El día que Carmen perdió a sus hijos, también perdió la memoria. Hace un mes de eso. Treinta días amanecidos para verse vendada, llena de cables, en una habitación de hospital en la que no entra la luz del día. Una cantidad de horas que le cuesta calcular, sin verlos. Cada vez que pregunta por ellos, su marido, Mario, inventa excusas que se le acaban; las repite con la esperanza de que las palabras pronunciadas por los psicólogos sanarán a Carmen, que la ayudarán a recuperar sus recuerdos, aunque eso signifique también recordar que ya no están los niños, que el fuego terminó con todo.

Ninguno de los profesionales del hospital le pudo explicar a Mario cuál será el primero de los recuerdos que Carmen podrá recuperar. Le dijeron algo así como que la memoria es un conjunto de retazos, que cuando los hilos que unen esos recuerdos se cortan, no siempre pueden componerse. Y tal vez, quizás, por ahí –esas son las palabras que más escuchó Mario– haya que volver a construirlos, remendarlos con el relato de los que tuvieron la suerte de no sufrir como ella. Así le hablan a Mario. Le hablan con hilos y telas. Con pocas certezas. Con la presunción de que él no sufre porque recuerda, porque lleva bordado en la mente el humo tan negro que por momentos tapaba el resplandor del fuego.

Mucho de lo que Carmen no se acuerda pasó cuando le tocaba dormir. Había cortado quince horas seguidas. La tijera firme sobre la línea de tiza que antes había dibujado bordeando los moldes de cartón que el Patrón había tirado arriba de la mesa con la orden de terminar el pedido para el viernes. Era miércoles a la tarde. Por ahí lo recuerda porque los chicos habían vuelto de la escuela y jugaban entre las bolsas de guata como si fueran nubes. Carmen sabía que, si no cortaba todo antes de irse a dormir, Mario no iba a tener los retazos para pasar por la máquina y todo podía atrasarse y el Patrón seguro les iba a poner de nuevo el candado. Y eso, no. Carmen no iba a permitir que los encerraran otra vez. Menos por su culpa. Menos porque ella no había alcanzado a cortar lo suficiente. Por eso cortó y cortó durante quince horas. La tijera surcaba el modal con la precisión necesaria para no desperdiciar la tela y que el Patrón quedase conforme con la cantidad y calidad de su trabajo. 

Quince horas cortó Carmen. Quizás nunca más recuerde que, cuando terminó, apiló las telas cortadas en diferentes montañas: mangas, pecho, espalda, cintura. Cada una en su lugar, ni una más, ni una menos. La cantidad justa como para que Mario pudiera armar las prendas mientras ella descansaba un poco junto a sus hijos. Todos en la misma cama. Ella en el lugar que él dejo caliente después de haber dormido su turno. 

Quizás tampoco se acuerde nunca más lo que le lloró el ojo derecho durante toda la noche. Ni que el médico le había dicho que nunca más debía hacer semejante esfuerzo. Que así perdió el izquierdo la vez que tuvo que enganchar en tiempo récord, bajo la luz verdosa y titilante de un fluorescente, cada punto de los cuellos de esos pulóveres que el Patrón necesitaba para los tres locales que tiene en calle Avellaneda. 

Será Mario el que deba contarle, el que una los recuerdos como retazos valiéndose de la sutileza que le da el oficio de costurero heredado de su madre, una de las mejores de Cochabamba. Mario deberá contarle, con tiempo, despacio, sin forzarla –dijeron los psicólogos– que aquella madrugada lo despertó con un mate de coca, y que, en silencio, los dos se alejaron del colchón para que ella pudiera explicarle sin despertar a los chicos que todo estaba listo. Deberá contarle que él le secó las lágrimas de cansancio mientras tomaba el mate y se despabilaba para poder enhebrar la máquina. Deberá contarle que se abrazaron. Que él le dijo que tuviera paciencia que ya, pronto, quizás con ese pedido, iban terminar de juntar lo suficiente para poder alquilar la pieza en Villa Celina. Y aunque tuvieran que viajar horas, iban a estar más cómodos. Sobre todo los chicos. Cada uno en una cama.   

Mario no sabe –y por lo tanto nunca podrá ayudar con eso a Carmen– qué hizo su esposa cuando se acostó. Si se quedó dormida enseguida. Si se quedó mirando el techo. Mucho menos sabe si pensó algo, o en alguien.  Lo que sí sabe es que se acostó vestida. O que, por lo menos cuando el empezó el fuego, llevaba el pantalón de lycra y una de esas remeras blancas con el corazón de lentejuelas que habían hecho cuando recién llegaron y el Patrón les prometió que acá, en este país, él les iba a dar la oportunidad de crecer, de ser alguien. Eso les había dicho mientras les pedía que trataran de mejorar la confección. Que las lentejuelas estaban todas desparejas y así no podía ponerlas a la venta. “Tomá, ponétela vos si querés”, le dijo a Carmen mientras sacaba una de la pila y la tiraba arriba de la mesa de corte. En ese momento, quizás porque todavía no conocía al Patrón, lo tomó como un regalo. 

