Brasil tenía cuando Lula inicia su primer mandato muchos millones de pobres, algunos pobrísimos. Al final, 40 millones, el estilo brasileño es el gigantismo, dejaron de serlo. ¿Lo reconocieron? ¿Lo agradecieron? Habían sido beneficiados, pero cuando lo metieron preso brotaron como hongos millones de disconformes que, ni cortos ni remisos, votaron a Bolsonaro, un sujeto gris al que en otra época, cuando no se habían creado palabras descriptivamente más precisas, se designaba como “frenético”, un charlatán agresivo que no se cansa de denigrar al que les mejoró la vida ni de proclamar que la cárcel que le han armado es lo mejor que le puede pasar a Dios y al mundo entero.

No es lo único. Aquí, en este rincón del universo, pasó algo semejante: presencié la ira de un señor muy bien vestido que insultaba sin contención a Cristina porque el aumento de su jubilación le parecía escaso, quería más, creía que merecía más, declaraba que porque no le llegaba a él lo que creía que merecía Cristina se lo llevaba para ella, razón más que suficiente para no votarla. Pero, igual que en Brasil y ahora que en Bolivia, muchos que no tenían por qué quejarse de la misma manera no sólo no votaron lo que ella proponía sino a quien sin duda les quitaría lo poco que habían obtenido, gran triunfo de Macri. Unos, los brasileños, otros, los argentinos, estaban “insatisfechos”, de los bolivianos ni hablar, y esa turbia insatisfacción estaba en el fundamento de una decisión que le está costando a esos países lo que nunca se habría podido imaginar de empobrecimiento, endeudamiento, mediocridad, falsedad y todo lo que podemos registrar sin mayor esfuerzo, en Bolivia de genocidio.

Por supuesto que gran parte de los millones que algo recibieron en Brasil, Argentina y Bolivia, en virtud de una política distributiva, y de otros que no necesitaron de tal distribución, actuaron razonablemente, apoyaron y sostuvieron a Lula, no se creyeron las patrañas judiciales contra Cristina y apoyan a Evo, todavía en silencio mientras escribo esto, y celebran que Lula haya ganado una parte de la batalla pero me interesan, o preocupan, los otros, los que permitieron y permiten, o contribuyen a una situación que es tan peligrosa como criminal y grotesca considerando, si pienso en Brasil, lo que es un país en el que han nacido y creado muchos seres de excepción, me basta con mencionar al Alejaidinho, a Guimarâes Rosa, a Dorival Caymmi, a José Guilherme Merquior, a Caetano Veloso.

Debe haber variadas razones para explicar tan lamentable comportamiento aunque las condiciones básicas sean peculiares y propias de cada uno de esos países: la que más me gusta ahora, por más parcial y limitada que sea --renuncio a las grandes razones--, es la de la “insatisfacción”. Me atrevo a pensar que eso, la insatisfacción, que se manifiesta como una especie de sabor amargo, es un ímpetu, una fuerza poderosa, rendirse a ella es casi místico, casi una fuente de goce como podría haberlo pensado Freud que, pobre, no se asomó al espectáculo que ofrece América Latina.

Pero lo que tal vez no llegó a pensar es que la insatisfacción es una especie de regulador de nuestras relaciones con el juego entre el dar y el recibir y que, por lo tanto, afecta la vida entera, en todos sus momentos. No nos dan lo que creemos que merecemos, dan lo que no merecen a muchos que están cerca, la insatisfacción obnubila, ciega, terminamos por no tener idea de los límites entre lo que creemos que tenemos que recibir y lo que efectivamente se nos puede dar y si en lo personal logramos equilibrar esos movimientos cuando se trata de un país las dimensiones cambian y de pronto de producen aberraciones como la brasileña y la boliviana.

Las insatisfacciones están por todas partes, es como un océano en el que pataleamos sufriendo lo que acarrean, sin poder manejarnos adecuadamente para sobrenadar. Eso se sabe y padece, el problema es cómo entenderlas en su índole y en su genética. Apenas apunto algunos de sus rasgos siento que el concepto se me escapa, cubre tanto que quizás sea un equivalente de la humanidad misma, es más o menos como la basura, que está por todas partes.

Ese concepto, o término, no funciona, ya lo señalé, sólo en lo político amplio sino también y con alarmante frecuencia en lo individual, en las relaciones humanas, vale la pena señalarlo: en un sentido, es probable que respuestas que uno espera --satisfactorias-- sean pobres y generen ese sentimiento, por ejemplo una declaración de amor rechazada, un trabajo cuyo valor es ignorado, un ascenso en el empleo indefinidamente pospuesto, un apoyo amistoso que no se produce y, en un sentido opuesto, también lo sufre una vanidad exigente y susceptible pero que se siente objeto de una desconsideración o de un desdén, hay mucha insatisfacción en ambas vertientes.

Lo que en esto quiere decir es que hay insatisfacciones no compartibles y hasta algo estúpidas y otras justificables, producto de injusticias, hay que poder distinguir. No es un misterio que hay un enjambre de situaciones y que, olvidando las propias, hay que soportar todas las insatisfacciones, de uno u otro tipo: siempre son molestas, uno no sabe qué hacer con ellas seguramente porque no sabe cómo manejar las propias.

En algunos momentos, sobre todo en lo que concierne a lo individual se genera insatisfacción mediante una deliberada y hasta estratégica aplicación de la indiferencia, que es una forma distinguida del “ninguneo”, muy popular en varios lugares del mundo, en nuestro medio no falta; en algunos y muy destacados casos el “reconocimiento” y la “atención” lo reducen: lo que va de uno, la indiferencia, al otro, tiene en la actitud crítica un vehículo eficaz para discernirlo, claro que la actitud crítica no acude con tanta presteza como debería y el insatisfecho sigue mascando tan turbulento sentimiento que, en lo individual, no lleva a ninguna parte.

Pero en lo político sí, conduce a tomar decisiones que, como en los casos mencionados, son torpes y tienen consecuencias muy indigestas para el conjunto. ¿Qué se puede esperar del voto de explotados y humillados que votan por explotadores y humilladores? Si lo vemos de este modo, tal vez podamos explicarnos el giro a la derecha que azotó y azota a varios países de América Latina, no puedo considerar cómo opera esto en otros lugares del mundo. Nubes de insatisfechos apuestan a la destrucción del conjunto y de ellos mismos, una verdadera e incomprensible calamidad. Así logró sus triunfos el macrismo, así se impuso Bolsonaro, así desmemoriados bolivianos aúllan en las calles el odio a ese Evo que les dio prosperidad, paz y bienestar.

 

¿No es ese sentimiento, cuando es inexplicable, cuando brota porque no se ha comprendido, porque no tiene palabras, equivalente a un ataque de la irracionalidad buscada, elegida? ¿Con eso hay que convivir? ¿Hay que admitir que forman parte de ese “todos” que se invoca como prueba de amplitud y generosidad? ¿Hay “todos” o hay “partes”? ¿Forman parte del “todos” los que queman la casa de Evo Morales? ¿Son sólo “insatisfechos?