Pensar en la izquierda en Estados Unidos, para nuestra perspectiva, siempre ha sido pensar en algo casi quimérico. No es que no han existido movimientos progresistas o revolucionarios, o intenciones concretas de cambiar el mundo en términos políticos, sino que durante gran parte del siglo XX todo eso siempre se ha visto teñido por una capa de algo más o menos bienintencionado que luego se pierde en los sinsabores de la historia norteamericana, que tuvo hitos como el movimiento de los Civil Rights en los 60, pero que también tuvo el hippismo (de escaso o nulo impacto en la política bipartidista norteamericana) o la llamada “corrección política” (political correctness, el único PC con trascendencia mediática en la actualidad norteamericana), concepto acuñado en la década del 90 que suele ser un atolladero para cualquier forma de pensamiento riguroso sobre la política real. Gran parte del pensamiento anglosajón de carácter revolucionario suele concentrarse en los ambientes académicos sin tener una articulación sobre la política efectiva, salvo quizás alguna marcha o algún movimiento circunstancial cuya efervescencia ya ha quedado perdida (los numerosos Occupy que no han llegado a tener representación partidaria, por ejemplo). En ese ámbito social, resulta entre esperanzadora y desconcertante la aparición del libro de Nancy Fraser, ¡Contrahegemonía ya! Por un populismo progresista que enfrente el neoliberalismo, ya que parece plantear una serie de conceptos por demás interesantes para pensar la actual coyuntura histórica del país del norte, pero no logra entrever una posibilidad concreta de cambio a la cual abone de alguna manera.
Publicado originalmente en el invierno de 2017, poco tiempo después del ascenso al poder por parte de Donald Trump, el artículo central del libro, bautizado en castellano con el gramsciano título de “Lo viejo está muriendo y lo nuevo no puede nacer”, presenta una circunstancia histórica que permite entender por qué, luego de la crisis económica de 2008, el neoliberalismo sigue operando como un sistema socioeconómico todavía viable, y recién con la aparición de un conservadurismo antiliberal supremacista como el de Trump, sus bases mismas sean puestas en contradicción y estemos en ese interregno en el cual nadie sabe para qué lado ir (salvo para la derecha). El nombre de esa circunstancia es el de “neoliberalismo progresista”. Algo que suena a oxímoron, pero que no lo es. Fraser propone la hipótesis de que este tipo de neoliberalismo es uno más dentro de los neoliberalismos posibles, entendiendo que a partir de los 80 y sobre todo a lo largo de los 90 fue afirmándose un bloque hegemónico que retomó cierto espíritu socialdemócrata del New Deal en lo cultural y una clara impronta neoliberal (o “liberal” a secas) en lo económico, con una contundente desregulación de todos los órdenes económicos, hasta producir fenómenos como la pérdida de fuerza por parte de los sindicatos y el nacimiento de los “empleos basura” (cuya evidencia en las economías occidentales es pasmosa).
Pasada la crisis económica de 2008, algo que presentaba la posibilidad del fin del capitalismo, lo que hubo fue un reacomodamiento de este “neoliberalismo progresista” que habilitó la reelección de Obama y trajo como consecuencia visible la adopción del discurso de los movimientos “Occupy”, y no mucho más. El parche “estructural” a esa variación de la “superestructura” (dicotomía que Fraser reemplaza con términos como distribución, reconocimiento y, en algún sentido, representación, tal como destaca la “Introducción” de Laura Fernández Cordero) pudo haber sido la mayor injerencia del Estado dentro de la salud pública, que produjo políticas como el nacimiento del así llamado “ObamaCare”, aunque hay cierta perversión neoliberal esperable en esto de establecer un sistema económico que empobrece más a la gente y ofrecer algún que otro servicio de salud para que sientan que, en el largo plazo, todo va a estar bien.
Uno de los puntos en donde Fraser se separa de manera mas tajante de este “neoliberalismo progresista” es en lo que se refiere a su adscripción al movimiento feminista. El “lavado de cara” del capitalismo más feroz a través del desarrollo de políticas de inclusión o de mayor justicia social ha derivado en la entrada de la mujer y del colectivo LGTBIQ+ en general en espacios laborales antes pensados como vedados, o en el hecho de que la opinión pública perciba una influencia real de estas demandas, afectando al nivel del cambio de consciencia de la mayoría en torno a cuestiones que se naturalizaban o silenciaban (como el terrible caso de las violaciones intrafamiliares). Eso no se puede negar. Pero, al mismo tiempo, desde el punto de vista de Fraser, ese tipo de jugadas socio-culturales evitan atacar uno de los temas más acuciantes, que tienen que ver con cuestiones económicas reales en donde el 1% se sigue viendo beneficiado, mientras que el 99% excluido sigue en un camino de pobreza en crecimiento, pero, aparentemente, más calmo, porque se reconoce su existencia y se crean programas que pregonan una inclusión estructuralmente imposible. Ese llamado a la organización de una contrahegemonía se apoya, precisamente, en que los reclamos del movimiento feminista se desprendan de cualquier posible vinculación con el neoliberalismo progresista y se reacomode para poder sacar de sí mismo nuevos modos de disputar el poder.
¿Por qué habla aquí Fraser de un “populismo progresista”? Parecería ser la síntesis esperada entre el neoliberalismo de este corte (básicamente, la política del partido demócrata de Clinton en adelante) y un populismo conservador antiliberal que llevó a Trump al poder. Lograr separar el componente trabajador de clase baja blanco y heterosexual de las filas del “trumpismo” implicaría, desde su perspectiva, una mayor posibilidad de construir realmente un partido popular progresista y antiliberal. Pero, como lo anuncia el título, esto queda en un llamado, en una lectura quizás acertada del panorama político, pero que dista mucho de una articulación real en la política de Estados Unidos, en la medida en que no existen partidos que puedan responder a estas demandas. Lo más a la izquierda que la política norteamericana puede moverse queda sintetizada en la figura de Bernie Sanders, un anciano que con su imagen de “buena onda” poco pudo hacer frente a la colocación de Hillary Clinton como candidata. Sorprende que el denostado populismo, identificado en Latinoamérica con movimientos tan disímiles como el peronismo o incluso el gobierno de Lula en Brasil, aparezca ahora como la clave política que las potencias occidentales reconocen como única salida a un permanente estado de crisis.
El llamado de Nancy Fraser se convierte así en un grito desesperado en el desierto, grito que para ella tiene que ser escuchado por los sindicatos y los organismos sociales del tipo que sea, quienes pueden armar estructuras de base sólidas para un cambio virtuoso. Algo que, en la punta opuesta del mundo, a nosotros, al menos, no nos suena para nada como algo novedoso.