Desde Madrid
UNO En nuestro último episodio, Rodríguez se mostraba (más bien se colgaba a sí mismo, como a un cuadro expresionista y abstracto; y si sonaba confuso es porque está tan confundido) un tanto inquieto ante la posibilidad de estar convirtiéndose en todo aquello que alguna vez reprobó. No de derechas (no del Partido Popular, ni del en vía de extinción Ciudadanos por autocombustión espontánea de su líder, ni mucho menos del tan caricaturesco como en ascenso Vox); pero sí un tanto conservador y más que enervado por la tontería cosmética de la neo-revolución más cerca del selfie que del ser. (En términos ideales, en lo que hace al cataclismo climático y la posible restauración del planeta, lo cierto es que Rodríguez preferiría estar en manos de un carismático hombre de ciencia que de una niña con los dientes apretados reprochándole a las desunidas naciones el que le hayan robado la infancia y no le permitan ir al colegio; o que las eco-medidas a tomar sean algo más trascendentes y efectivas que lo de Coldplay negándose a salir en gira con su nuevo disco para así no contaminar los cielos cada vez más infernales de este purgatorio.) Así --para alguien que en su adolescencia aulló esa versión de "Sólo le pido a Dios" con la voz de Ana Belén que de tanto en tanto resuena en sus pesadillas-- Rodríguez ahora silba bajito una rara y casi inconfesable (in)satisfacción ante las constantes y tan ocurrentes en el peor sentido del término "ideas" de la Izquierda y de sus satélites más o menos desorbitados. Una cierta tranquilidad por ya no sentirse representado por nadie o parte de nada. Un desalentado último suspiro de alivio al enterarse que más del 75% de las carpas del campamento "de protesta" en Plaza Universitat se encuentran vacías y abandonadas por los contestatarios y predicadores de un nuevo orden. Y qué decir del veredicto por lo de los EREs al PSOE y de su andar escamoteando la publicación del listado de más de 30.000 propiedades a nombre de la Iglesia Católica. Igual "regocijo" le produce seguir las idas y vueltas de Pedro Sánchez otra vez en campaña (con su ahora cómplice y todo Pablo Iglesias en busca de la primera Coalición de Izquierdas desde la Segunda República y blablablá) intentando cosechar el voto ya no de los votantes sino de los votados para ver si de una buena vez es investido y, de ser posible, sin tener que pedirle favores a devolver con intereses a los partidos independentistas. Y todos tan pero tan preocupados por la investidura que ni parecen estar pensando en lo que, si tiene lugar, será una legislatura que se anticipa completa y absolutamente fuera de ley y cercana a los duelos en las calles de Tombstone o el OK Corral. Así, todos cayendo sabiendo que volverán a levantarse sobre los huesos de quienes nunca estuvieron arriba. Rodríguez entre ellos. Dolor en las articulaciones y tan desarticulado a la hora de decidir si lo suyo es pasado de moda o clásico, si es antigüedad o antigualla, si es postizo cansancio por tanta falsedad o auténtica furia.
Con tal ánimo, Rodríguez --de paso por Madrid-- entra a a ese templo fuera del tiempo pero con mucho espacio que es el museo de El Prado.
DOS "El museo del Prado es lo más importante para España, más que la Monarquía y la República juntas", dictaminó en su momento el presidente Manuel Azaña Díaz. Rodríguez no es nadie para ir tan lejos en sus dichos, pero sí puede asegurar que El Prado --reciente Premio Princesa de Asturias de Comunicación y Humanidades y cumpliendo por estos días cumple dos siglos de edad con los números en negro y aumento de visitantes pero un descenso en sus recaudaciones tanto en entradas pagas como en venta de merchandising-- le ha dado muchas más alegrías que todos los políticos juntos y lo político por separado.
Y así, con gratitud, vuelve a cruzar sus portales y a respirar profundo. Primero y antes que nada, su más reverencial que rutinaria visita a sus clásicos. Nada muy original. Casi lugares comunes que se han ganado esa condición a pulso firme y pincelada diestra: "Las meninas" de Velázquez, los trípticos de El Bosco, y "El perro" de Goya (quien se sabe fue uno de sus primeros visitantes en 1819 y del que ahora, como parte de los fastos por el bicentenario, se exhibe una muestra casi total de sus dibujos: trescientas piezas entre las que se cuentan sus Caprichos y Disparates y Desastres, bajo el título común de Sólo la voluntad me sobra). Después, cumplido ese rito de reiniciación, ponerse a vagar por ahí (no a la velocidad de los protagonistas de Bande à part de Godard, pero sí a buen paso) y a ver que se encuentra o con qué se reencuentra. Y, ah, todas esas personas sacándose selfies dándole la espalda a obras de arte (en El Prado está prohibido hacerlo; y el museo hasta ha diseñado una app junto a Samsung para insertarse junto a la obra favorita; pero está claro que ha los visitantes no le van esas falsificaciones y que desobedecer la orden es para ellos algo así como ser un poco Thomas Crown '99 o miembro de Ocean's Eleven y todo eso). Y Rodríguez ha leído que --previo pago de, como mínimo, unos cuatro mil y algo de euros-- se puede mirar y pastar por El Prado a solas. Sin jaurías escolares o rebaños jubilados por los alrededores o creyentes que se arrodillan frente a Cristos o Machos Cabríos para darles las gracias o pedirles ayuda. Y se ha concentrado no tanto en los festejos de fachada (por supuesto, la infaltable Fura dels Baus se apuntó a la celebración y hay días en que Rodríguez teme descubrir a sus colgantes atados al balcón de su piso para desearle felices fiestas) sino en todos esos conmemorativos segmentos noticiosos que se ocupan de los subsuelos y ambientes controlados donde se almacenan y se restauran las obras de El Prado. Una especie de museo alternativo al que el público no tiene acceso (salvo que uno sea la visitante Reina Letizia, siempre tan preocupada por demostrar que es más culta o sabe más que aquellos que la entrevistan o la guían) y donde profesionales de la restauración se posan sobre marcos y óleos raspando y repintando y aplicando pan de oro. Rodríguez, ahora, busca una puerta disimulada, un pasadizo secreto, algo que lo lleve al santuario consolador de esas profundidades donde pedirá, por piedad, ser restaurado. Pero no. Ni siquiera digitalmente como en The Irishman. Una de las guardias le dice que deje ese picaporte en paz y le pregunta dónde está su credencial computarizada y le explica eso de "se ruega no tocar". Rodríguez le aclara que lo que él quiere es que, por fin, alguien le sugiera no mirar todo eso que se ve y se vive ahí fuera: en ese puro presente desbordante de mal arte que es aquello que --a falta de un nombre mejor-- se ha dado en llamar realidad y por lo que ningún afortunado pujaría en subasta de Sotheby's.
TRES De regreso a Barcelona, en el tren AVE, Rodríguez lee que los nacionalistas de su cada vez más provinciana ciudad han rechazado el proyecto --como parte del feliz doscientos años-- de convertir el edificio del Banco de España en Plaza Catalunya, en una sede del Museo del Prado por considerarlo "un propuesta que tiene un tic de colonialismo moderno".
Ah, se dice Rodríguez, sin voluntad que le sobre, tocado y hundido.
Caprichos y disparates y desastres.
Se ordena no pensar.