Como docente dicta la materia Ecología de poblaciones en la Facultad de Ciencias Naturales de la Universidad Nacional de La Plata. Como investigadora se especializa en el estudio de las cotorras; la apasiona analizar cómo colonizan los espacios urbanos, descifrar los motivos de su parloteo característico y la construcción de los nidos, auténticos imperios que pueden llegar a pesar hasta 200 kilos. Conoce y se reconoce en la institución platense como si fuera un espejo. Ingresó a los 17 años, luego se doctoró y después decidió que estaba preparada para estar al frente de un curso. Hasta aquí, nada fuera de lo normal. De hecho, el derrotero se asimila al que atraviesan miles de intelectuales en Argentina.
“Cuando terminé el doctorado (27), todavía joven, comencé a bailar de manera sistemática y diez años después, a los 37, realicé mi primer taller de teatro”, recuerda. El asunto era que trabajaba como bióloga-docente-investigadora de la UNLP pero no le alcanzaba. Advertía que existía un costado artístico que no había explotado lo suficiente y que latía en su interior. Tan fuerte era el eco que un día decidió escarbar. “Quería hacer algo corporal, que me conectara un poco más conmigo. Descubrí que la actuación era el medio de expresión en el que mejor me desenvolvía”, dice.
Más tarde, casi por inercia, vino lo otro: al compás de la actuación arrancó talleres de escritura creativa y rescató una pasión que había sepultado en su adolescencia tardía. “Estuve veinte años sin escribir, me encantaba la poesía pero la dejé a un lado cuando arranqué Biología. Vaya una a saber por qué. Afortunadamente recuperé ese gustito por la literatura y todo fluyó de manera muy natural”, narra. Se ve que el talento permanecía intacto porque la primera obra de teatro que escribió participó de un concurso y ganó. Se titulaba “La (primera) cena”, una comedia protagonizada por una pareja dispareja que experimentaba una cita repleta de aventuras, complicidades y desencuentros.
La escritura
Y a partir de ese instante jamás consiguió estacionarse. Se desmarcó de la rutina del museo para expresarse de una manera distinta. Ahora, cuando se le viene una idea a la cabeza, su cuerpo se abalanza sobre el escritorio en el que descansa la computadora y sus dedos martillan el teclado con velocidad. Sin plan de vuelo, vomita conceptos, plasma giros lingüísticos, compone los perfiles de los personajes que se imagina, todo de corrido. Lo expulsa de un tirón, casi de manera bestial.
En la etapa siguiente viene el momento de la corrección concienzuda; un paso que suele estar mejor programado. Aquí, la artista abandona su costado frenético y descubre su faceta metódica, quirúrgica: científica. “No me puedo sentar a escribir antes de tiempo, esa es la premisa principal. Ahora estoy más tranquila y tiendo a seleccionar un poco lo que quiero hacer y en lo que necesito escribir, pero en un momento no podía parar. Escribí más de veinte obras en muy poco tiempo y luego las dirigí casi todas también”, apunta Aramburú.
Algunas de esas son en clave científica, como “Una idea para largo rato. La revolución de la evolución”, “Un mister en Patagonia” (ambas recorren la vida y obra de Charles Darwin), “Últimamente vencidos”, “Tierra adentro” (vinculadas con las restituciones del Museo de UNLP) y “Si vas a llorar, que sea de noche” (rescata los orígenes de la constitución del Equipo Argentino de Antropología Forense). El mayor hallazgo de esta bióloga no ocurrió en el laboratorio: “Pienso que el teatro puede servir como un medio para contar la ciencia, como una vía adecuada para compartir conocimientos por otros canales diferentes a los convencionales y ya conocidos”, afirma.
De todas, “Damiana, una niña aché” (en coautoría con Patricia Suárez) ha tenido una gran repercusión, tanto que recibió varios galardones y fue reconocida por el anterior Ministerio de Desarrollo Social. “En este caso, nos propusimos contar la historia de una niña de la selva paraguaya que, a fines del siglo XIX, es apropiada por colonos que asesinan a toda su familia. Es una trama que también resuena en nuestra historia dictatorial reciente. A los cuatro años, la pequeña pasa a manos de la madre de Alejandro Korn y luego es encerrada en un hospital neuropsiquiátrico”, comenta y luego remata: “Infelizmente muere y su cuerpo es descuartizado. Sus órganos son enviados a Berlín porque en esa época la ciencia comenzaba con los estudios de las partes blandas del organismo. El resto del esqueleto es descarnado y un siglo después es localizado por antropólogos del museo. La gente sale muy conmocionada con esta obra”.
Arte para divulgar ciencia
Como se suele señalar, cuando el campo de referencia es la comunicación de la ciencia, el punto no es “traducir” ni “bajar” contenidos para que el público entienda. No se traduce porque no es otro idioma y no se baja porque el conocimiento no se halla en ninguna montaña. De aquí que el objetivo de la divulgación sea otro. “Los divulgadores no somos ‘traductores’. Me basta con que se despierte la curiosidad del público, con que la gente salga haciéndose más preguntas de las que se hacía cuando llegó. Con eso estoy más que satisfecha. Lo lindo del teatro es que la gente que actúa está viva, comparte un tiempo y un espacio con los espectadores”, asegura.
Como si fuera poco, Aramburú es una de las creadoras del grupo “Poper” de stand-up científico que se formó en 2015. “El stand up tiene ciertas reglas que en todos los casos se respetan. Me refiero a las premisas, la información corta, el remate. Es una dinámica que no tiene mucho que ver con la libertad sino con la estructura. Hay que hacer chistes en catarata, uno detrás del otro. Los standuperos necesitamos escuchar las risas todo el tiempo, es una mecánica particular”, destaca. La lógica de la divulgación científica teatral muta en este caso, pues el principio inquebrantable para este nuevo género es brindar una información muy concisa, que se apoye en conocimientos que los interlocutores ya tienen y dominan, para hacia el final construir finales cargados de humor.
“El propósito con Poper es que la gente se divierta y que también pueda llevarse algún contenido. Nunca dejo de ser bióloga, en mi presentación hay mucha referencia a las cotorras que son los bichos que estudio desde hace años. Al igual que sucede con el teatro, me conformo con despertar la curiosidad, generar vocaciones científicas y con desmitificar el concepto erróneo que, a menudo, la sociedad tiene sobre nosotros”, plantea.
“En estos treinta años de bióloga lo único que acumulé y que tengo para ofrecer son dudas. No tengo certezas, pero al mismo tiempo no creo que eso sea malo necesariamente. Debemos promover como un valor positivo esa capacidad que tenemos los científicos para hacernos preguntas. El arte es una herramienta formidable en todo esto”, concluye Aramburú.