Una proyección gigante se dispara sobre la pared. La ocupa por completo. El rostro de un hombre calvo de unos sesenta años se retuerce y mira al público desde esa pantalla de cemento. Es un primer plano en el que también pueden verse su traje pulcro, ajustado, y una corbata algo desalineada. Pero todo ocurre en la tensión que crece entre sus ojos celestes y su boca de dientes grandes y amarillos. Parece retener un vómito, un grito ahogado, un llanto reprimido hace demasiado tiempo. Se toma el cuello con las manos. Una risa torcida empieza a dibujarse en sus labios. Los ojos y la frente se hacen aún más grandes. Todos sus rasgos confluyen en una mueca deforme. Entonces se escucha el grito. El actor y dramaturgo Rubén Szuchmacher, que unos minutos atrás había entrado en escena y que ahora observa esa reproducción de su propio rostro, le grita al público: ¡“Miren, sigan mirando!”. Y todos los presentes vuelven a mirar, antes de que desaparezca, ese rostro inmenso a punto de romperse.

La presentación de la acción performática La escena imposible, dirigida por el dramaturgo y artista visual polaco Wojtek Ziemilski –en colaboración con Rubén Szuchmacher–, que fue exhibida este sábado en el Museo Sitio de Memoria ESMA, parecía llegar en ese momento a su punto más complejo: a la pregunta de cómo se puede representar un dolor que ni siquiera se sabe si existe. La tarea de hacer visible el arrepentimiento y el perdón de un represor o de un “perpetrador” –en los términos propios de la obra–, cuando esos rasgos son desconocidos, dejaba la sensación por lo menos incómoda de estar frente a una incógnita tan dolorosa como ineludible.

“Lo que más me interesa es la idea de qué hacer con esa ambigüedad que se siente por alguien que hizo un mal y a su vez es un ser humano. Pero es una persona que no se corresponde con la definición de humanidad que tenemos”, explicaba Wojtek Ziemilski a Página 12 poco antes de que comenzara la obra. “Luego de ver muchos juicios, cuando se escucha lo que dicen los culpables es increíble. Para ellos no existe el mal que hicieron. No hay una reflexión, no hay autocrítica, no hay pensamiento afectivo. ¿Dónde está entonces la humanidad en esas personas? Porque es imposible un ser humano completamente vacío. Sobre esa idea quise trabajar, con muchos cuidados, ya que uno luego puede verse envuelto en una idea de reconciliación que no le es propia. Pero necesitamos sentir que vivimos entre hombres y no crear existencias que no son reales. Todo lo que ocurrió aquí fue hecho por seres humanos”.

Lo complejo de adentrarse en ese terreno quedó planteado desde el inicio. Por empezar, Szuchmacher dijo a Página 12 antes de la obra: “Hasta esta experiencia, por tener una familia que fue víctima del trabajo de los perpetradores, nunca pude entrar a la ex ESMA. Fue muy movilizante”. Durante la presentación, Alejandra Naftal, la Directora Ejecutiva del Museo Sitio de Memoria ESMA, aseguró: “En este espacio donde desaparecieron cinco mil hombres y mujeres, estamos frente a un desafío. Esta visita es un riesgo que también nos habilita a repensarnos y ser mejores”.

Frente a ella había más de doscientas personas que fueron divididas en dos grupos para poder presenciar la intervención performática y más tarde una función especial de la obra teatral Cuarto Intermedio. Guía para audiencias de lesa humanidad, de Félix Bruzzone y Mónica Zwaig. Ambas formaron parte de la última edición de este año de “La visita de las cinco”, un recorrido guiado que se realiza en ese espacio con la participación de invitados especiales, donde ya estuvieron el filósofo Darío Sztajnszrajber, el periodista Marcelo Figueras y la humorista gráfica Maitena. “Estos últimos cuatro años fueron de resistencia, compromiso y amor –dijo Naftal–. Ahora empieza una nueva etapa”.

Una vez que se ingresaba al museo, cuya entrada está precedida por un gigantesco cubo vidriado con los rostros de hombres y mujeres desaparecidos durante la última dictadura militar, empezaba a quedar claro por qué había sido elegido ese espacio para presentar La escena imposible. Las paredes de tonos pasteles estaban descascaradas y a cada momento los guías repetían que no debían ser tocadas, ya que el edificio todavía es parte de los juicios de lesa humanidad que siguen en curso. Los pasillos dejaban a la vista las cocinas y las oficinas donde operaban los grupos de tareas que diseñaban y ejecutaban los vuelos de la muerte. Las escaleras se hundían hacia los sótanos donde eran realizadas las torturas y los trabajos forzados. Finalmente se llegaba hasta la habitación con pisos de roble donde vivía Rubén “Delfín” Chamorro, vicealmirante de la Armada Argentina y director de la ESMA entre 1976 y 1979. Se trataba de una caminata sobre las entrañas del terror para llegar hasta esa habitación en la que tendría lugar una obra performática que intentaba, al mismo tiempo, encontrar una salida.

La escena imposible fue trabajada por Ziemilski desde su llegada a la Argentina hace casi un mes y forma parte del proyecto de investigación Staging Difficult Pasts, que fue traducido como “puesta en escena de pasados conflictivos y que “examina cómo los teatros y los museos configuran la memoria pública de los pasados conflictivos a través de la puesta en escena de narrativas y objetos”, según se explicó durante la jornada. Además de Argentina, el proyecto hizo base en el Reino Unido, Lituania y Polonia.

Al entrar en la habitación donde vivió Chamorro, todo era silencio y oscuridad. Se caminaba a tientas hasta sentarse en alguno de los bancos de madera o en el piso y quedar frente a una pared desnuda en la que solo había una puerta. Sobre esa pared empezaría a hacerse visible el rostro de Rubén Szuchmacher personificando a un perpetrador que se sabe escudriñado desde el primer momento. La mirada a cámara de Szuchmacher funciona en la obra como un enfrentamiento subrepticio con el público. Al principio se muestra agitado, dubitativo, sin saber qué se espera de él. Luego comienza a percibir una condena a punto de ejecutarse y el miedo se le impone. Se escuchan sus gemidos, sollozos, aunque nunca habla. Hasta que se abre la puerta y Szuchmacher entra en escena vestido con una chomba azul y un jean, toma el micrófono y lee textos que dejan expuesta la batalla interna que lo atraviesa durante la performance.

“No tengo idea de lo qué le puede pasar a un perpetrador en torno a sus emociones”, lee Szuchmacher mientras su rostro gigante en la pared trata de escaparse, mirando hacia los costados o hacia el techo. “Quiero que llore, que se sienta culpable. ¡Es culpable! Pero si un perpetrador llora es probable que sea una mera descarga física”, continúa, a medida que ese perpetrador comienza a desfigurarse buscando ahuyentar las miradas que se posan sobre él. “Yo… yo fui culpable… perdón, perdón, perdón”, se escucha, pero el rostro en la pared parece no tener tregua. “Necesito información y justicia. Yo fui el que lloró, ahora no es tiempo de llorar”. Cuando eso que lo corroe por dentro parece a punto de estallar y ya es muy difícil seguir observando la descomposición de sus facciones, llega la última orden: “¡Miren, sigan mirando!”. Entonces la imagen comienza a desaparecer, las luces se encienden y se abre la puerta de esa habitación, que da a un jardín florecido desde el que se observa la ancha y vacía Avenida del Libertador. A medida que se avanza hacia la salida del predio, el final de la obra deja flotando demasiadas preguntas y quizás una única certeza: todavía no es posible dejar de mirar el terror.