Camacho. Y es usando la figura de terrorismo como se persigue a quienes integran o integraron el MAS y también a la delegación argentina que hasta ayer estuvo en La Paz.
Bolivia duele. Duele por sus muertes y heridas, duele por la persecución y por la brutalidad de su aparato de comunicación que habla de paz aunque en esta cronista lo que funciona como eco de esa campaña es aquella de “El silencio es salud” de la última dictadura argentina. Y duele porque está tan cerca como la verdulería de la esquina, tan cerca como las compañeras con las que se marcha en las manifestaciones feministas. Bolivia es un recordatorio de la fragilidad a la que están expuestos los gobiernos populares y del poder de las derechas que, por ejemplo, sostienen a Piñera en el poder después de dos meses de movilizaciones constantes. Pero el futuro de esa construcción plurinacional, capaz de inscribir en la constitución del Estado, entre otras cosas, que nadie puede poseer más de 5 mil hectáreas de tierra, no tiene un punto en esta ocupación del poder por parte de la derecha neoliberal más rancia. En todo caso, como ya se escribió en estas crónicas desde el altiplano, puntos suspensivos. Porque la resistencia está viva y las bases se están organizando. Porque no es solo Evo, la luna y el sol, sino esa fuerza popular que defiende contra todo a la wiphala.