Durante más de dos siglos (XVIII, XIX) aterrorizaron a adversarios todos, blandiendo sus machetes con tal maestría que dos, tres movimientos bastaban para que volaran cabezas. Cual aceitadas, musculosas, temerarias máquinas de asesinar, tampoco les temblaba el pulso al momento de lanzar prisioneros al vacío, o cortarle el cogote a insurgentes, limpiando –en ocasiones– los filos ensangrentados con sus propias lenguas, confirmando su capacidad para la violencia más voraz. Brutales y tenaces guerreras subsaharianas, las crónicas de época las recuerdan como una fuerza de élite más efectiva y corajuda que las tropas masculinas que las seguían en batalla, y las coronan como lo que fueron: semidiosas en su propia ley. Occidente las bautizó “las amazonas de Dahomey”, protagonistas de un capítulo singular de la historia africana y mundial. Pero a diferencia de las mitológicas griegas, no solo mantuvieron sendas tetas en nativa ubicación: estas terminators femeninas eran regidas y gobernadas -al igual que el resto de la estratificada Dahomey - por un varón. El rey, monarca absoluto por derecho divino, autócrata de una sociedad sustentada a base de esclavos (prisioneros de guerras que eran vendidos a los europeos), cuyo único límite era impuestos por el respeto a la tradición y la voluntad de los dioses.
En su momento de apogeo, las amazonas llegaron a ser seis mil, uniformadas con propia insignia, propia bandera, propia banda. Muchas comenzaban su entrenamiento de pequeñas, cuando se les entregaba su primer palo, cuchillo o fusil. Otras se enlistaban voluntariamente; y a otras las encomendaban sus maridos, incapaces de lidiar con sus indomables temperamentos. En todos los casos, sin embargo, el devenir era el mismo: un entrenamiento durísimo que les permitía soportar –e impartir– los tormentos físicos más agudos, debiendo –por caso– escalar paredes cubiertas por espinosas ramas de acacia, o aventurarse a la selva en expediciones de 10 días apenas provistas por su machete. Rápidas y furiosas, eran además célibes: estaban “casadas” con el rey, de quien se declaraban devotas.
Los inicios
Cuenta el cuento que los inicios de estas amazonas podrían deberse a dos razones: una, que el rey quedó tan impresionado por la habilidad de las mujeres para cazar elefantes que decidió sumarlas a las tropas. La otra, que en tanto solo las mujeres podían ingresar al palacio real cuando bajaba el sol, naturalmente se volvieron guardaespaldas del soberano. Cualquiera sea el motivo, lo cierto es que reinos rivales superaban exponencialmente a Dahomey en cantidad de habitantes, lo que volvía imperante enriquecer su ejército a como diera lugar. Si sumar muchachas acabó siendo inteligentísima decisión es porque ellas demostraron una capacidad sin paralelo al momento de decapitar, apuñalar, disparar al enemigo de ocasión, a menudo liderando las contiendas. Y por el sacrificio y el talento para asesinar, eran tan altamente consideradas que, cuando salían del palacio real, eran seguidas por una niña esclava que hacía sonar una campanilla, para que todos los hombres despejaran el camino, se retiraran a prudencial distancia, miraran en otra dirección. Tocarlas, finalmente, era motivo de muerte, de ejecución.
Según relatos de tradición oral, por cierto, las amazonas de Dahomey practicaban todos los deportes disponibles, inclusive lucha libre, al igual que los varones. De paso ágil y atlética complexión, su especialidad eran ciertos “bailes”: marchas y contramarchas, manipulación de espaldas y mosquetes, simulación de asesinato mano-a-mano en combate. Con rostros que, al momento del ejercicio, se volvían severos, duros, y acababan reflejando una suerte de éxtasis marcial que se asemejaba al delirio… Al menos, así describen espectadores de la época a una decena de supuestas amazonas que fueron llevadas a Francia en 1891 para ser “exhibidas” cual “novedad exótica”. En realidad, descubrirían cronistas de antaño, no eran tales, pero sí coetáneas a las guerreras que aprendieron sus movimientos viéndolas entrenar, embelesadas por su empoderada belleza singular.
El dato, cabe mencionar, es uno de los muchos recabados por el periodista y escritor Stanley Alpern, otrora subeditor del New York Herald Tribune, autor del meticuloso Amazons of Black Sparta: The Women Warriors of Dahomey (1998), exhaustivo libro que vuelve sobre los pasos de estas aniquiladoras, incluyendo valiosos documentos de legionarios franceses que batallaron contra ellas, y que con unanimidad las declararon dignas enemigas. En los distintos papeles galos, de hecho, pueden leerse frases del tipo: “De notable valor y ferocidad, se lanzan sobre nuestras bayonetas. Ni los cañones ni los cartuchos las detienen”, “Llevan al campo de batalla una furia verdadera y un ardor sanguinario, inspirando con su tenacidad y energía indómita a que otros las sigan”, “Pelean con extremo coraje, siempre por delante de sus colegas varones”.
