El Premio Nobel de Literatura, como la navidad o el mundial de básquet, no nos pasa desapercibido. Tanto para creyentes o incrédulos, entusiastas o detractores, o para los que lo niegan con un gesto forzado o lo admitimos con los dientes apretados, los ganadores del premio nos siguen interesando; al menos como comentario del día, como oportunidad para que la literatura esté unas pocas horas en la cima del scrolleo de noticias, y no en el fondo, bien abajo y chiquito, en el subsuelo de las pantallas que miramos. El año pasado, 2018, no hubo entrega de premio. La ola de denuncias por abusos sexuales también salpicó los -ya manchados- trajes de etiqueta de los integrantes de la Academia. El veredicto sueco, como dice en el comunicado oficial, perdió “confianza pública”. Al igual que en las cinco ocasiones anteriores en las que el Nobel fue aplazado, se prometió anunciar al ganador al año siguiente. Así fue. Este año, con delay, superpuesto con el ganador del 2019 (Peter Handke, para los distraídos), también llegó el ganador de la edición 2018. Mejor dicho, la ganadora: la polaca Olga Tokarczuk (1962), autora de más de una decena de libros que apenas rebotaron en el lado no europeo del mundo.

Una de las virtudes que le quedan al Premio Nobel, en el mejor de los casos, es activar la máquina de la industria editorial para traducir y hacer circular autores que hasta el momento, en distintas geografías, eran secreto de unos pocos lectores. Traducidos al español, pero lejos de las mesas de las librerías que no fuesen de saldo, de la escritora Olga Tokarczuk solo podíamos conseguir las novelas Sobre los huesos de los muertos y Un lugar llamado antaño. En las diferentes reseñas que acompañaron el anuncio del premio, de los tres libros de cuentos y las ocho novelas que lleva publicadas Tokarczuk, se destacaba Flights, ganadora del prestigioso Premio Man Booker Internacional. La editorial Anagrama lo acaba de editar con el acertado título Los errantes. Desde las primeras páginas, una voz variable, compuesta de muchas voces, de notas de viaje, de relatos propios y de otros ajenos, nos hace olvidar del cotillón mediático por el cual tenemos ese libro entre las manos y, suspendiendo los prejuicios de la novedad, nos dejamos encantar por un estilo lúcido y por la composición arbitraria de piezas que, sin la mano talentosa de Tokarczuk, perecerían sueltas.

Los errantes comienza con un autorretrato, un boceto inacabado que bien podría ser el de la propia Olga Tokarczuk, o el que realiza una narradora que toma la experiencia de la autora para torcerla, interpretarla, exponerla mientras la escribe. La voz, a modo de presentación, arma un retrato lúdico y caprichoso: nombra el tamaño del estómago de la protagonista y su paso por la carrera de psicología, su cantidad de leucocitos y la profesión de los padres, el primer extravío por campo traviesa en la infancia y los trabajos precarios que hizo para ganar plata. En sí, señala elementos propios como si fuesen rasgos ajenos, características que fueron parte de su vida pero que ya no lleva encima, que fue dejando en el camino. Sólo se detiene con especial énfasis cuando, como si fuese un ritornello, subraya su pertenencia, su rasgo identitario, al movimiento. En palabras de la narradora, ella encuentra su combustible “en el vaivén de los autobuses, el traqueteo de los trenes, el rugido de los motores de avión, el balanceo de los ferrys”. En la prosa de Tokarczuk, que se va ampliando a lo largo del libro, no hay un yo único, autorreferencial. Por el contrario, es un yo que se va armando mientras avanza, un yo expandido, que busca huir de sí mismo a modo de exploración, de fuga hacia otros elementos, otras formas y paisajes, que le permiten mutar y transformarse con lo que encuentra a su paso; tal como sucede en los viajes.

 

El mismo método utiliza Tokarczuk en la composición formal de Los errantes. No es un novela ni un libro de cuentos, menos uno de ensayos, aunque de todos los géneros toma sus procedimientos. En su mixtura y en su constelación no programada se asemeja a un diario o, mejor, a un cuaderno de notas de viaje. Cuenta Tokarczuk, en una entrevista al New Yorker, que cuando envió a la editorial por primera vez el manuscrito de Flights, su editora la llamó de inmediato y le preguntó si había mezclado los archivos en su computadora, “porque aquello no era una novela”. La tensión entre escritura y forma, entre qué contar y cómo hacerlo, se mantiene como un thriller durante todo el libro. En Los errantes, como si fueran notas cartográficas, encontramos reflexiones sobre los aeropuertos como las ciudades-Estado del futuro, conferencias sobre psicología del viaje en el hall de un aeropuerto, crónicas de hotel, conversaciones entre peregrinos fugaces (en su mayoría científicos) y, sobre todo, quizás en las páginas más ricas del libro, relatos largos de distintos siglos y geografías.

Tokarczuk, en sus relatos, toma ciertos momentos de las vidas de personajes periféricos, tanto de la historia del conocimiento (en particular de la anatomía) como de personas anónimas en viaje turístico, laboral, experimental o introspectivo. Con una prosa clara, que no le teme a ampliar la paleta del lenguaje cuando lo considera necesaria, Tokarczuk puede saltar de narrar la desesperación de Kunicki al perder a su familia en unas vacaciones en la costa croata, a contar la historia del anatomista flamenco Philip Verheyen que, investigando su propio dolor, descubre el tendón de Aquiles. Pendular entre el siglo XVII y el XXI es habitual en Los errantes; al igual que el diálogo entre los viajes de la autora y las historias de polacos que habitan el infierno blanco del invierno, como en el maravilloso relato “Los errantes”, donde se narra la conversión de Annushka en homeless.

Al igual que en la obra de Sebald, en Los errantes aparecen imágenes de mapas y enciclopedias que dan ambiente a los textos, al libro en su totalidad, como si fuesen folletería guardada entre las páginas de la libreta donde la autora escribe mientras se mueve. Tokarczuk describe el viaje como un cuerpo y al cuerpo como un viaje; la base sólida del movimiento, la carnadura, donde se siente y afecta lo que tiene alrededor. Y los mapas, en su concepción, son la fotografía del movimiento, su representación visual, donde comparece o se puede hacer desaparecer la existencia del viajero; tanto para celebrar el recorrido como para activar mecanismos de defensa para lidiar con las heridas del peregrino. En sus palabras, “Borro de mis mapas lo que me hiere. Los lugares donde tropecé, donde fui golpeada, humillada, ofendida, ya no aparecen, han dejado de existir”.

La entrega del Premio Nobel a Olga Tokarczuk sorprendió por haber homenajeado a una obra relativamente joven, aún en expansión, en pleno desarrollo y no cerrada, semi concluída, como suele suceder en estos certámenes consagratorios. A la vez, generó cierta rareza por el desconocimiento de la autora, salvo en su país, donde es masivamente leída y conocida por su activismo político. En Los errantes la autora suele escribir en diferentes entradas, como una muletilla, “mi peregrinación es en pos de otro peregrino”. Y es en ese gesto spinoziano, donde se puede leer la distinción de la obra de Tokarczuk; en el valor de una obra abierta, que continúa siendo escrita, en pos de otros lectores que la vamos encontrando durante el camino.