El crecimiento de la malnutrición por exceso a lo largo del siglo XXI, luego de una acelerada disminución en la desnutrición a nivel mundial desde mediados del siglo XX, permite pensar que la actual forma de las cadenas agroalimentarias está llegando a su fin. Un sistema productivo cuyas respuestas al hambre se focalizaron en la estandarización de aquello que comemos como una receta universal. La simplificación de los ecosistemas incrementaría la productividad de los componentes deseables de incluir en la dieta mientras que un arsenal químico eliminaría aquellos que pasaron a ser indeseables porque se vuelven malezas y plagas. Esta homogeneización promueve un excesivo procesamiento industrializado que permite construir la ilusión de diversidad en una dieta donde los consumidores están cada vez alejados de los productores.
El exceso y la carencia se combinan en los distintos eslabones de la cadena agroalimentaria. La reducción de la biodiversidad se inicia en las semillas utilizadas pero también en las demandas de las grandes cadenas de supermercados. La satisfacción pareciera preceder a la necesidad y el resultado es que aún llegando al límite físico de la cantidad de comida per capita que puede ingerirse en un año, cercano a los 650 kg, el hambre y las desigualdades prexistentes no desaparecen sino que se incrementa. Ambos adquieren nuevas formas e implicancias, impensadas en coyunturas precedentes. Los “gordos del hambre” son el ejemplo más claro de cómo ciertas soluciones que promovieron una mayor equidad terminaron generando nuevas desigualdades.
Tal es el caso de las actuales desigualdades nutricionales de la sociedad argentina, donde el neoliberalismo de la década de 1990 logró romper con el vínculo consolidado que se estableció con los alimentos desde finales del siglo XIX. Un hito que ni la inestabilidad económica ni la alternancia entre gobiernos civiles y militares pudo modificar, aún con las crecientes tendencias a una sociedad más desigual desde –al menos– la década de 1970. Más allá de la presencia cíclica de crisis económicas, sociales o políticas la malnutrición por exceso se presenta como una continuidad en el siglo XXI porque aún con una mejora en los ingresos per cápita el problema está en la estandarización –y empobrecimiento– del paladar del consumidor. El exceso de grasas, azucares y sal mientras se reducen las fibras, proteínas y micronutrientes estandariza el gusto del consumidor y debilita el rol social de los alimentos.
Es necesario destacar el carácter social de la creciente malnutrición por exceso. Las respuestas, soluciones y alternativas requieren de un abordaje interdisciplinar en donde las ciencias sociales permiten reconocen la verdadera complejidad del problema. Cuestiones que van más allá de lo técnico, tal como demuestra que el exponencial crecimiento en la cantidad de alimentos que pueden obtenerse por hectárea no puede trasladarse todavía a la calidad nutricional. La propuesta es reconocer el carácter mediador del poder pero trascendiendo la lógica incluidos/excluidos, en tanto el fuerte vínculo entre degradación de la dieta y cambio climático adquiere implicancias que afectan a todos los seres humanos, más allá de su condición social. Una tendencia en donde las desigualdades socioeconómicas, y su intensificación en el plano nutricional, pueden ser entendidas como el punto de partida de la degradación de la dieta. La malnutrición por exceso aparece así como una oportunidad para volver a pensar el sistema agroalimentario.
* Luis E. Blacha es investigador del Iesct-UNQ y el Conicet.