Mujeres, no mitos
“Estos no son personajes mitológicos”, se apuran a aclarar plumas muchas al dedicar líneas de genuino asombro a quienes, según declaman, devinieron únicas tropas documentadas ciento por ciento femeninas que lucharon en el frente de batalla en la historia bélica moderna. Y a modo de evidencia, amén de contagiar la certidumbre, ofrecen que la última superviviente del clan fue una tal Nawi, que habría fallecido en noviembre de 1979 a los 103 años. Al parecer, fue un historiador beninés el que, en una petite aldea remonta –Kinta–, dio involuntariamente con la longeva mujerona, y escuchó de primera mano sus avatares; por caso, haber peleado contra soldados franceses en 1892, cuando solo tenía 16 pirulos. Es precisamente en esta contienda en la que el reino sucumbe a la pólvora de los galos y se convierte en colonia francesa, al ser incorporada a la Africa o ccidental Francesa. Las mujeres, cabe destacar, fueron las últimas en deponer las armas. De haber vivido Nawi hasta fines de los 70, al menos tuvo tardío consuelo: en 1960, alcanza el país su independiencia, se vuelve la República de Dahomey (más tarde rebautizada como República de Benín, tal cual se la conoce hoy día).
Así describe el periodista canario José Naranjo, residente en Africa occidental, el fin de las míticas célibes: “La leyenda de las amazonas se extiende durante doscientos años, hasta la caída del reino. Fue en la última década del siglo XIX, cuando los colonizadores franceses establecieron un protectorado en Porto Novo con la intención de hacerse con el control de los recursos económicos de la zona. Pronto comenzaron las hostilidades que culminaron con varias campañas militares entre 1892 y 1894 que acabaron por borrar del mapa al famoso ejército de Dahomey, y con él a sus guerreras, y con el derrocamiento del rey Behanzin, que fue llevado primero a Martinica y luego a Argelia, donde falleció. El nombramiento de un rey títere no fue sino el triste epílogo de un reino condenado ya a la desaparición, aunque el arte, las costumbres o la religión de los fon han sabido perdurar en el tiempo”.
La cabeza en la guerra
Por lo demás, aunque nadie osaría cuestionar la bravura, el arrojo de estas amazonas africanas, un artículo publicado por la revista del prestigioso Instituto Smithsoniano rescata cierta anécdota particular que sirve como recordatorio de que algunas (traumáticas) experiencias militares son universales. Anota la publicación que un dahomeyano que creció en Cotonú en los años 30s solía ver a diario a una mujer vieja, doblada por la edad y el cansancio, deambulando por las calles; así recuerda el anónimo hombre a la mentada señora: “Un día, un amigo pateó una piedra que dio contra otra piedra, y el ruido resonó como un chispazo. De repente, vimos cómo la anciana se enderezaba –su cara, transfigurada– y comenzaba a marchar con orgullo. Cuando dio contra una pared, se echó al piso panza abajo y se arrastró para darle la vuelta. Cargaba y disparaba un rifle imaginario, imitando el sonido de la explosión. Se lanzó luego contra un enemigo de aire, rodando en el suelo en un combate furioso, hasta ‘apuñalarlo’ una y otra y otra vez. Entonces, empezó a bailar y a entonar una canción de victoria que decía: La sangre fluye, / estás muerto. / La sangre fluye,/ hemos ganado./ La sangre fluye, fluye, fluye. / La sangre fluye, / el enemigo ya no existe. De repente se detuvo, aturdida; y el cuerpo volvió a doblarse, ¡qué vieja parecía! ¡Más vieja que antes! Se alejó así con paso vacilante. ‘Es una ex guerrera –me explicó entonces un adulto– Las batallas terminaron hace años, pero en su cabeza sigue la guerra’”.
Sobre las sobrevivientes, se dicen muchas cosas: que algunas contrajeron nupcias pero decidieron no tener hijos; que otras se casaron y sí parieron; que todas mantuvieron un carácter bravío que manifestaban en rencillas cotidianas, aterrorizando a los varones que osaban desafiarlas o, de escalar la situación, propinándoles una contundente zurra. Qué va, incluso existen crónicas que relatan cómo, al ser obligadas a liarse con colonos, esperaban las revanchistas amazonas que estos durmieran para cortarles el cuello con sus propias bayonetas… No faltaron, empero, las que optaron por la soltería, atesorando el recuerdo de los tiempos de gloria, cuando –armadas, célibes y peligrosas– hicieron temblequear el poderío de los colonizadores.