Es un gesto feliz que en la era del “basado en hechos reales” Scorsese haga una película como El irlandés, que se enmarca en una serie de hechos históricos, sí —como la desaparición de Jimmy Hoffa— pero cuenta antes que nada la versión de un viejo sobre el pasado, uno de los tantos que se atribuyeron el asesinato de Hoffa y de los cuales la mayoría, o quizás todos, mintieron.
Hay un libro detrás de El irlandés, I heard you paint houses, de Charles Brandt, un ex fiscal que entrevistó a Frank Sheeran varias veces en su vejez y al que supuestamente Sheeran le confesó haber matado a Hoffa, pero aquí no importa tanto ofrecer una versión verosímil de la historia sino usarla para construir un personaje que, en un momento crepuscular, rememora un pasado al servicio de la mafia. El Sheeran ficcional (Robert De Niro) es un anciano que vive en un geriátrico, está en una silla de ruedas, la familia no lo visita y ya se ha comprado el ataúd con el que se lo llevarán al cementerio. En algún lugar de su juventud tuvo un momento de brillo —si es que puede llamárselo así— como asesino por encargo de una mafia liderada por los Bufalino, especialmente Russell (Joe Pesci).
Dentro de esta versión de Sheeran hay varias versiones más, dos principalmente: la que el personaje dice, y otra profundamente silenciosa que Scorsese cuenta a partir del rostro de De Niro y su mirada. La historia que se verbaliza es divertida, tiene sus momentos de modesta gloria, se juega íntegramente en un universo masculino y está asociada al anillo de oro que el viejo Sheeran todavía lleva en la mano, como un rey caído. La otra es la más interesante, y es de una amargura sin precedentes en toda la obra de Scorsese porque es la de un viejo que contempla quizás no sus errores, pero sí las consecuencias que tuvieron sus actos a corto y largo plazo. Y en esta historia juegan un papel importante las mujeres.
En la misma línea que La mula de Clint Eastwood —donde se usa un relato de género para plantear la posible redención final de un hombre que fue pésimo padre y esposo— pero de modo más soterrado, El irlandés confronta a mafiosos, sindicalistas y matones y sus supuestas hazañas con la mirada terrible de las hijas. El patoterismo superficial y de respuesta veloz que en las redes se hace pasar por feminismo podría contabilizar cuántas líneas de diálogo tiene cada personaje femenino en la película de Scorsese, pero no tiene sentido: lo que El irlandés tiene para mostrar, de manera brillante y con los recursos del cine, es el papel que juega, o jugó dentro de un orden que quizás por primera vez se esté resquebrajando, el silencio de las mujeres. Hay una serie de escenas brillantes al respecto: en el primer recuerdo de Sheeran, él y Russell Bufalino salen a la ruta con sus esposas; los varones van adelante, las mujeres atrás, aparentemente ellos conducen y toman las decisiones, pero lo cierto es que deben parar cada vez que a las mujeres se les antoja fumar un cigarrillo y en esas paradas, ellas se apartan para hablar de sus cosas, sin ellos. Nunca escuchamos lo que hablan, solo queda claro que construyeron un mundo aparte del que los hombres están excluidos y que en pocos años, a ellos les explotará en la cara. Porque son jefes, mandan, son capos de la mafia, pero también otras cosas: poco después, Russell Bufalino llega a la casa con la camisa manchada de sangre y su esposa, que baja a recibirlo en camisón, no le cuestiona la sangre pero le ordena que se saque los zapatos.
De este modo va tramando Scorsese un relato cargado de contradicciones que es testimonio de toda una manera de hacer y pensar las familias y los vínculos en el siglo veinte y que tiene su culminación, qué duda cabe, cuando un Sheeran anciano, de pelo blanco y apoyado en muletas, hace cola en el banco para hablar con su hija Peggy (Anna Paquin), que no quiere saber nada con él, o rememora la fecha exacta de 1975 en que ella dejó de hablarle. No se le puede pedir a Scorsese que se adapte, que cumpla con algún tipo de cupo, que agregue personajes femeninos “fuertes” para estar a tono con la época; sí se le puede pedir, como a cualquier artista, que dé testimonio sincero y profundo del mundo que le tocó vivir, desde la lucidez de comprender que ese mundo se termina.