Lo que sí le va a poder contar Mario es que cuando él empezó a coser, se trabó la máquina. Que buscó las herramientas y logró hacerla andar, pero que le quedó un ruido tremendo. Una chicharra que se activaba cada vez que pulsaba el pedal para hacer una pasada. El roce de un metal dentado con algo. Un engranaje quizás. No sabía. Lo importante era que la aguja seguía bajando y subiendo a la velocidad necesaria para que las puntadas quedaran parejas y fuertes. Mario le dirá a Carmen que para entonces, afuera, ya era de día. Y que uno de los chicos se despertó por el ruido. Entonces, se le ocurrió armar una pared con los palet de madera y los rollos de tela. Una pared que amortiguara el ruido de la máquina. Que dividiera el lugar donde iba a seguir trabajando, del colchón donde ella debía dormir unas horas más para estar lúcida cuando le tocara dar el detalle final a las prendas.   

Por ahí, Carmen sí se acuerda de eso. O se acuerda que al rato, mientras él cosía en tiempo récord los retazos que ella había cortado, se levantó con ganas de ir al baño. Y que cuando cerró la puerta, sintió olor a plástico quemado. Y que le gritó a Mario para que se fijara, que por ahí se había olvidado la pava en el fuego y la manija ya estaría hecha líquido. Pero seguro Mario no pudo escucharla por el ruido a engranajes rotos que lo tapaba todo. O porque para entonces ya se había quedado dormido, caído sobre la máquina, con el pie sobre el pedal que la mantenía funcionando, cosiendo el aire cada vez más denso; cada vez menos aire, cada vez más humo.

Si Carmen no lo recuerda, será otro vacío en su historia. Porque Mario no iba a despertarse hasta un rato después, cuando uno de los bomberos lo arrastrara hasta la calle mientras otro atacaba con la manguera la bola de llamas que se comían la tela, la madera… todo. Y Carmen salía a lo bonzo con la lycra de las calzas derretida y la remera sin lentejuelas. El cansancio, el humo. El humo sobre todo, le dirán los médicos cuando él les pida explicaciones de por qué quedó así, inconsciente, sin poder hacer nada, como sí lo hizo Carmen. Si ella lograra recordar, podría contarle a Mario que cuando salió del baño, el fuego ya consumía la tela. Que trató de despertarlo, pero no respondió. Que corrió a buscar el matafuego, que estaba vacío o roto. No sabía. Que sólo tiraba más humo. Que la ropa se le prendió enseguida, que no pudo soportar el calor, ni el dolor. Que salió corriendo porque eso fue lo único que pudo hacer mientras el fuego se llevaba todo escondido detrás del humo negro insoportable. 

Ninguno de los dos podrá responder quién llamó a los bomberos. Lo poco que vio Mario desde la ambulancia le hace suponer que puede haber sido uno de los vecinos. El hombre grande de la casa de enfrente. El que cuando llegaron los ayudó a encontrar la escuela para los chicos. El que más de una vez les dijo que el Patrón era un hijo de puta, que tenían que tener cuidado. El que llamó a la policía cuando vio el candado en la puerta. Al que le desvalijaron la casa a la semana siguiente. Mario lo reconoció en seguida: se agarraba la cabeza mientras lo cargaban en la camilla. Pero no está seguro de que haya sido él. Quizás, el Patrón. A esa hora tenía que llevar más telas. Por ahí se encontró con las llamas, con el humo, y llamó a los bomberos. Y después se fue. O por ahí, le avisaron lo que estaba pasando y ni siquiera llegó. Nadie sabe. Quizás él pueda contarlo. Si aparece. Si lo encuentran.   

Los médicos dicen que para ella debió haber sido imposible registrar algo en ese momento. El dolor del fuego no deja nada más que eso: dolor. También dicen que el dolor es la fuente de la amnesia. Pero Mario sabe –aunque le pongan palabras difíciles– que no hablan del fuego, sino de las cenizas. 

Quizás cuando él le cuente –con tiempo, despacio, sin forzarla, como le pidieron los médicos– todo lo que se acuerda de esos días, cuando le hable de las prendas, las telas, la guata como nubes; del cansancio, del humo, de las marcas que le quedaron en el cuerpo, de los bomberos, de que nadie sabe nada del Patrón. Quizás entonces, se acuerde y entienda por qué sus hijos no fueron a visitarla.