“Ser distinto te hace mejor persona”, dice Jhumpa Lahiri sobre criar a sus hijxs en otro país, sobre su propia infancia, sobre sus personajes, sobre el exilio lingüístico y voluntario, que tan inspirador le resulta. Vivir afuera, dice Lahiri, te hace más abierto, más considerado. Y para llevar a la práctica su premisa se mudó a Italia, hace algunos años, por el solo gusto de estar lejos de casa y para bajarle la temperatura a su romance con la lengua italiana. Lahiri, hija de padres bengalíes, nacida en Reino Unido y criada en Estados Unidos, hizo las valijas y se fue con sus hijxs, para que vivan la extranjería, tan clave en su historia (“deseaba darles el mismo regalo que me hicieron mis padres, aunque de niña no los comprendiera: tener una perspectiva diferente sobre todas las cosas”) y para que una nueva forma de escuchar se transformara en una nueva forma de imaginar y de escribir.
Jhumpa Lahiri ganó en el 2000 el premio Pulitzer por su libro de relatos El intérprete del dolor. Era el primero. Luego, vinieron otros que la harían mundialmente conocida: sus novelas El buen nombre y La hondonada. Más tarde, otro libro de cuentos, género en el que asegura sentirse más cómoda: La tierra desacostumbrada. La noticia es que esa gema primeriza y multipremiada se acaba de traducir al español.
Cada coma en El intérprete del dolor habla del destierro, de las tensiones entre acoger las costumbres de la cultura que recibe y al mismo tiempo conservar el lazo con el país natal, la lengua materna, los orígenes. Esa tensión estuvo presente en la biografía de Lahiri, como ella misma lo relata: “Era una cuestión de lealtades o de elecciones. Yo quería complacer a mis padres y sus expectativas. Pero también complacer las expectativas de mis pares, y mis propios de deseos de encajar en la sociedad en la que estaba viviendo, que era la sociedad norteamericana. Era el clásico caso de identidad dividida”. El intérprete… está plagado de malentendidos, matrimonios arreglados, empleadas alienadas, migrantes que preferirían no hacerlo, nativos que planean la fuga y de alteridades que inquietan en la medida en que con su presencia cuestionan las legalidades, saberes, respuestas automáticas de todos los locales. El señor Kapaci, por ejemplo, es el protagonista del cuento que da nombre al libro y tiene una doble función de traductor: es un guía turístico en la India de paseo con una familia cuyos miembros parecen lugareños pero “se visten como extranjeros con gorras con viseras y ropa de colores llamativos”. Su otro trabajo es ser intérprete de un médico, al que le traduce los dolores de los pacientes que hablan una lengua distinta que la del doctor. Una función muy necesaria en un país en el que están reconocidos al menos treinta idiomas.
Biografía y ficciones se cruzan, y lo que Lahiri recuerda sobre su niñez migrante, bien podría atribuírsele como monólogo interior a muchos de sus personajes. Ese modo descolocado, algo zombi, de estar arrastrando siempre una cola con signo de reclamo o de falta emana de los personajes pero no porque Lahiri les haga recitar sus penas, así, directamente. Sino que lo que va impulsando con su pluma limpia y con descripciones directas es una fuerza que vuelve extraños los espacios cotidianos. La extranjería en El intérprete del dolor implica un número de sensaciones mucho mayor que el desarraigo geográfico, un mundo de extrañamientos: todo lo desconcertante que puede ser sentirse ajeno dentro del propio hogar o haber olvidado quién es ese otro ser con en el que por algún motivo en otro momento se decidió compartir el techo. En El intérprete del dolor Jhumpa Lahiri pone a sus personajes en tránsito, para mutar, para huir, para mejorar, para reencontrarse, y para terminar descubriendo siempre que el origen viaja con unx.