“Los de siempre quieren plata, tienen el culo forraíto las ratas. A los papitos de corbata, se los come con limón esta gata. Tengo el cumbión, tengo calentura. Y perreo hasta en medio 'e la basura. Somos caleta, más que los pacos. Somos más choros, peleamos sin guanaco”, dispara Mon Laferte en Plata Ta Tá, su último single, reivindicativo track que acompaña la lucha del pueblo chileno. Ni dice sin saber ni canta sin pensar: vivió en carne propia la desigualdad habiendo nacido “durante la dictadura, en un barrio pobre en la costa”. Se crió en una vivienda social ubicada en “una zona complicada” de Viña del Mar: sin piso, sin puertas, con papá carpintero y mamá ama de casa haciendo lo imposible para llegar a fin de mes. Entonces el padre abandona a la familia y la situación empeora aún más. Y una Mon Laferte adolescente deja la escuela para cantar en bares y llevar unos mangos al hogar. “Que salgan, que salgan, que luchen. Vamos a hacer que el mundo lo escuche”, arenga en el mentado track, que cuenta con la colaboración del puertorriqueño Guaynaa. Lo compuso en un arrebato de dolor e indignación, como confesaba las pasadas semanas vía Instagram…
“Llegamos a Las Vegas para participar de los Latin Grammys y yo me sentía incómoda, triste, enojada por todo lo que pasa en Chile, entonces me puse a escribir, y con (el productor) Manú Jalil nos amanecimos durante varias noches grabando en un estudio improvisado en el baño de la pieza del hotel”. En la propia premiación, sobra decir, más dio de qué hablar su paso por la alfombra roja que la estatuilla que recibió su disco Norma (Mejor Álbum de Música Alternativa)… Nadie quedó indemne frente a la imagen de la artista con su torso desnudo, escrita sobre el pecho contundente frase: “En Chile torturan, violan y matan”. En el cuello, incólume el pañuelo verde en favor del aborto.
Con la sangre en el ojo, la poli represora encontró excusa para darle simbólico puñetazo a distancia, en un insólito intento de amedrentamiento que ha despertado indignación generalizada, global: por denunciar la artista en una interviú que algunos incendios a estaciones de metro en Santiago de Chile habían sido provocados por las propias fuerzas de seguridad, los Carabineros la han amenazado con llevarla a la Justicia, con iniciarle acciones civiles y penales, instan a que sea citada a declarar a la brevedad.
Feminista, vegana, aliada de la comunidad LGBTQ+, Mon Laferte no se estrena en el arte de batallar. Ejemplos hay muchos. El modo en que, por caso, le paró el carro a un reportero que quiso saber “cuál era el secreto para tener seguidoras cuando entre ellas se atacan”. “Como mujer, estoy hasta la madre de que me hagan preguntas pendejas machistas”, fue la rotunda respuesta de esta mujer en sus 30s. Tampoco se remilgó al denunciar la doble moral de YouTube, que censuró meses atrás su video de Canción de mierda por mostrar sangre menstrual: “Insólito que en 2019 sea vista como algo violento o tabú teniendo en cuenta la cantidad de contenido musical violento, misógino, de gánster, con pautas millonarios que producen millones de views”.
Aunque “he tocado desde que tengo memoria”, sus primeros pinitos en el ojo del gran público fueron récord de audiencia en la tevé chilena. Como Norma Monserrat Bustamante Laferte -tal es su nombre de natalicio- participó de un talent show, Rojo fama contra fama, que versionaba el extendido formato de presentaciones, devoluciones, galas… De aquella experiencia salió su primer disco, La chica de rojo (2003), álbum de fórmula, con un sonido fechado, que dista años luz del personalísimo estilo que amasara años más tarde. Encorsetada a covers de temas pop y canciones románticas que fueron éxito de ventas en su país, pero con las que no se sentía identificada, tomó en camino más honesto, el menos confortable.
Con veintipocos, Laferte junta sus petates y se radica en México, empieza de cero. Toca en el metro, en cantinas, y, pum, un nuevo cimbronazo que, lejos de amilanarla, le da renovados bríos: “Después de sufrir un cáncer (tiroideo) agarré valor de todo ese miedo que tenía de mostrar mis canciones y fue como ‘ya, ¡despierta!’”. La refundación llega con look pin-up, renovado nom de guerre y un disco decididamente pop-rock, Desechable, de 2011. Le sigue el más depurado Tornasol, de 2013, donde sin perder el desenfado punk rock, experimenta con eclécticas sonoridades, desde el reggae hasta el bolero, mixturando ritmos eufóricos y guitarras crudas con canciones más templadas. En el ínterin participa de una banda femenina de heavy metal, Mystica Girls. Entonces, otro disco solista, Mon Laferte Vol 1 (2015) y la explosión. Entonces, La trenza (2017) y la consagración. Reconfirmada por el éxito de su siguiente LP, Norma, de 2018. Discos donde lo mismo conviven el vals peruano, la cumbia colombiana, el huapango mexicano, el mambo con el bolero con el ska, el rock, el pop.
Reacia a etiquetarse, la inquieta Mon dice usar “todos los recursos al alcance: desde el susurro más pequeño hasta el grito más agudo y más estremecedor”. “A veces siento que mi cuerpo se va a romper de tanto cantar”, suma quien se deja la piel cada vez. Sobre su último LP (que grabó “a lo Sinatra, con todos los músicos tocando juntos y de corrido”), empero, con orgullo reconoce que se trata de “canciones cebolla”. Un término que -según explica la siempre recomendable web especializada Gladys Palmera- “se emplea hace décadas con desprecio para calificar al canto melodramático y de anclaje en el gusto de la clase obrera”. Según la propia Mon las élites chilenas vetaron durante mucho tiempo a los artistas de este subgénero, al que ella quiso homenajear en Norma a modo de revancha, honrando sus orígenes humildes. Reafirmando raíces latinoamericanas y una identidad que no teme asumir su potencial lacrimógeno, abrazando a mucha honra “la canción romántica que llora -y hace llorar- el desamor”.