Hubiese sido muy triste, sí; pero también perfecto: el que la larga carrera de John le Carré (UK, 1931) llegase a su final con su anterior etapa y no con esta Un hombre decente. Porque, apenas dos años atrás, nuestro agente favorito publicó la crepuscular El legado de los espías. Y allí Le Carré parecía cerrar el círculo y poner la casa en orden. No sólo sacaba de hibernación a un nonagenario George Smiley para hacerlo dar unas acaso últimas vueltas por las despistadas pistas del Circus y comunicarnos su casi asco por todas las cosas del aquí y ahora. Además, se permitía la inesperada cosecha tardía del reescribir y dar un nuevo y sorprendente sentido a todas las mentiras y traiciones sembradas allá lejos y hace tiempo en 1963, en la refundadora del género El espía que surgió del frío. Y Legado... era la mejor novela en mucho tiempo de alguien quien --como se queja al respecto Bob Dylan; aunque lo de Le Carré, por carácter y patriotismo sarcástico, está más cerca de lo de Ray "The Kinks" Davies-- ya sólo puede ser comparado y puesto a luchar consigo mismo y nunca con los demás. Problemas de vivir desde siempre en la compleja solución de ser el más grande en lo suyo.

Aclarado lo anterior, vale decir que la lectura de esta Un hombre decente (que, ahora sí, ojalá que no se convierta en involuntaria despedida) no está a la altura de Legado...; pero sí --más allá de su condición de serio divertimento y de tragicomedia meditada-- que es y sigue siendo "una de Le Carré". Es decir: está muy por encima de casi todo lo que hacen los colegas y aprendices y se lee como si Saul Bellow o Iris Murdoch se hubiesen dedicado a la novela de espías.

Y conviene también aclarar que, de un tiempo a esta parte, Le Carré se mueve en dos velocidades: la del melancólico (cada vez menos frecuente, como en El peregrino secreto o Legado... o en esa magnum opus autobiográfica que es Un espía perfecto) y la del casi siempre furibundo "de denuncia" (El jardinero fiel o El hombre más buscado). Un hombre decente es una mezcla de ambos humores. He aquí un Le Carré menor para tratar un tema mayor y actual. Y, claro, el presente no es sitio  para sutiles y ajedrecísticos rivales como Karla sino para villanos más cercanos al comic de trazo grueso que en más de una página consiguen que Le Carré pierda su prosa y tempo elegante para caer en la casi editorialización con parrafadas del tipo "Gran Bretaña está desenrollando la alfombra roja para un presidente norteamericano que ha venido a despreciar nuestros bien ganados vínculos con Europa y humillar a la primera ministra que lo ha invitado".

Así Theresa May y Donald Trump y Boris Johnson y Boris Putin en el teatro de marionetas del Brexit y, contemplando todo eso, un par de hombres decentes. El funcionario del MI6 con fatiga de materiales y casi cincuentón Nat (por Anatoly, ancestros rusos en su ADN británico) quien prepara su adiós a todo eso cuando de pronto le ofrecen reorganizar la más desorganizada de las subestaciones en Londres. Y allí el desilusionado y mucho más joven y solitario y asqueado por el estado de las cosas Ed Shannon. Uno y otro se encuentran a ambos lados de la red cuando todos los lunes juegan al bádminton (el deporte como forma de conocerse y reconocerse es una de las marcas de la casa Le Carré) y pronto volveremos a estar en terreno no por muy conocido menos apasionante. Ese aria con variaciones en las sinfónicas piezas de cámara de Le Carré en la que alguien arrastra a alguien a las encandiladoras sombras de un mundo secreto. Y aquí, de nuevo, las mujeres como secundarios de primera: Prue (la agotada esposa de Ed), la joven y todavía entusiasta agente Florence y hasta el lugar común -pero reformulado lecarrenianamente- de una mujer fatal rusa. Y -por encima de todos ellos- un oligarca ucraniano con el nombre en código Orson a quien se le dedica investigación que incluye topo y súbitas e inesperadas complicaciones en lo que se suponía trámite sencillo y rutinario. Pronto, todo se complica y el caos burocrático deviene en caos histórico y vuelve a recibirse la lección nunca del todo aprendida de que los de arriba consideran a los de abajo piezas descartables y fáciles de reemplazar en el nombre de un Imperio que ya no impera y un pasado que ya pasó y no volverá a pasar. Como bien dijo Le Carré en una reciente entrevista con la BBC: "Lo que en verdad me asusta de la nostalgia es que se ha convertido en un arma política. Los políticos están manufacturando y vendiendo una nostalgia por una Inglaterra que jamás existió. Y los políticos aman el caos porque les da autoridad y poder y perfil y les permite vender la mentira de que están capacitados para controlarlo".

Y, sí, digámoslo: se sabe que los actuales patrones del MI6 detestan las novelas de Le Carré por el modo en que se retrata y despinta su presente paisaje. Lo que es comprensible: en Legado... Smiley --quien al menos tuvo y hasta gozó de la "motivación" de ganar la Guerra Fría-- se despedía casi confesando que todo lo que había hecho de bueno había sido "más en el nombre de Europa que de Inglaterra". Mientras que --todo parece indicarlo, o al menos así lo denuncia en Un hombre decente y con melancolía Le Carré-- sus sucesores se preparan para ser nada más y nada menos que algo así como subempleados de la CIA, como los espías que surgieron del Brexit.