Desde París
Golpear dentro y fuera del ring es una táctica presidencial que Donald Trump ejerce según los altibajos de su humor matinal. Y en esa práctica imprevisible, el presidente francés, Emmanuel Macron, es uno de sus blancos predilectos, tanto como lo es el mismo Trump para él. Apenas se reunió en Londres con el Secretario general de la OTAN (Alianza Atlántica), Jens Stoltenberg, Trump atacó frontalmente al mandatario francés. Trump consideró que las declaraciones de Macron a la revista The Economist eran “insultantes” y muy “malvadas” para los 28 países que componen este organismo. En esa entrevista con The Economist, Macron había dicho en voz alta lo que casi todos piensan en voz baja dada la inconsistencia estratégica de esta alianza militar entre ambos lados del Atlántico. El jefe del Estado francés declaró que la OTAN se encontraba en estado de “muerte cerebral”. La frase de Macron le valió de inmediato una lluvia de críticas de sus socios europeos, empezando por Alemania, cuya canciller, Angela Merkel, aseguró no compartir el juicio de Macron. Las estocadas retóricas entre Trump y Macron constituyen ya un elemento de las relaciones internacionales. Desde que fue electo en 2017, Macron y Trump han intercambiado deferencias agresivas. Esta vez, no obstante, es preciso situar el marco en el cual Macron pronunció esa frase. No fue un cuestionamiento directo contra la OTAN sino una arremetida ante la ligereza del presidente norteamericano en la guerra en Siria. Estados Unidos retiró unilateralmente sus tropas de Siria y con ello le permitió al presidente turco, Recep Tayyip Erdoğan, emprender una ofensiva contra los kurdos en el noreste de Siria sin avisar a ningún aliado. Por ello Macron agregó que no existía “ni la más mínima coordinación, ni cuando Estados Unidos toma sus decisiones, ni cuando también lo hacen sus aliados” (Turquía).
El escenario es absurdo, y así lo recalcó Macron. El retiro de Estados Unidos de Siria y la ofensiva de Turquía contra los kurdos condujo a que las tropas turcas combatieran a quienes, antes, habían peleado junto a Occidente contra el Estado Islámico. Aunque Trump desprecia a la OTAN y más de una vez puso en tela de juicio el principio fundador de la defensa colectiva, ahora se sintió aludido y salió no sólo a defender la Alianza sino a atacar a Macron. Como lo había hecho en otras ocasiones, Trump evocó la crisis de los chalecos amarillos y juzgó que “Francia está pasando un mal momento” y que un país “con un desempleo tan elevado” no podía ir por ahí diciendo esas cosas. Macron reiteró ayer que “mantiene” su posición y que su declaración apuntaba a “despertar” a sus miembros. El incidente parece quedar allí en el seno de un grupo fracturado, sin peso decisivo, desestabilizado por la actitud de Turquía y la creciente influencia de la alianza entre China y Rusia. Desde la caída del Muro de Berlín en 1989, la OTAN se ha dedicado a llevar a cabo tareas de gendarme de segunda mano y, principalmente, a provocar a Vladimir Putin acercando sus tropas a las fronteras rusas. La OTAN es un sobreviviente de la Guerra Fría, una suerte de enorme momia armada que no encuentra su lugar en el museo de las confrontaciones modernas. Aunque el enemigo (el comunismo) ha desaparecido, la Alianza Atlántica ha conservado la misma retórica: cualquier división de la OTAN no haría más que alejar a sus miembros de Estados Unidos y debilitar al organismo. La retórica atlantista de sus miembros contrasta con el unilateralismo de Trump, para quien la OTAN, la Unión Europea y la Organización Mundial del Comercio son como una suerte de eje del mal. Este grupo es, en su esencia, una contradicción erigida en monumento a la guerra en un instante de la historia en que nadie puede ya ocultar la destrucción del medio ambiente. El mandatario norteamericano les exige a los socios de la OTAN que aporten el dos por ciento de su PIB para la defensa (Estados Unidos contribuye con el 22 por ciento del presupuesto de la OTAN, Alemania con 14 y Francia el 12). La Alianza Atlántica representa un presupuesto global de más de dos mil millones de dólares.
Los choques entre Trump y Macron parecían superados luego de que, muy hábilmente, Macron atacó a Brasil y al Mercosur debido a los incendios del Amazonas justo cuando estaba por empezar en Francia la cumbre de los siete países más desarrollados, el G7. Aunque el principal destructor del planeta estaba en Biarritz, aunque fuera también el que se fue del acuerdo climático de París, Macron desvió la manguera hacia América del Sur y con ello previno que Trump que le reclamara lo que le correspondía. El perfil grosero y aficionado del presidente brasilero Jair Bolsonaro y el congelamiento de sus socios del Mercosur le ayudó al presidente francés a pasar como un defensor del medio ambiente y a Trump a escurrirse en silencio ante la responsabilidad que le competía. Un sin propósito absoluto que nuestros dirigentes regionales permitieron que creciera hasta la humillación. Luego de esa cumbre, Trump y Macron sellaron la reconciliación tras más de un año de refriegas retóricas. Durante la revuelta de los chalecos amarillos (2018-2019), Trump, a través de Twitter, lanzó dardos envenenados contra Macron y hasta llegó a escribir que, en París, los manifestantes gritaban “Viva Trump, Viva Trump, Viva Trump” (absurdo). Al míster gringo no le había gustado el comentario, con burla implícita, que Macron hizo cuando Washington anunció que se retiraba del acuerdo climático de París: refiriéndose al eslogan de la campana electoral trumpista, “Make America Great Again”, Macron lo convirtió en “ Make Our Planet Great Again”. De allí en adelante, los dos dirigentes se persiguieron con la espada de las palabras. Trump se ofendió cuando Macron abogó por una “defensa europea”, y aún más durante la celebración del centenario del Armisticio de la Primera Guerra Mundial (1918). En noviembre de 2018, delante de Donald Trump, Emmanuel Macron dijo: «el patriotismo es exactamente lo contrario del nacionalismo: el nacionalismo es una traición”. La eterna “controversia” franco norteamericana, alimentada por la política “soberana” del General de Gaulle después de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), vuelve a ocupar un lugar en un mundo que carece de polo hegemónico y que parece divertirse con un modesto pase de esgrima cuando el planeta se viene abajo. La responsabilidad colectiva ante el destino de la condición humana y los recursos naturales del planeta parece que no son competencia de los dirigentes actuales. En vez de crear una Alianza para salvar el planeta siguen manteniendo en pie otra creada hace 70 años para destruirlo. Y encima se pelean como nenitos de jardín de infantes.